miércoles, 25 de enero de 2017

Reflejos en el cristal cotidiano




Jorge David Alonso Curiel, en su nuevo poemario Reflejos en el cristal cotidiano (Playa de Ákaba), título que me hace viajar a la primera escena de Desayuno en Tiffany’s, cuando una bellísima Audrey Hepburn se acerca al amanecer en la ciudad al escaparate de la joyería y su rostro se refleja en el cristal, mientras suena de fondo la envolvente melodía de Moon River, introduce, a modo de prologo, un pequeño poema del Zohar (esplendor), libro hebreo central junto al Séfer letzirá, de la corriente cabalista en el que se dice que todos estamos divididos en dos partes, una visible y otra invisible, siendo lo primero reflejo de lo segundo.


Eso es Reflejos en el cristal cotidiano, una tenue luz casi sombra de la vida que nos toca vivir en el día a día a cada uno, con nuestros sueños y deseos, donde el poeta y el escritor siempre está atento a las pequeñas cosas que van ocurriendo a su alrededor; el amor por el buen cine, en especial por el de Buñuel, o puede que sea por la espléndida Catherine Deneuve de Belle de jour; la tosca cantinela de los ancianos; la poesía para salvarse de lo anodino y rutinario de nuestra existencia; el espejo de parecerse a un Bukowski o, posiblemente, a un Henry Miller en su forma de vivir; la evolución de la vida con optimismo pues se va a mejor según vamos cumpliendo años; la igualdad de todos en la vulgaridad de nuestras acciones y nuestro desamparo, aunque queramos ser diferentes a los demás y así lo pensemos.

Pequeñas cosas cotidianas que realizamos, dándonos cuenta de que nos hacen felices, mirar la vida con ojos positivos, escribir lo que nos salga de dentro sin florituras, tener fantasías, añorar situaciones vividas, pasar las horas al lado de la persona que amas, tener claro lo que quieres ser, rebelarte ante las normas, escuchar caer la lluvia, disfrutar de la naturaleza, amar, leer, escribir, saber…

Reflejos en el cristal cotidiano es la poesía como arte y el arte para hacernos mejores en este mundo despiadado y cruel que nos ha tocado vivir. Jorge David Alonso Curiel escribe de forma directa, clara, realista rozando el naturalismo, sin adornos excesivos, con ese poso que tiene de retranca e ironía. Sus poemas son simple y llanamente unos reflejos de nuestra cotidianidad donde nos asomamos a ver girar el mundo, para salir de la normalidad reinante, de esperanzas de acumular riquezas y bienes materiales, para dedicarse a la literatura y convertirse en una especie de asceta con el premio, gracias a ella, de haber conseguido la salvación frente a la mediocridad. Pero , claro está, esto sólo está destinado a los privilegiados que gozamos de ella y con ella.

©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega

lunes, 2 de enero de 2017

Los perros de la eternidad



Leo la nueva novela de Alejandro López Andrada, Los perros de la eternidad, y necesito volver a escuchar, como tantas veces hacía en mi adolescencia, a Jim Morrison. La habitación se llena de su voz grave y profunda y de los teclados de esa mítica canción en la que tantos jóvenes aprendimos ese inglés de andar por casa: jinetes en la tormenta, en esa casa nos echan al mundo y a ese mundo somos arrojados como un perro sin hueso que morder, un actor sin público, somos jinetes en la tormenta...

Somos los que hemos nacido en esa época del tardofranquismo, como esos perros heridos que escuchábamos sin parar las canciones en inglés de The Doors, Jimmy Hendrix o Janis Joplin y despreciábamos la música en español porque ansiábamos huir de ese mundo gris oscuro, siempre en la memoria en blanco y negro, cabalgando en esos caballos que galopaban bajo la tormenta.

Ahí queda la historia de Los perros de la eternidad, el recuerdo del tiempo pasado, el tiempo de la adolescencia que se recupera en una constante en nuestra memoria. La imagen de una mujer muerta en un lago y la de un hombre que cae desmadejado, justo al pie de la tumba en la que entierran a su padre para que, en estado de coma, empiece a recordar su vida mientras que está recluido en la habitación de un hospital, su infancia, en un poblado minero al que debe regresar a cuidar a su padre muy enfermo y su existencia a la actualidad en la ciudad de Córdoba.

Leer a Alejandro López Andrada es leer siempre lo mismo, pero con la sensación de que siempre estás leyendo algo diferente. Ese mundo rural hoy casi extinguido, una sociedad urbana que está herida por el desencanto de una crisis que ojalá fuese solamente económica, su lirismo poético que no puede obviar ni olvidar ni escribiendo novela, los paisajes de sobrecogedora belleza de su Valle de los Pedroches, la emoción que vierte en su texto, sus pájaros, la naturaleza, el agua, el enternecimiento conmovido, la ternura, el odio y el amor... y sus personajes que se convierte por arte de magia ya en inolvidables como estos nuevos: Genoveva, el Poeta, Ángela, el Sota, Barrabás, Elvira, Anastasia, Hugo, Bernal, Vasili, Alicia, ...

Encierra muchas cosas Los perros de la eternidad, pero una de las más importantes es que se convierte en la novela de la Córdoba de nuestros días, una Córdoba que se alza como uno más de sus protagonistas. Dice Alejandro López Andrada que es una novela para enamorarse de Córdoba, y yo añado y afirmo que es una novela para enamorarse, además de Córdoba, de la literatura de este escritor y poeta cordobés, si es que no lo estás ya como yo lo estoy desde la primera vez que leí algo por él escrito. Una Córdoba que es contraposición del mundo rural que el autor vivió hace cuarenta o cincuenta años con su paisaje urbano actual en donde aparecen sus tabernas, barrios y calles, así como su vida social. Una Córdoba viva. Una Córdoba recreada en los ojos y en los rostros que su protagonista ha dejado atrás y que echa de menos, una ciudad sencilla y amable, con sus cosas buenas y no tan buenas, con sus muchas virtudes y también con sus defectos, con sus huellas históricas y sus modernidades, con el fulgor que barniza el alma de sus piedras, los patios y los puentes, el río y sus molinos, inmortalizando el cielo, el sol, la brisa que alegran su carne soñolienta de dama, con su Ribera y su Mezquita, la Judería de calles laberínticas, el Alcázar, los cálidos jardines y el patio de los Naranjos, con sus rincones atractivos y entrañables de sabor popular. Una Córdoba de alma romántica, a veces provinciana, y otras, en cambio, elegante y displicente, escondiéndose secretos de amores y desamores, de citas furtivas, de negocios sucios, umbríos, y, también, de actos hermosos, solidarios, de barrios alegres, azules, campechanos, y bulevares solemnes, adinerados, por donde pasean gente enamorada y feliz, parejas tristes, algunas señoras elegantes, de alta alcurnia, y algún que otro anciano hundido en la mendicidad. Sus calles, sus plazas, sus parques poblados de vuelos de palomas y de bellas mujeres que pasean indiferentes a lo que sucede a su alrededor, sus luces y sus sombras, sus pequeñas, medianas y grandes historias íntimas, ocultas en los ojos comunes de personas que, a diario, se hallan a su alrededor que hacen de ella como una gran mujer gestada en el vientre de lo universal.

Es Los perros de la eternidad una novela que encierra muchas historias, todas entrañables y emocionantes, donde se reflexiona sobre el pasado del tiempo, sobre lo que hemos sido en otro tiempo, con amor, intriga y actualidad, y donde se contraponen el constante mundo rural de Alejandro López Andrada con el mundo urbano en una muy certera recreación de ambos. Los perros de la eternidad es una novela que nos enseña que la vida está repleta de absurdas paradojas donde se mezclan la verdad y la mentira, lo imposible y lo real, los sueños que parecen convertirse en auténticos por la alegría y la luz que nos conceden y otros, hipnóticos y tangibles, que cuando se viven y se sienten parecen realidad a pesar de que nunca lleguen a ser, llenándonos de esa angustia  que es el vértigo de la realidad, y a los que nos aferramos en nuestras caídas, cuando nuestro ánimo ya roza el suelo, en un mundo injusto en el que la Naturaleza no siempre es selectiva y, a veces, quita de en medio a quienes siembran la ternura, la paz, la armonía y el amor, en una oscuridad perenne y un silencio en el que nos sumimos por no quebrar las normas oxidadas y mugrientas de un mundo hipócrita en el que pagan siempre los más débiles y triunfan los machistas y los avaros, mientras se castiga el sentido del perdón, la paz, el amor, la ternura y la piedad. Un mundo que los de nuestra generación, la de Alejandro López Andrada y la mía, vivimos de jóvenes y ahora, desencantados, volvemos a ver que se repite mientras nuestra vida se aleja de manera irremediable y empezamos a estar cansados para hacer ya algo para evitarlo. Pero nos queda la memoria como los peldaños de una escalera fantasmal que sube a un desván donde ya no habita nadie y en donde ya no entrará el sol que refulgía en nuestra niñez, en nuestra adolescencia y en nuestra juventud, donde nos sostenía la firme convicción de que podríamos cambiar la realidad de un país lastrado por el franquismo y su posterior herencia moral con nuestra rebeldía y nuestra lucha. Los de nuestra generación luchamos por ello y ahora observamos desolados que conseguimos muy poco pues, hoy mismo, políticos retrógrados, empresarios voraces y banqueros sin alma siguen oponiéndose con todas sus fuerzas , artimañas y mentiras a todo lo que huela a avance social en nuestra tierra, en donde aún ladran, como lo hacían entonces, exactamente cuando éramos niños, los perros malditos de la eternidad.

Levanto la pluma del papel, En la habitación ya no suena la melodía de Jinetes en la tormenta, pero Jim Morrison sigue cantando es de duele dejarte libre, pero tú nunca me seguirás; el final de las carcajadas y las mentiras piadosas, el final de las noches que tratamos de morir, este es el final...

Me he quedado absorto mirando el papel mientras me envuelve la canción y mis ojos se empañan de emoción. En los próximos días releeré Los perros de la eternidad porque Alejandro López Andrada siempre me hace recordar, y la memoria y los recuerdos son los que nos permiten seguir viviendo.


©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega

lunes, 19 de diciembre de 2016

Las horas derramadas



Gabriel Desalvo es un gris empleado de una gran empresa en la que pasa sus interminables horas de trabajo encasillando notas y correspondencia en los casilleros de un sótano del edificio de los diferentes empleados de la misma, aunque ostente el rimbombante título de Jefe del Departamento de Correo Interno. Tiene dos compañeros, Aída Besares, que está profundamente enamorada de él que la ignora y quiere ser escritora, y Celso. Gabriel también tiene a su padre ingresado en una residencia con demencia, y esas son sus dos únicas ocupaciones en la vida: su absurdo y aburrido trabajo y visitar a su padre para contarle lo bien que le va en la vida.

Una noche, volviendo a su casa del trabajo por las calles de la ciudad donde vive, La Isla, se produce un terremoto y entonces Gabriel reconoce que la leyenda que su padre le contaba de niño era auténtica y ve que en las calles del sur, cuando La Isla duerme, en ciertas noches la tierra cruje de dolor y se resquebraja y se abre una grieta profunda donde él se precipita, para aparecer en una biblioteca enterrada en unas catacumbas donde antes hubo una basílica, y donde un monje de nombre Milo le dirá antes de morir que en esa biblioteca todo lo guardaba y todo lo protegía. Los libros que se atesoran en ella pueden no solo enlazar con el pasado a todos los que la visiten sino también proyectarlos hacia el futuro, pues una biblioteca contiene el universo entero y, con el correr de los años, se descubrirá que el tiempo fluye en sus estanterías, por lo cual hay que protegerla y cuidar pues ella nos instruye. Una biblioteca que contiene el tiempo en sí misma. Contiene el universo entero y enseña. Y allí pasa Gabriel los próximos cuarenta y cuatro años bajo tierra, cuidando, ordenando y protegiendo esa biblioteca sumergida en el subsuelo de La Isla convencido que es una biblioteca viva, que une pasado, presente y futuro. Pero la leyenda también decía que del vientre de la tierra surgirá un espectro envuelto en lodo y un perro sucio y flaco, y eso es lo que ocurre cuando Gabriel, vestido con unos harapos de monje, vuelve a la superficie después de tantos años ya muy viejo. Nadie le prestará la más mínima atención pues los muertos suelen pasar desapercibidos. En su deambular por La Isla todo ha cambiado. En un ambiente oscuro y apocalíptico se va revelando la antigua ciudad en la que vivió Gabriel: una chapa oxidada que señalaba el nombre de una calle de antaño, los balcones de hierro forjado de una casa centenaria que resistía el tiempo, los restos de las vías del antiguo tranvía, un callejón que mostraba su empedrado, se le ofrecían como jirones de un pasado y que él volvía a acariciar al recordarlos. La nueva ciudad se había construido sobre la antigua y ahora se levantaban edificios enormes de cristal y acero donde se instalaban las oficinas de bancos colosales. Una ciudad donde a los vagabundos los tienen escondidos y alejados de ella porque esa es la mejor manera de creer que no existen. Una ciudad en la que la noche puede ser muy peligrosa para Gabriel. Una ciudad donde los libros, fuente de cultura, son elementos inquietantes y no son permitidos para que el sistema siga fagocitando a los ciudadanos.

Pablo Di Marco nos regala un bellísimo libro con Las horas derramadas transportándonos a un mundo diferente y fantástico con ciertas dosis de distopía, donde se encuentran el miedo, la incertidumbre, la cobardía, la pusilanimidad, la carencia de voluntad, pero también el amor, la amistad y el destino en un mundo habitado por dos clases irreconciliables: los sensibles que tienen el mundo como una idea, una hipótesis; y los poderosos que lo consideran como una masa maleable con la que trabajan y atesoran riquezas y para ello necesitan para que funcione orden y disciplina aborregando a la gente y aniquilando a quien transgrede esa disciplina como un dios bíblico.

La vida de Gabriel, desde joven a viejo, debido a su sensibilidad le hace convertirse en un ser vulnerable y cobarde, perdiéndose en el tiempo para cuando vuelva de viejo se encontrará una sociedad sumida en el desprecio a lo que el más ama para tocarle contemplar todo lo que no pudo llegar a ser y llegar a comprender que su ausencia de décadas es un signo de cobardía. Se da cuenta que se le pasa la vida, pero cuando puede y empieza a ver la luz que pudiera cambiarlo todo no lo hace porque él nunca ha hecho nada ni tomado una decisión y ya no le quedan años para remediar todo lo que perdió en el camino como la fe, el arte, la amistad y el amor de una mujer que siempre le siguió esperando. Aída y Gabriel ya son viejos, y él confiesa además que está cansado y sigue teniendo miedo porque siempre ha estado paralizado y ha vivido en el miedo y por el miedo a no poder, a perder, a fracasar, no percatándose nunca que se necesita la atención, el afecto y el amor de los demás y a los demás pues necesitamos del otro para llegar a ser nosotros mismos en plenitud.

Aída es el contrapunto a Gabriel. Aída no ve flores sino mariposas dormidas que servirán para adornar su casa con las más bonitas. Aída es ese ser inalcanzable para los representantes de esos dos mundos en litigio, el pensador sensible representado por Gabriel y el hacedor encarnado por Celso, y la perderán irremediablemente. Aída es como esa niña del cuento que escribe que espera eternamente a su amado en medio del bosque. 

Los libros como Las horas derramadas de Pablo Di Marco, permiten acortar distancias convirtiéndose en un milagro el que caiga en manos de un lector como me ha ocurrido a mí, gracias a Editorial Trifaldi que me lo ha enviado, además de publicarlo en España antes que en la Argentina, patria del autor, con una muy cuidada y precisa edición, además que con una bellísima portada de Ariel Olivetti, como es norma de la casa.

Pablo Di Marco es un hacedor de magias en la historia que relata en Las horas derramadas, logrando que unos jeroglíficos, que llamamos palabras, garabateados en un papel en blanco se vuelvan reales en la mente del lector que tiene la fortuna de disfrutarlos en su lectura.

Pablo Di Marco es un autor distinto que nos da una historia mórbida aunque cuajada del amor más grande que pueda existir jamás, violenta, implacable, enérgica, feroz, vehemente y arrebatada, con un gran trasfondo poético, sociológico, psicológico y filosófico, plena de intriga,  suspense y emoción que nos conduce a la conclusión de que hay que vivir sin temor ni desconfianza porque, si así se hiciera, desmoronaremos la vida de otros que el destino nos ha marcado para que se crucen en nuestra existencia, ya que nada es fruto del azar, para que nuestras vidas no se nos escapen vacías y nuestras horas no se derramen en la nada. Todos tenemos en algún lugar a esa persona que está destinada para nosotros, y nosotros para ella.

No vivas como un cobarde ni des la espalda a la vida y a la muerte. Míralas a ambas a los ojos. Todos y cada uno de los encuentros, los desencuentros, los atajos y los retrasos de nuestra realidad ocurren cuando tienen que suceder y no son fruto del azar, sino de un orden maravilloso y cruel que, probablemente, jamás llegaremos a comprender, ya que sólo debemos ser mejores día a día y no aguardar nada del destino.

Querido lector, te propongo que entres en una librería, aunque sea una librería perdida, y levanta la manta de una estantería. El sino puede entonces conducirte a Las horas derramadas. Aliméntate de sus páginas y crece unido a ellas. Atrévete, no seas cobarde ni desconfiado. Cumple tu parte en esta aventura que es la vida de la que únicamente podemos ver una ínfima parte de las piezas que constituyen este gran rompecabezas. ¿A qué estás esperando?

©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Saber moverse




Ricardo Piglia dice que “un cuento siempre cuenta dos historias”, hay una historia 1 que aparece en la superficie y una historia 2 que el autor construye en secreto. Parejas que se masturban en solitario al perder la chispa y la atracción sexual en la monotonía de la convivencia; una viuda que por dinero se mete a prostituta y chantajea a sus clientes; una mujer que cuando fallece prematuramente su marido en un accidente descubre que nunca ha estado verdaderamente enamorada de él pero le falta su compañía y su presencia y decide embarcarse en un crucero por los fiordos noruegos para rehacer su vida, pero el viaje le deprime y está siempre encerrada en su camarote; un escritor que se acerca a gente que está a punto de suicidarse lanzándose al vacío para que antes de hacerlo le cuenten su historia; una abuela que sabe el motivo por el cual su nieto, un niño aún, se ha suicidado; una madre que confiesa a su bebé de pocos meses mientras duerme quién es su padre; una mujer que nunca elige bien a los hombres de su vida; Un hombre y una mujer que se sienten totalmente atraídos el uno del otro con solo mirarse en un velatorio para que el pase las únicas navidades inolvidables de su vida; una periodista que odia a los escritores y a la que encargan hacer una entrevista a uno muy famoso; un hombre que consigue dejar de estar solo; una mujer que está convencida que la única buena suerte que puede tener es la de morirse; un viaje angustioso camino de la destrucción de la ya roto; y un hombre enamorado de una chica que no lo está de él y le hace sufrir sin que pueda escapar de ella nunca.


En los trece cuentos de Saber moverse, un título que está muy bien puesto aunque nunca se nos dice el cómo sino las consecuencias de no saber hacerlo, de Jorge David Alonso Curiel, se nos ofrece la soledad, la incapacidad para enfrentarse al mundo, trenes que pasan por nuestra vida y no cogemos, el amor como sufrimiento en vez de goce, sufrimiento, poca suerte en la vida, afectos, desesperanza de unos personajes quizás desarbolados por la realidad que les acorrala y son incapaces de saber o entender como poder afrontarla cuando aparecen las grietas en la vida o cuando siempre hemos vivido dentro de una de ellas.

Jorge David Alonso Curiel me recuerda en los relatos de Saber moverse a Carver o a Bukowski, pero sobre todo me recuerda a Quim Monzó, pues como Quim Monzó, Jorge David Alonso Curiel es un escritor que mezcla dos registros: uno que voy a llamar realista y lírico; y otro fantástico y puede que hasta grotesco.

Jorge David Alonso Curiel no desperdicia palabras sino que más bien nos las lanza como dardos o pedradas en un deseo de vivir y, sobre todo, deseo de poder ser feliz en el mundo que es incomprensible para los que aparecen en los relatos. Cuando las palabras necesarias han terminado y pueden aparecer las superfluas e innecesarias, el cuento ha llegado a su fin, dejándonos un regusto en el pensamiento al terminar su lectura de que su obra está dedicada a ti aunque la situación no se parezca en nada a las que tienes en tu vida. En los trece relatos rebosa el humor negro por todas partes y la pregunta que se hacen sus protagonistas de cómo hacen los demás para encontrar lo que quieren encontrar todos tienen su manera de moverse y cada uno tiene la suya, aunque ellos parece que no saben cómo hacerlo y piensan que casi todo el mundo que está cerca de ellos son mejores que ellos mismos, cuando nos asaetan con mensajes por todos lados  que ahí fuera está esperándonos nuestra felicidad, iluminada por la luz de las calles, luz que parece que no ilumina en ningún momento sus vidas.

Jorge David Alonso Curiel nos ofrece un crisol de comportamientos donde el deseo es el vínculo de unión entre los relatos, un inexplicable para los hombres funcionamiento del anhelo para las mujeres, y lo mismo para las mujeres el de los hombres. Y lo hace explicando cómo funciona y cómo se toman las riendas del comportamiento, sin mensajes machistas, ni feministas, ni subliminales, ni más ornamentos que los necesarios e imprescindibles. Y habla de sexo, porque el sexo es importante en Saber moverse, sin trompazos, con nula sensualidad, nula pretensión de divinizarlo. La gente folla, amor desde luego no parece que sea, en sus relatos como se lava los dientes o como desayuna tomando una taza de café, cuando toca o cuando puede. Y se desespera porque no les sale nada bien y se aferran a la vida como un clavo ardiendo en una prosa de total naturalidad, desenvoltura, desenfado, descaro, atrevimiento, insolencia, osadía, soltura y destreza, con una ironía que a veces roza en lo socarrón y un sentido del humor muy particular. Los personajes de Jorge David Alonso Curiel se muestran perplejos incluso hacia ellos mismos en situaciones rayanas con lo absurdo que nos acaban dibujando un fresco actual de las relaciones entre las personas en su vínculo sexual y emocional, sobre el que el autor no se cansa de satirizar con el recurso de esa última frase siempre brillante, siempre punzante, sin que nunca suene a moraleja o conclusión.

En Saber moverse no hay lugar para la esperanza ni para el romanticismo, pero si para el sarcasmo en frases que florecen en las páginas de los relatos como “no hay asunto más incomprensible que el amor” o “hay heridas que parecen no cerrarse jamás. Qué complicado es todo”. No son recetas para aprender a vivir y alcanzar esa felicidad tan esquiva que nos amenaza, pero una de sus mujeres parece dárnosla: “La felicidad es eso: no esperar nada y reírse de todo, porque al final uno se da cuenta de que no vale la pena preocuparse por nada, ya que todo es transitorio, y que lo único que merece la pena es disfrutar de los placeres que puedas tener a mano, desde los más costosos a los más pequeños, incluyendo el amor de los que amas y a los que amas”. Fácil, ¿verdad? Lo complicado es no esperar nada porque esperamos todo, reírnos de todo poco lloramos con demasiadas cosas, nos preocupamos hasta de lo que no nos ha ocurrido aún y es posible que no nos ocurra ni siquiera nunca, no disfrutamos de lo que tenemos y hemos alcanzado y del amor casi será mejor ni hablar.

¿Raymond Carver? ¿Charles Bukowski? ¿Quim Monzó? ¿Quizás Paul Auster? Por supuesto que sí. Pero por favor, no dejen en el olvido a Jorge David Alonso Curiel. Un gran escritor.

©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega

domingo, 6 de noviembre de 2016

Sombras de agua


Espero que estén al recibo de ésta vuestras mercedes bien:

Después de todo este tiempo de no haberme puesto en contacto por escrito con todos ustedes, yo el doctor don Fernando de Zúñiga y Ayala, vizconde del Castañar, creo que es menester y tengo el deseo de ponerme en relación con todos los que leísteis mi anterior misiva para poder contarles los hechos acaecidos desde la finalización de mi anterior aventura por tierras vascas y castellanas en el año del Señor de 1683 y las que acontecieron en las del siguiente de 1684 sobre mi humilde persona y sobre las de mi fiel asistente, Pelayo Urtiaga.

Pero antes de sumergirme en estos procelosos acontecimientos, os debo de comunicar que en finalizando mi anterior carta, hacía una humilde petición a mi muy querido biógrafo oficial, don Félix G. Modroño, ilustre y entusiasta escritor de pluma certera y eficaz que en el futuro siglo XXI tuvo a bien disponer que mi vida y mis cuitas fuesen conocidas por sus coetáneos. Recuerden vuestras mercedes que allí le pedía encarecidamente que tuviera a bien retomar mis andanzas, después de haber escrito dos magnificas novelas sobre otros apasionantes personajes ajenos a mi persona, para desentrañar y cerrar tantas incógnitas que había dejado abiertas en la vida de mis seres más queridos.

Os he de confesar que desconozco de que manera le habrá podido llegar a don Félix G. Modroño esa carta que yo ya suponía perdida, pero me consta que llegó a sus manos y la leyó con tanto cariño como por mi fue escrita, aunque no tengo la certeza de que haya sido el motivo para que retomara mi triste y sacrificada vida a raíz de su lectura o ya lo tuviese en mente y proyecto con anterioridad.

El caso es que el relato ha sido escrito y lo ha titulado con un bello nombre como es el de Sombras de agua y en donde narra el encargo que me hace la Reina Madre de nuestro señor el Rey don Carlos II, que Dios guarde muchos años pese a su muy precaria salud que no vaticina nada bueno.

El último trimestre del año de 1683, después de nuestra vuelta desde las planicies vallisoletanas de Trigueros y Corcos del Valle, tras poder resolver el misterio con mi innata intuición, que otros osan llamarla suerte, y que me ha elevado al trono del mas alto investigador de la época en España hasta traspasar las fronteras y llegar a toda Europa, sobre la muerte en extrañas circunstancias por envenenamiento del pendenciero, jugador de naipes, amante del buen vino y gran amigo mío, don Pedro Urtiaga, Pelayo y yo volvimos de regreso a mi querida Salamanca. Los días transcurrían plácidos. Mi hija Leonor había decidido volver a ingresar en el convento de Santa Clara donde le esperaba mi otra hija, Cristina, dejando a Pelayo en un estado melancólico que aliviaba leyendo los versos amorosos de Lope de Vega y las Novelas ejemplares de don Miguel de Cervantes. Fue hacia el final del año cuando recibí la notificación de doña Mariana de Austria para que acudiese al viejo Alcázar de Madrid, pues tenía un encargo de vital importancia que hacerme y que no permitía dilación.

Partimos prestos Pelayo y yo hacia la Corte a lomos de las yeguas árabes de capa negra, Azabache y Zafir, regalos que doña Mariana me había hecho, y el agua nieve nos recibió, tras tres jornadas en silencio en las que tan sólo hablábamos con nuestros respectivos fantasmas, al cruzar el río Manzanares por el puente de Segovia de la villa madrileña la última tarde del año.

Mientras esperaba la llegada de mi benefactora, de la que sigo presintiendo de que sus donaires hacia mi persona encierran sentimientos secretos, esperé en un despacho de la planta baja del Alcázar solazándome en el magnífico lienzo que don Diego de Velázquez pintó para retratar a la infanta Margarita y a sus meninas que decoraba majestuosamente una de sus paredes. Doña Mariana, tras agradable conversación me encomendó partir hacia la Serenísima República de Venecia para intentar convencer al Dogo a que entrase en la Liga Santa contra el turco porque nuestra triste España, otrora poderosa e imperial, se encontraba en bancarrota y me despidió diciéndome las hermosas palabras de que yo era una persona de bien y que no conocía a nadie con tal templanza como la mía, ni con mi sabiduría y que le inspiraba confianza a todo quien estuviese a mi alrededor, confesándome que entendiese que sólo podía encomendarse a Dios y a mi persona al pedirme esta delicada misión por su familia, por España y por toda la cristiandad.

Prestos partimos hacia Valencia en la que permanecimos el tiempo indispensable para terminar de avituallar el galeón que nos debía llevar hacia Venecia a cumplir el encargo diplomático encomendado. Allí celebramos la Epifanía y mientras tanto el arzobispo me pidió que ayudara a la resolución del robo de la reliquia del Santo Grial que se veneraba en la catedral de la ciudad levantina, y Pelayo se metió en un enredo sobre la venta de una esclava del que, como bien pude, tuve que sacarle.

Navegamos unas cuantas jornadas y tras la niebla de invierno que difuminaba su estampa, avistamos la enigmática ciudad nacida de las aguas y asentada sobre una laguna. Nos recibía Venecia, una ciudad tan inhóspita como subyugante, donde se respiraba una niebla tensa que impregnaba la noche cerrada, tan larga como fría, mientras el candil de una de las barcazas que navegan por sus canales intentaba abrirse paso entre la espesura como algo efímero, como un espejismo en medio del canal y que al amanecer, esa niebla comienza a acicalarse de gris claro. Una Venecia llena de espías e inmersa en los fastos de sus famosos carnavales en el que sus habitantes van vestidos con amplios ropajes y sus rostros, ocultos tras máscaras, no permiten poder distinguir si se trata de un hombre o de una mujer.

Notificada a las autoridades de la ciudad la petición de la reina madre de España que me había traído hasta allí, en espera a la decisión al respecto de estas sobre la conveniencia o no de aceptarla, me imploraron que investigara sobre una amenazante nota que han recibido en la que está escrito un misterioso mensaje anónimo que dice que Venecia se hundirá en sus aguas para desaparecer para siempre, comunicándome al mismo tiempo que me ayudará en lo que hay detrás de todo ello una dama, Elena Corner Piscopia, la primera mujer reconocida con un doctorado universitario, quien a su vez ha organizado en la ciudad una reunión a la que asisten los más sabios científicos de la época sobre el debate de si sigue vigente el pensamiento de Aristóteles.

Lo que aconteció durante el mes que estuve en Venecia se lo dejo a vuestras mercedes para que lo lean con visión propia en Sombras de agua de don Félix G. Modroño, pues él sabe narrar con su maestría habitual mucho mejor que yo tantos sucesos extraordinarios que me tocó vivir allí, llenos de robos de reliquias, muertes extrañas, asesinatos espeluznantes, calles por las que transito y las disquisiciones de los científicos que Elena Corner Piscopia me relataba en los innumerables paseos en góndola que hice con ella, en un relato donde se cruzan variopintos personajes como los músicos Stradivari y un Vivaldi niño cuyo padre, barbero de profesión, tiene el empeño de que alcance la gloria, y los filósofos como Newton, Halley o Leibniz entre otros muchos, hasta poder descubrir con mi famosa intuición todos los enigmas, además de otra de las virtudes que la edad me ha ido dando para dominar la crispación cuando esta me invade, guardando silencio que no hagan excederme en comentarios de los que después pueda llegar a arrepentirme y no perder nunca la compostura, pues no ofender a nadie redunda en mi propio beneficio, aunque también estoy convencido que cuanto más razono y cuanto más utilizo el sentido común o la prudencia, más se me cruzan pensamientos intempestivos.



Pero si es mi deseo detenerme en la persona de Elena Corner Piscopia , con la que disfruté de su conversación inteligente y me estremecí en sus silencios, con sus miradas ahogadas de curiosidad y sus sonrisas sutiles. Con Elena Corner Piscopia  he conseguido por fin pensar en otra mujer que no sea mi adorada esposa Pilar Maldonado cuyo fallecimiento, tan cruel e inesperado como prematuro, me sumió en mi carácter taciturno y en mis ropajes y golillas negras. Es tanta la admiración que he ido cogiendo por ella que cada vez que aparecía se me difuminaba todo cuanto la rodeaba, de manera que su figura parecía emerger magnética sobre un entorno borroso.

Escribo estas líneas en el verano de 1684 desde mi mansión de Salamanca, seis meses después de haber regresado de la ciudad de Venecia. Hace unas horas mi ama de llaves, Isabel, me ha traído para cenar un suculento plato de la deliciosa olla podrida que ella sólo sabe cocinar y una carta que ha traído un mensajero. He cenado de forma pausada, pensando y cavilando sobre todo lo acaecido durante mi estancia en la Serenísima República de Venecia, sobre Pelayo, mi fiel asistente zamorano al que quiero como a un hijo, que sé que algo me oculta en los acontecimientos allí sucedidos aunque crea que no me he percatado de ello y sobre el agradecimiento que le profeso a don Félix G. Modroño del que también sé que me profesa a mi y que siempre me tiene en sus pensamientos, aunque no esté escribiendo sobre mi persona. Si así no fuese, ¿cómo explicar esa sublime Pietá, Signore de Stradella que escuché a una niña interpretar como si se tratase de un ángel y él plasmarla en una de sus bellas novelas que transcurre en su querido Bilbao donde otra niña de coletas y hermosos ojos grises escuchará en la iglesia de San Nicolás y alzará sus preciosos ojos hacia el cielo porque cree que está cantando un ángel mientras un niño la observa maravillado desde un banco situado detrás de ella?



He terminado de cenar y me he acercado a la ventana. La he abierto para que la brisa de la noche refresque la estancia y he abierto el sobre que me trajo Isabel y las noticias son tan terribles y tristes que he roto a llorar y a gritar de forma desgarrada maldiciendo mi vida que parece haber sido señalada por la mala suerte. Pero es mi ilusión que descubran todo esto en la gran novela que es Sombras de agua que les aseguro que no les dejará indiferentes.

Me despido igual que ya lo hice en mi anterior epístola, rogándole a don Félix G. Modroño que continúe pensando en mí, y en cuanto pueda y tenga un hueco en sus múltiples asuntos y responsabilidades siga contando mi vida, mis aventuras y mi historia.

Queden vuestras mercedes con Dios y atiendan mi ruego de leer Sombras de agua y las dos novelas anteriores sobre mis cuitas. Y comentenlo con sus conocidos y, sobre todo, con don Félix G. Modroño, al que vuelvo a agradecer su tiempo y dedicación hacia mi humilde persona, porque a mí ya no pueden hacerlo al llevar varios siglos muerto y existir solo en la prodigiosa imaginación de tan magnífico autor y en la memoria de sus emocionados lectores.

     En Salamanca, un día de finales de agosto del año del Señor de 1684

Doctor Don Fernando de Zúñiga y Ayala, Vizconde del Castañar.



©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega

sábado, 3 de septiembre de 2016

Entre zarzas y asfalto




Leo emocionado por primera vez Entre zarzas y asfalto, el nuevo libro de poemas en prosa de Alejandro López Andrada, y al llegar al final, más emocionado aún que cuando lo empecé, no obstante, me queda una sensación extraña dentro de mi. ¿Por qué sus tres capítulos tienen el título de Invierno, Otoño y Verano, por este orden? ¿Dónde se esconde la Primavera? ¿Es que a Alejandro López Andrada como a Joaquín Sabina alguien le ha robado el mes de abril? Me siento en parte desconcertado. La belleza de la palabra del poeta sigue inalterable pero hay algo que se me escapa. El poemario parece que es una de esas cajas mágicas o un papiro largos años escondido al que hay que descubrir la clave que oculta que te ilumine el prodigio. Cierro el libro, contemplo su portada en blanco y rojo cuajada de esos pajarillos a los que tanto ama el autor y releo la contraportada con la sinopsis del libro y las opiniones de Julio Llamazares y de Antonio Colinas sobre él. Decido volver de nuevo a leer el libro, sé que lo haría sin duda para volver a impregnarme de su espectacular lirismo, y, al abrirlo, de repente me doy cuenta de sus subtítulo abrazado por paréntesis... (Diario inverso)... y decido empezarlo pero de la última página a la primera, al revés. Ahora todo me empieza a cuadrar. Después del verano llega el otoño al que le sucede el invierno... Y es entonces cuando surge el espectáculo en todo su esplendor donde un hombre, que nos confiesa que si no escribiese enloquecería porque en él la claridad se hace palabra y declara que saber que uno está solo es siempre un don, nos sumerge en su mundo hermosísimo en el que las palabras cobran vida al son de su pluma, cual varita mágica, en su íntima y particular voz puesta al servicio del arraigo que siente por su mundo rural del Valle de los Pedroches, en el que nació y vivió hasta hace dos años teniendo que irse a vivir a la capital cordobesa, aunque su alma sigue anclada en su terruño de Villanueva del Duque y en sus campos y paisajes de dehesas a los que regresa periódicamente porque sin ellos le falta el aire.

En Entre zarzas y asfalto, el poeta camina y camina en largos paseos y sus ojos observan todo lo que vive y respira a su alrededor: sombras, luces que suturan cielos oscurecidos, nubes, mendigos sentados en las aceras pidiendo amor metálico, perros que reflejan árboles deshojados, viejos postes de telégrafos que poblaban nuestros campos y ya han desaparecido, semáforos en el asfalto donde antes crecían zarzas que ya tampoco están pero que él las sigue viendo junto al río que lleva naranjas derramadas cuando pasa bajo el puente, cielos de puertas abiertas, ropa tendida al sol, gorriones que vienen a saludarle, hierba dolorida que la tarde torna añil, soledad que lava las colinas, escaramujos que hacia el oeste trazan garabatos, parques de donde brota un susurro de hojas que se anudan para vencer el frío, piscinas donde reman libélulas desordenadas por la luz incandescente hacia un naufragio lleno de rosas, médicos que hablan con la enfermedad solemne y amarilla de los árboles que yacen fuera junto a los edificios, álamos, chopos, encinas, alcaravanes, autillos, palomas torcaces, patria que es una mantis abandonada en los escombros del corazón, ... Se produce una catarsis entre el paisaje rural y el de la urbe, completándose el uno al otro, ambos.

Alejandro López Andrada sabe muy bien, yo creo que yo también, que la tierra, los lugares y las personas a las que se ama se llevan dentro del corazón y describe los paisajes rurales y urbanos, que observa bajo una perspectiva de magia poética de un mundo aprendido y enseñado cuando era niño en su pueblo. Y aquí viene lo que para mi es lo más bello, si cabe la expresión más bello, de este diario poético inverso: la pérdida, la obsesión por el paso del tiempo y el hondo arraigo que Alejandro López Andrada tiene con sus mayores y que le ha permitido observar desde su niñez que entre los más humildes y pobres abunda la generosidad y el altruismo, motivo que le hizo descubrir un modo de vida que le iluminó desde su infancia y que ha perdurado desde entonces en el tiempo. Esas ausencias, padre, madre, los abuelos, Paco, Bibiana, siguen viviendo dentro del autor. Lo autobiográfico y el recuerdo de lo que un día fue y ahora ya ha desaparecido es una constante en Entre zarzas y asfalto, donde la infancia vertebra todo el poemario, estructurándolo, con una visión melancólica y serena donde existe y se halla la satisfacción feliz de vivir cada día, y lo vuelca en este diario atípico en el que se encuentra dentro de un mundo urbano lleno de ruido cuando él siempre ha estado sumergido en el silencio de sus dehesas y caminos.

Las palabras de Entre zarzas y asfalto van dibujando un camino emotivo con grandes dosis de reflexión y parecen ejercer en Alejandro López Andrada la capacidad de reencontrarse, de forma mágica y sentimental, en el mundo vivido en su infancia, como si transitase por el camino de Swann en busca del mundo perdido, frente a la sociedad malsana  que ahora nos ha tocado vivir, en un intento, también mágico y sentimental reitero, de iluminar todo lo oscuro actual y, al mismo tiempo, recuperar ese mundo anterior ya definitivamente extraviado como si aún se encontrara escondido y latente entre sus dedos y caminara hacia el pasado de forma continua y nunca hacia el futuro.

Todo el poemario en prosa se manifiesta con un traje estético, como ocurre siempre en todas las obras del autor, y con una base ética y honesta, fundamental y necesaria, cimientos de toda su ya dilatada e ingente obra tanto poética como narrativa  que, de esta manera muy perceptible en su profunda poesía, persiste el deber de justicia y honradez y su lealtad inamovible a unos principios que siempre le enseñaron y que él nunca va a traicionar.

He terminado la segunda lectura de Entre zarzas y asfalto, esta vez en orden inverso, desde su final a su principio y la emoción ha aumentado dentro de mí aún más. Pero me sigue quedando una duda, ¡ay! ¿qué seríamos si no dudásemos?, que me intriga: ¿por qué falta la primavera? Sé, porque Alejandro López Andrada me lo ha confesado en varias ocasiones, que él dice no tener esperanza en el futuro tras este martirio de presente que vivimos y por ello viaja al pasado. Supongo, es por supuesto una mera opinión, que la primavera es vida y futuro y que siempre llega después del oscuro y frío invierno. Vuelve a explosionar la vida con fuerza. Aquí me asalta el recuerdo del día que Alejandro López Andrada y yo nos conocimos personalmente y ocurrió algo espontáneo que luego fue germen para un homenaje que escribí posteriormente a un hombre, uno de mis mayores, que había decidido pocos días después abandonarnos. Yo no tengo esa imagen tan pesimista, ni por supuesto tan lírica, ¡ya quisiera yo!, del futuro y en ese escrito cito a la primavera. Por si fuera poco, además, ahora que ya he gozado con la lectura de Entre zarzas y asfalto veo asombrado que es tanta la magia que destila la pluma de este mago de las palabras que descubro que seguramente cuando escribía mi texto estaba influenciado por ella.


"...Caen las hojas muertas en los campos. Bailan su postrera trova balanceadas por el viento. Caen y se abrazan al suelo y a la tierra para permanecer unidos el largo invierno. Caen las hojas muertas en la ciudad esperando que las recoja un rastrillo, como también se recogen los recuerdos y las penas. La vida separa con la muerte, como una copia exacta de esas hojas muertas que cuajan las calles, a los que se aman. Lo hace muy lentamente, sin estruendo. Pero mi amor enmudecido y leal, imperecederamente sonríe y agradece el vigor de la vida. ¿Cómo pretendes que te olvide? Me resistiré a tener recuerdos tristes.

Un impreciso fulgor se reanimará en el aladar de la memoria. Pueden germinar en un minuto, como si se tratara de un prodigio asombrado que esperaba su momento, el verbo preciso, las palabras olvidadas que no supieron vencer, en estos años transcurridos, a la vida.
Caen las hojas. El hielo y los témpanos cercanos concebirán el esplendor de una nueva primavera. Caen las hojas muertas en otoño y nuevas hojas florecerán, fornidas y poderosas. Contemplarán una flamante y lozana vida por exhibir en un descubrimiento milagroso. Se colmarán de gorjeos y cantos, de sonidos al mecerlas la brisa y zumbidos de insectos, de pájaros en sus nidos que cantarán al amanecer, aún con el rocío húmedo y helado, y con la remembranza en el núcleo de su seno. El páramo y el bosque se convertirán en cadencia y musicalidad natural y limpia. Las hojas muertas renacerán. Así ha ocurrido siempre y así sucederá en la perpetuidad del tiempo y de las estaciones.
Hoy camino por las calles frías y desiertas mientras escucho el crujido de las hojas muertas protestando bajo mis pies. Mis recuerdos avanzan hacia ti en este momento en que te despides de nosotros mientras el corazón se me ahoga en la pena y tú te hundes en el silencio".


Alejandro López Andrada es así: sencillo, honesto, leal, esencial y mágico. Hay que agradecer y mucho a esos mayores suyos que le enseñaron cuál es la verdadera vida, la única importante por vivir, la suya, la de su campo y naturaleza que él, seguramente sólo él, es capaz de trasladar a la ciudad.
Gracias, muchas gracias, amigo.

©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega

lunes, 29 de agosto de 2016

La lluvia en la Mazmorra



Un sanatorio infantil secreto, el sobre en la pitillera que no pudo entregar al Rey, cruceiros para enterrar niños sin bautizar, cementerios ambulantes, timbas para juegos suicidas, una actriz millonaria en bancarrota, un antiguo novio morfinómano, un amante joven al que nadie conoce, un hijo secuestrado después de muerto, la panda de asesinos y matones de Unión Patriótica que campan por la ciudad a sus anchas y un Somatén provocador que causa desolación, un fantasma que donó su cuerpo y el de sus amigotes a la ciencia, un teatro de autómatas calígrafos que escriben mensajes amenazantes, asesinatos, una dramaturga vanguardista en ciernes de efervescente imaginación y liante, un dramaturgo de afilado colmillo que ya empieza a tener gran renombre, un sereno desengañado, turbio y taciturno de vida pasada problemática, una maestra de niños especiales, un joven juguetero, un mayordomo descarado y rompecorazones, niños pilluelos explotados laboralmente que contraen enfermedades muy graves, un ciego y su acompañante que dialogan, un Madrid de principios de los años treinta del siglo pasado, vital, auténtico y palpable descrito con todo detalle que se convierte en un personaje más de la novela, unos cafés literarios y otros locales menos recomendables y mucho más salvajes, un homenaje absoluto al mundo teatral, el final de una época oscura y trepidante en convulsiones políticas y sociales que darán paso a su derrumbamiento para adentrarse en otra esperanzadora para una nación pero que en pocos años volverá a ver cercenada su libertad, unos burdeles y prostíbulos de baja estofa, un proxeneta obseso, emboscadas, engaños aristócratas redivivos, sainete y conspiraciones dentro de los ministerios, dos policías que a la menor ocasión se ponen a recitar La venganza de Don Mendo, espiritistas, doncellas y damiselas, amores románticos y otros no tanto, conspiraciones, bohemios, burgueses y nobles, camerinos, granadas utilizadas como salvoconductos, apuestas clandestinas, cartas que no aparecen, ... ¿Quién asesinó a la gran actriz Ana Ermitaño en vísperas del fin del general Miguel Primo de Rivera? ¿Dónde escondió la carta que iba dentro de la petaca que debía entregar a Alfonso XIII durante el estreno en el Teatro Español de Madrid de La zapatera prodigiosa de Federico García Lorca? ¿Dónde se encuentra el padre de Marcela que ha desaparecido? ¿Qué ocurre en un palacio del Paseo de La Castellana donde su propietario el conde de Alivenza, ayuda de campo del mismísimo Rey de España, ha fallecido de calenturas tercianas a los treinta y nueve años de edad, y resucita al día siguiente encerrándose en la bodega del caserón y llenándose su casa, La Mazmorra, de curiosos que no abandonarán sus salones sin saber qué y cómo ha ocurrido tan prodigioso suceso?

Todo esto y mucho más aparece en la delirante, magnífica, excelente, espléndida, genial, formidable, extraordinaria, estupenda, maravillosa, brillante, incomparable y magistral novela de Juan Ramón Biedma, La lluvia en la Mazmorra.

Juan Ramón Biedma maneja con total acierto y maestría la oscuridad, el fatalismo, la ironía, el humor absurdo que raya en lo disparatado en un collage de facciones serias y fúnebres, sonrisas cómplices, gestos fruncidos y carcajadas hilarantes en una obra que mezcla lo negro, lo histórico, lo costumbrista y lo fantástico en un homenaje supremo a Enrique Jardiel Poncela, y otros personajes históricos como el cineasta Benito Perojo o la gran actriz de teatro Margarita Xirgu, para hacerle salir del olvido y el silencio con un humor cáustico, irónico, inteligente, sin recurrir nunca al chiste fácil, con diálogos ingeniosos y agudos, rozando el absurdo y lo cómico, dentro de una ambientación extraordinaria que esconde una especie de aureola de magia. Un Jardiel Poncela que encarnó de forma perfecta al escritor vanguardista que utiliza el humor, a veces negro, como arma arrojadiza contra los estereotipos, las fórmulas estándares, las ideas preconcebidas o dadas por eternas o inmutables de la época que le tocó vivir gracias a su imaginación rebelde o anárquica, y creador del jardielismo, término que pretende sintetizar y reunir tanto la filosofía de vida como la función catártica que el dramaturgo y novelista madrileño atribuyó a la literatura que fue escribiendo y produciendo a la luz del magisterio de Ramón Gómez de la Serna con un tono agresivo y mordaz en relación tanto con la tradición humorística castellana como con el espíritu rebelde de las vanguardias novecentistas con una voluntad de renovación del humorismo y la inverosimilitud como núcleo de la estética humorística y de la dimensión metaliteraria.

Juan Ramón Biedma recoge ese estilo jardielista y otros paratextos como imágenes, dibujos, recortes de periódico, publicidad, etc. para escribir una auténtica joya de la literatura contemporánea española. La lluvia en la Mazmorra libera tristezas, limpia y aclara mediocridades literarias y refuerza la esperanza de la excelente prosa castellana actual. La lectura de La lluvia en la Mazmorra se convierte en algo absolutamente imprescindible. Gracias, Juan Ramón Biedma, por haber escrito esta obra de arte.

©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega