Esta
noche he tenido un sueño muy extraño. Me habían nacido dos alas
blancas en la espalda y volaba sobre las cúpulas de las mezquitas de
Bagdad. O, quizás, no sea un sueño tan extraño, después de un año
escuchando el lema de “No
a la guerra”
en las bocas de la gente que se manifestaba por las calles desde la
Cumbre de las Azores, cuando Bush, Blair, Durao Barroso y Aznar
dieron un ultimátum de veinticuatro horas al régimen de Saddam
Hussein para que destruyera unas supuestas armas de destrucción
masiva que decían que tenían en su poder, aunque nunca han
aparecido, bajo la amenaza de declararle la guerra que comenzó
cuatro días después.
Parecía
que los días de este marzo de 2004 eran eternos y que no iba a
llegar nunca este jueves 11, pero ya está aquí. Es un día muy
especial en mi vida porque va a ser el último que voy a tener que ir
a trabajar ya que me jubilo, y aquí estoy, como todas las mañanas
desde hace un porrón de años, a las 7 y 24 minutos de la mañana,
esperando en el concurrido andén de la estación de Coslada el tren
que dentro de un minuto, puntual y fiel como siempre a la cita,
llegará para llevarme hasta la estación de Atocha camino del
trabajo del que hoy me despido.
Ahí
llega el tren, mamá,
–oigo a mi lado la voz de un niño que se aferra a la mano de una
chica joven vestida con una bata azul, bajo un abrigo pardo bastante
ajado por el uso y el tiempo, que lleva bordado el nombre de una
empresa de limpieza en el bolsillo superior- en
Atocha ¿me comprarás un bollo para comerlo luego en el recreo?
Y es
que este tren, rebosante de pasajeros en las primeras horas de la
mañana, nos lleva a muchos desde los barrios obreros del corredor
del Henares en el extrarradio de Madrid hasta donde nos ganamos el
pan de nuestras familias con el sudor de nuestra frente como parece
que fuimos condenados los que poca cosa tenemos.
El
tren ya viene casi lleno, pero he tenido la suerte de encontrar un
asiento justo al lado de la puerta por donde he accedido a su
interior. Abro el periódico que he comprado en el quiosco de Matías.
Parecen que son siempre las mismas noticias en los últimos meses: la
guerra de Irak, el hundimiento del petrolero Prestige frente a la
costa de Galicia, las elecciones generales del domingo… Me voy a la
sección de deportes para ver a qué hora jugará mi Atleti el
domingo contra la Real Sociedad en San Sebastián, aunque me parece
que este año tampoco nos toca ganar la Liga, y más después de
haber empatado a uno el otro día en el Manzanares, gracias a una
nueva pifia del Mono Burgos, contra el Murcia que es el farolillo
rojo. Pero qué más da si hoy por fin me jubilo y a partir de mañana
empezaré una nueva vida.
Nací
muy pocos días antes de que las radios se llenaran con la voz
engolada y triunfal de ese locutor que clamaba eso de: “En
el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado
las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha
terminado”.
Sí, la guerra había terminado, pero para nosotros no empezaba la
paz, sino que íbamos a sufrir amargamente la victoria.
A mi
padre, trabajador en una imprenta en la que entró como aprendiz nada
más proclamarse la República y en donde se imprimió la cartelería
propagandística del Madrid sitiado, se lo llevaron de casa, según
tantas veces me contó mi pobre madre, una noche del mes de mayo de
1939 por cinco individuos de camisa azul acusado de rojo y ugetista,
como si eso fuese un crimen, y a la mañana siguiente apareció con
un tiro en la nuca, despatarrado junto a las tapias de la Almudena.
Tenía tan sólo veinticuatro años y su pecado había sido ser
sindicalista y socialista de los de Largo Caballero.
Con
catorce años, entré a trabajar en un bar de Carabanchel como
camarero hasta que un cliente asiduo me dijo en el verano de 1963 que
iba a poner un taller de forja y cerrajería en el barrio de Usera y
que me ofrecía trabajo. Como el sueldo, aunque pequeño, era mejor
que el que me daban en el bar, no lo dudé ni un minuto y empecé al
mes siguiente en mi nuevo puesto de trabajo como forjador.
En
la calle de Amparo Usera, muy cerca del taller, está el Mercado
municipal del barrio, y una tarde, en que mi madre me encargó que
comprara un poco de fruta para la cena de la noche, conocí a Toñi
que era dependienta de una de las fruterías que allí se ubicaban,
seguramente más caras que otras, pero su sonrisa, su pelo moreno
recogido con gracia en una cola de caballo y sus profundos ojos
marrones me abocaron a comprar en esa bancada de la que ya no era la
tarde, al terminar el trabajo, que no visitara. Dos años después,
en el mes de mayo de 1967, Toñi y yo nos casamos y ya nunca hemos
dejado de estar juntos, siempre muy felices, y nadie podrá
separarnos hasta que uno de los dos muera. Con el trabajo de ambos
pudimos ahorrar algún dinerillo que dimos de entrada para comprar un
piso pequeño en Coslada y nos fuimos a vivir en él después de las
navidades de 1972. Desde hace dos años ya es completamente nuestro
pues terminamos de pagar la hipoteca al banco.
Mi
jefe, en el otoño de 1989 sufrió un infarto y cerró el taller,
pero tuve la gran suerte de que me cogieran con cincuenta años ya
cumplidos en el hotel Nacional del Paseo del Prado con la plaza de
Atocha, hacia donde, como todos los días, me dirijo en este tren
atestado de trabajadores como yo y de estudiantes, pasando a engrosar
la plantilla de su equipo de mantenimiento.
Hoy,
ya lo he dicho antes, es un día muy especial. Ya mañana no tendré
que hacer este viaje después de tantos años. Esta tarde me
despediré de mis jefes y de todos mis compañeros y llegaré al
anochecer a mi casa como un hombre jubilado después de cincuenta y
un años sin parar de trabajar. El sábado invitaremos a comer en
casa a mis dos hijos, mi nuera y mis tres nietos, dos niñas y un
niño a los que adoro, para celebrarlo. El domingo por la mañana
iremos a votar con la esperanza de que gane este joven llamado José
Luis Rodríguez Zapatero, y por la tarde me bajaré al bar de la
esquina a ver qué hace el Atleti contra los donostiarras. Y el
lunes, la gran sorpresa para mi Toñi, porque he reservado quince
días en Benidorm para disfrutar por fin unas vacaciones en la playa
que nunca hemos tenido.
El
tren se ha detenido. El reloj marca las 7,38. Estación de El Pozo.
Entra más gente al tren de dos pisos y se van colocando como pueden
porque no cabe ni una aguja ya. Desde que entré hace trece minutos,
al lado de donde estoy sentado, pegada a la pared me he percatado de
que hay una mochila negra que alguien se ha debido dejar olvidada y
que parece como que nadie le hace caso porque no se han fijado en
ella. La voy a recoger y en Atocha la entregaré a algún revisor
para que la lleve a objetos perdidos por si alguien la reclama.
Suena
el pitido. Se cierran las puertas. El tren comienza de nuevo a andar.
Hoy es mi último día de trabajo. Hoy me jubilo. En nada comienza
para mí una nueva vida.
©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega
©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega