sábado, 6 de junio de 2020

Vivitur agimus tibi


Mientras las primeras luces del amanecer se desentumecen, aún casi sin ninguna pujanza, para manifestar el resplandor de unas tonalidades más animadas, las gradaciones de coloraciones grises intensifican el escaso ánimo con el que se ha levantado de su cama, como siempre antes del alba, la anciana. El frío gélido de la mañana de abril acrecienta el mal carácter que siempre tiene al despertar y más con este frío invernal que devasta todos los sentidos en la Villa de Concepción de Aimogasta, en la comarca de La Rioja, en el Departamento de Arauco, en el noroeste de la Argentina y que hoy tiene todas las trazas de que va a ser igual a las demás desde que empezó el invierno, con otra mañana soleada tan etérea como álgida. Pero la venerable mujer siempre lo recuerda así desde que nació hace ochenta años, allá por el año del Señor de 1590, cuando en la metrópoli reinaba el rey Felipe II, ese que en sus dominios nunca se ponía el sol, y hoy que celebra su cumpleaños en 1670, cuando en la Corte reina la madre del bisnieto de quien lo hacía cuando ella despertó a la vida y que todos le llaman el Hechizado por su mala salud, no iba a suceder otra cosa. Le pusieron el nombre por aquel entonces de Expectación y era hija de Felipe Fuentes Santiago, que había llegado con su padre desde la ciudad de Granada en España en 1560 para alistarse en Venezuela en las huestes de Hernando Cerrada Martín, el cual en el año de 1561, el 26 de octubre más concretamente, fue el encargado de detener las atrocidades de Lope de Aguirre, el conquistador que había navegado por el río Amazonas tras el mito de El Dorado, al que ordenó matarlo y cortarle la cabeza que fue introducida en una jaula y expuesta como escarmiento en la población de El Tocuyo, mientras su cuerpo era descuartizado y sus restos echados a los perros para que los canes se los comieran. Felipe entró a la muerte de su padre al servicio de don Hernando hasta que en 1580 partió en busca de una nueva vida a la región de La Rioja, donde conoció a una bellísima joven de tan sólo diecisiete años llamada Gertrudis de Ávila Villarroel, a la sazón hija de don Baltasar de Ávila Barrionuevo Bazán, que fue un explorador que perteneció al grupo de Juan Ramírez de Velasco, fundador de la ciudad de La Rioja, gobernador de Tucumán y pacificador de los indígenas diaguitas y calchaquíes.

Tras tan sólo unos meses de noviazgo, los dos jóvenes se casaron y al año tuvieron a su hija Expectación con la que viajaron en la expedición de fundación de La Rioja con un contingente de colonos de las ciudades de Santiago del Estero, San Miguel de Tucumán, Córdoba y Potosí que partieron de la primera de ellas al mando del su gobernador Ramírez de Velasco con rumbo al oeste a fines de marzo de 1591, en dirección al valle de los diaguitas en Catamarca, llegando, en su posterior avance hacia el sur, a un lugar al que los indígenas llamaban Yacampis y donde fundaron la nueva ciudad, pues había agua, pasto y leña, con el nombre de Ciudad de Todos los Santos de la Nueva Rioja y donde quedaron como colonos cincuenta y un españoles y un cura al mando de don Blas de Ponce, entre los que se encontraban Felipe, Gertrudis y su pequeña Expectación.
La familia se trasladó dos años después a la localidad de Aimogasta en las últimas estribaciones de la sierra y a casi veintiuna leguas de la capital, la cual fue fundada sólo cuatro día después de que se fundara la ciudad de La Rioja, y en donde les fue concedida una finca en las afueras del poblado cuyas tierras estaban plantadas con unos cientos olivos cuya simiente y esquejes fueron traídos desde Santiago del Estero y Lima, donde, a partir de 1542 y durante el Virreinato del Perú, habían crecido gracias a que en las naves de los primeros conquistadores procedentes de España se traían colecciones de semillas, sarmientos y estacas, entre las que se encontraban ramitas de olivo europeo y distintas variedades de aceitunas.
Unos minutos después y para sorpresa de la anciana, los primeros rayos de un sol indeciso anuncian una mañana estable y suave que, poco a poco, se va convirtiendo en un crisol de tonos azules que auguran que, a medida que avance el día, se podrá ver el sol que en tantos días se ha mostrado esquivo para poder calentar su tundido y agotado cuerpo, fruto de que durante toda su vida se ha dedicado al cultivo del olivo, a la recolección de la aceituna y a la producción del aceite, siendo, ésta sí, una jornada diferente, algo para mantener en el recuerdo, aunque Expectación, a estas horas tan tempranas de la mañana, aún no puede llegar a imaginarse el acontecimiento que en unas horas se va a producir y que convertirá el día en uno completamente diferente a todos los muchos que ya lleva vividos.
No muy lejos de allí, en el fuerte de la ciudad de Anillaco, hace unos meses también amanecía un nuevo día que vislumbraba una permanente inquietud por los acontecimientos que se avecinaban. El árido paisaje que rodea la fortificación, de un ceniciento y ocre color desvaído, se cubría de un gélido rocío que, fuera de toda duda, proviene del oeste donde se hallan las andinas Sierras Pampeanas y de la más cercana Sierra de Velasco, resulta tan espeso que embolsa en vaho de neblina los aledaños extramuros, anquilosa los cuerpos, disemina el desasosiego y atraviesa los huesos de los soldados que permanecen alerta durante la guardia nocturna que en poco terminará para que puedan marchar al merecido descanso cuando, un día más, el sonido del tambor les llame a reunirse y a formar en el patio de armas y así de nuevo se rompa el mortificante silencio de otra noche aún más desoladora que la predecesora en esta tierra extraña tan diferente a la de Andalucía y Extremadura que los vio nacer.
Por el camino que lleva a la entrada del castillo, un exiguo destacamento formado por tan sólo cinco soldados a caballo avanzó en medio de una densa bruma que entorpecía la más mínima visión. El pelotón llegó a las puertas del fuerte cerradas a cal y canto y el jinete que lo comanda lanzó un grito a lo alto de las empalizadas para que la guardia les franquee el paso en nombre del conde de Lemos, marqués de Sarria, conde de Andrade y Villalba, duque de Taurisano y decimonoveno virrey del Perú y máximo representante en estas tierras de su majestad la reina regente doña Mariana de Austria, don Pedro Antonio Fernández de Castro, del que portan una orden por escrito para el gobernador de la región de La Rioja de muy urgente y perentoria entrega por la importancia de lo exigido por la Corte desde Madrid.
Pedro Antonio Fernández de Castro se encontraba en su despacho del palacio de Lima leyendo la carta que le ha sido enviada desde España y que viene con las firmas de la regente, la reina doña Mariana de Austria, que había sido nombrada como gobernadora de todos los Reinos, estados y señoríos, y tutora del príncipe heredero, Carlos II de Austria, por su difunto esposo el rey Felipe IV, y de su valido y confesor, el padre jesuita Juan Everardo Nithard, que le había acompañado en el año de 1649 a Madrid desde la corte de Viena para desposarse con el rey de España y le aconsejaba no sólo en su vertiente espiritual y religiosa, sino también en la controvertida vertiente política que se había convertido en una verdadera vorágine de acontecimientos al fallecer su esposo y el príncipe de Asturias, del que era a la vez madre y prima pues su madre era hermana de Felipe IV, el Grande o el Rey Planeta, ser todavía menor de edad ya que en el momento del fallecimiento de su padre contaba con tan sólo cuatro años de edad.
Fue precisamente Nithard el que le nombró virrey del Perú en el año de 1667, llegando al puerto de El Callao el día 9 de noviembre para tomar posesión de su cargo veintidós días después, seguramente por ser un católico muy devoto y muy cercano a los jesuitas.
La misiva que acaba de leer el conde de Lemos no deja lugar a ninguna duda. En la Cédula Real de 1531, sancionada por el gran emperador Carlos, éste ordenaba sin ningún tipo de dudas que todos los marinos que fuesen a las Indias debían llevar cada uno de ellos en su navío la cuantía que a su entender les pareciese suficiente de plantas de viñas y de olivos, de tal manera que ninguno podría partir del puerto de origen sin que en las bodegas del barco no hubiese alguna cantidad.
Así había ocurrido desde entonces y los primeros olivos empezaron a cultivarse en Lima a partir del año de 1542 por el español don Antonio de Ribera, que fue el responsable de haber plantado los primeros árboles de la aceituna traídos desde Sevilla, los cuales fueron los precursores de los que plantó después en 1637 el fraile peruano dominico Martín de Porres, que llegó a ser santificado convirtiéndose en el primer mulato de América que alcanzaba los altares, siendo el origen del bosque de olivos, que con el tiempo será el más antiguo que se conozca, ubicado en el barrio limeño de San Isidro. Es Francisco de Aguirre, “El Viejo”, el que realiza las primeras plantaciones en la tierra argentina procedentes de esquejes traídos desde el Perú veinte años después, en 1562, lo que va a ser causa de un asombroso fenómeno, ya que debido al resultado de múltiples cruzamientos se acabaría estableciendo una variedad de oliva autóctona denominada “Arauco” en la ciudad de Aimogasta que era única y distinta a todas las aceitunas conocidas hasta entonces. Para mantener la variedad o el linaje de un olivo que brinde excelentes frutos, es preciso reproducirla mediante esquejes que se obtienen de la planta viva y que se transforman en clones idénticos del árbol de donde se obtuvieron estos. En cambio, la reproducción por semillas de aceituna siempre dará una variedad nueva que no es en su totalidad idéntica al de su olivo padre. Eso es lo que había ocurrido con la variedad de la oliva Arauco de Aimogasta que nació de una germinación por lo que se convirtió en una especie única que contaba asombrosamente con seis partes de carne y sólo una de hueso, llegando a convertirse en la clase de aceituna más grande y más pulposa de todo el mundo.
En España, leyó el virrey del Perú, se teme que la prosperidad de estos olivos de las colonias puedan superar su propia producción y desbancarla del primer puesto en el mundo como productora de aceite de oliva por el gran desarrollo olivícola que se está alcanzando en las colonias de ultramar, en gran parte debido a que la olivocultura en la península ibérica era la más desarrollada en este tiempo.
Los olivos se adaptaron muy bien al suelo y muy pronto los jesuitas y los colonos comenzaron a producir aceitunas y aceites de una excelente calidad, lo que alarmó a la metrópoli la cual ordena que sea don Pedro Antonio Fernández de Castro, como virrey del Perú que es, el responsable de la eliminación de raíz de todos los ejemplares plantados con una tala o desenterramiento indiscriminados en todas las plantaciones olivareras que existen desde el Alto Perú hasta el Río de La Plata hasta conseguir que en toda la zona no quede ningún olivo en pie.
Si observamos con cierto detenimiento a la anciana campesina, nos percataremos que camina encorvada, quizás por haberse pasado la vida a la intemperie cuidando los olivos cuando el cuerpo se lo permitía y podía hacerlo o por pasar muchas horas, en los primeros años por la noche y ahora durante el día, frente a los libros de contabilidad y pedidos de las ciudades y aldeas de la zona que le compran el aceite de oliva; de piel curtida y endurecida por las inclemencias del tiempo de veranos muy calurosos e inviernos extremadamente fríos, la tristeza melancólica de sus facciones ofrece a quien la mira un aire de desvalida endeblez que sólo es visible en personas de elevada delgadez como lo es ella, casi parece que se va a tronchar, sin duda por la frugalidad de las comidas desde hace unos años, una paradójica proyección en su cara de una perentoria ternura muy alejada de la vida que ha tenido que pasar o de lo que nos sugiere la primera vez que la vemos. Expectación ha estado toda su vida en la finca que heredó de sus padres al fallecer estos y ha visto como el árido terreno del Valle Feliz, dentro del Departamento de Arauco, de voz indígena que significa “Agua de la Grega”, lleno su suelo de pedregales ante el que tanto ha tenido que luchar para vencer al desierto, se ha convertido con el tiempo en una enorme extensión cubierta de olivares, aparte de la construcción de los primeros molinos aceiteros, pese a la extrema sequedad del clima.
Para ella, de tantos miles de olivos que no llegan a abarcar sus ya cansados ojos, uno es al que guarda un especial cariño, pues fue el que plantó su padre cuando se convirtió en abuelo con el primer hijo, de los siete que ha parido, hace cincuenta y dos años y al que ella ha cuidado con todo su amor y dedicación en la trasera de la casa y alejado de sus hermanos de hermosas copas verdes de hoja perenne que se pierden en el horizonte.
Es precisamente ese hijo primogénito a quien ve como se acerca galopando por los campos, dejando tras él una nube de polvo fruto del furioso empuje de los cascos de la yegua color canela que cabalga. Cuando llega a su altura, tira fuerte de las bridas y desmonta de un salto frente a su anciana madre. Le comunica que viene desde las Termas de Santa Teresita, hacia donde partió ayer para vigilar cómo iba la brotadura de las yemas de unos olivos que la familia cultiva por allá, y que por la mañana, nada más amanecer, le han dado una noticia que lo tiene en un gran estado de inquietud, pues el capataz le ha informado que a Lima, al palacio del virrey del Perú, don Pedro Antonio Fernández de Castro, ha llegado un correo con una orden de la Corte de Madrid que precisa con toda claridad que es menester talar de raíz o arrancar todos los olivos que existan en todas las plantaciones olivareras que se encuentren desde el Alto Perú hasta el Río de la Plata, debido a que la reina regente española teme que la producción olivícola en tierras americanas supere a la de su país en cantidad y calidad. La orden llegó hacía unos meses y de inmediato se empezó a cumplir con el resultado de que no queda ni un solo olivo al norte de San Salvador de Jujuy, estando previsto que los taladores, unos quinientos cincuenta hombres, que son escoltados por unos cuarenta soldados armados, se presenten ya en Aimogasta en el atardecer del día de mañana.
Expectación mira con fijeza los ojos de su hijo con expresión seria sin que de su boca salga ni una sola palabra. Pasado un eterno minuto se da la vuelta y se dirige con su paso cansado a la parte trasera de la vivienda donde se encuentra plantado su querido olivo. Con sus arrugadas y encallecidas manos de tantos años de trabajo a la intemperie acaricia la madera del retorcido tronco, jurando que a éste no se lo van a llevar por delante y que será la única planta que quedará viva, porque a partir de mañana tiene reservada una misión esencial para el futuro de todas las tierras que van desde el Alto Perú hasta los confines del Río de la Plata.
La anciana entra en una especie de corral y sale de él llevando en sus manos un manto con el que cubre el olivo, para que pase desapercibido a la vista de los hombres que vendrán mañana para acabar con todo lo que ha sido su vida.
Terminada la tarea, Expectación está en el umbral de su casa pintada de azul y mira desde su porche el inmenso mar de olivos que durante su larga vida le han acompañado día a día. Tiene la esperanza de que este pequeño olivo no sea descubierto y que de él salgan los esquejes necesarios para replantar todas las provincias de la zona, inclusive los países de Chile y Perú y que, más de cuatrocientos años después su olivo sea un símbolo de tantos y tantos años de lucha que ahora se la quieren borrar a golpe de hacha, siga vivo, con buena salud, siga dando frutos y todo aquel que pase junto a él se sienta orgulloso de su majestuosa presencia. El cielo se ha llenado de oscuras y amenazadoras nubes entre las que sólo subsiste una franja de color rosa anaranjado por encima de las montañas. En su cara tallada por profundas sombras su mirada brilla reflejando la suave luz de un crepúsculo de otoño.