viernes, 15 de enero de 2016

Los ciervos llegan sin avisar



Vas conduciendo por una carretera solitaria y como Carmen, la protagonista  de Los ciervos llegan sin avisar, te encuentras con una señal de peligro que te advierte que puede cruzar la calzada un venado. Pero Carmen, que nunca se ha encontrado con uno en esos tramos señalizados con ese triángulo de bordes rojos con un cérvido saltarín en el centro blanco, que siempre me fascinó de niño y que como ella nunca tuve el asombro de poder contemplar, sabe que en cualquier momento, cuando menos se lo espere, pueden aparecer en medio de la carretera porque siempre Los ciervos llegan sin avisar.

Esta reflexión personal le sirve a Berna Gónzalez Harbour para escribir su tercera novela donde, a través de una trama introspectiva narrada en su gran mayor parte en primera persona, nos habla de la culpa, la responsabilidad, el pasado que nos ata como un ancla y una esperanza que como una llave nos abre el futuro para poder seguir viviendo. España está sumida en una terrible crisis económica, de la que no hemos aún salido por mucho que algún preboste se empeñe en ello y lo lance a los cuatro vientos, y Carmen, una economista que se ha quedado hace unos meses en paro, su matrimonio ha naufragado de manera muy triste y con mucho dolor y tiene a su hijo con su padre durante siete días marcados con un caramelo diario decide volver a Cantabria para investigar un suceso que le ocurrió en la recta interminable de una carretera hace veintidós años cuando se encontró con un camionero moribundo tendido en medio de su camino, pues ante este presente descorazonador que le ahoga quiere resolver un enigma enterrado en el pasado y del que no está segura si fue testigo de un accidente mortal o si realmente no se trataba de un hecho fortuito que la Guardia Civil no supo o no quiso resolver al cerrar con inusitada rapidez el caso.

Carmen es una mujer singular que investiga no por dinero sino gastándose el poco dinero que aún le queda para saber que fue de aquel niño que aparece en una fotografía en brazos de una mujer a la que sólo se le ven sus manos con cuidadas uñas pintadas que estaba dentro de un paquete de tabaco tirado sobre el asfalto y que recogió en el lugar del suceso y que ha conservado durante todos estos años.

Estas situaciones son lo más grande que encierra la novela negra, ese poder que te atrae porque describe a perdedores que han dejado en la cuneta todo lo que tenían cuando creían vivir en un mundo confortable en el que todo era posible de alcanzar pero que unos desalmados, por mucho que se disfracen de bancos con falsos y mentirosos ideales y que al final terminan en la quiebra, pinchan la burbuja en la que vives engañando a todos que, de repente, ven como la totalidad de una vida, sueldo, amistades, relaciones sociales, medios de transporte, casa o trabajo, se escurre entre los dedos de tus manos como si se tratase de agua y desaparece como por arte de magia.

Los ciervos llegan sin avisar es una novela negra muy peculiar, porque en principio no aparecen crímenes truculentos, o quizás si que los haya, tanto que pudiera catalogarse más bien como una novela gris, pero por favor, querido lector que te encuentras leyendo estas líneas, no me mal interpretes y confundas ese gris como algo vulgar, corriente, mediocre, aburrido, apagado, monótono, indiferente o anodino, porque si tu color preferido es el rojo o el azul, Los ciervos llegan sin avisar es del rojo más ardiente, crepitante, vehemente, enérgico, entusiasta y vigoroso, y del azul más esperanzador e ilusionante, lleno de la crítica social de las mejores obras del género negro que en la pluma de Berna González Harbour cobra especial fuerza con ese lenguaje potente y directo que describe de forma concisa y perfecta esa lucha entre el poder y los que no tienen ningún poder y los que están perdiendo todo desde el empleo, pasando por la vida social, hasta llegar a la propia autoestima.

Berna González Harbour es una magnífica periodista que se nos descubrió como una excelente novelista con sus dos anteriores libros, protagonizados por su comisaria Ruiz, Verano en rojo donde defiende a las víctimas de sacerdotes pederastas que esconden su abominable crimen en la oscuridad de un confesionario, y Margen de error donde se pone en contra de la codicia de las empresas dentro de una era de avidez desmedida y desigualdad cada vez más evidente, para hablarnos ahora de los estragos de la crisis en Los ciervos llegan sin avisar.

¿Puede Carmen encontrar formas de mejorar una muerte? ¿Es acaso necesario buscar a un culpable? ¿Se pueden levantar los velos que tapan las muertes incómodas? ¿Son algunos personajes de la novela enfermos mentales o son enfermos sociales? Porque también la muerte puede llegar así, sin avisar, como los ciervos que cruzan una carretera solitaria obligándote a pisar a fondo el freno, Carmen necesita saber y descubrir los secretos de esa recta omnipresente que desde hace tantos años corrieron de puerta en puerta del pueblo, de barra en barra, desde la curva hasta el hostal donde se aloja y desde el cementerio hasta el bar. Secretos que vivieron y resistieron en boca de todos a lo largo del tiempo, pero que nunca se reflejaron en el atestado oficial y en su cabeza siempre está el sonido del clic del bolígrafo con el que se escribió sin darle una solución nunca. Carmen necesita saber para escapar de su pesadilla y se siente consolada al ver que aún hay alguien que gana algo en alguna casa, y se siente esperanzada queriendo que ese ingreso no caiga nunca en manos de un economista normal que puede con su avaricia acabar con las ilusiones de la gente.

Los ciervos llegan sin avisar es una admirable y bellísima novela negra repleta de palabras, que se pueden introducir en una cápsula de farmacia para poder suministrarte felicidad en pequeñas dosis durante muchos días, del más genial gris que se puede contemplar en una encrucijada vital para poder desandar el camino y poder agarrarse a una pequeña grieta del muro y resolver una existencia que se nos rompe y que surgen de manera instantánea de pronto como las burbujas de gas en el agua.

©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega