miércoles, 7 de agosto de 2019

Un ángel vuela sobre Berlín






A José Carnicero Casco


¿Te acuerdas de esa mañana en la que nos conocimos mientras los dos paseábamos por el parque de María Luisa? Hacía mucho calor, ese calor que ya empieza a ser implacable a mediados de junio en Sevilla. Yo me había sentado en un banco de azulejos cerámicos de alegres colores a la sombra, frente a la fuente de los Toreros para hojear un periódico en busca de un trabajo. Te vi que venías caminando desde la plaza de los Hermanos Machado, te detuviste justo delante de donde yo me encontraba, encendiste un cigarrillo y me miraste. Te acercaste despacio, te sentaste a mi lado y ya sólo recuerdo que me empezaste a hablar de Berlín.

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No sé qué hora es. No sé dónde estoy. No me puedo mover, pero si puedo sentir y ver… solamente un techo blanco porque parece que estoy tumbada boca arriba sobre una cama. También escucho un murmullo lejano a mi izquierda, y más cercano a mí, como el sonido cadencioso de un pitido, como si fuera el bombeo de un corazón, que no llego a adivinar que puede ser. No sé que me ocurre. Ahora mismo no recuerdo nada, ni siquiera cómo me llamo.

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Todo ocurrió muy rápido. Al día siguiente fui a una entrevista y me contrataron como auxiliar administrativa en una compañía de seguros que se ubicaba en  Plaza Nueva. Todo empezaba a irme bien desde que me vine a esta ciudad hacía cinco meses. Él venía a buscarme todas las tardes a la salida del trabajo y paseábamos o íbamos al cine. Y hablábamos sin descanso de Berlín.
A los dos meses me pidió que me fuera a vivir con él a su casa de Triana. Era una casa preciosa con suelo de terrazo de colores siena y naranja, paredes de un blanco luminoso y ventanas de madera azules que daban a un patio interior lleno de macetas con geranios de flores rojas y lilas y con una claraboya de cristal en el techo por donde entraba la luz del sol a raudales.
No podía dejar de pensar en mi padre cuando, de niña, todas las noches al acostarme me contaba un cuento de Las mil y una noches y se me quedó grabada esa frase que dice: “… vio que el interior del palacio era muy bonito…, pero todavía era más bonito lo que se escondía en él”.
Así me encontraba yo. Con un hombre al que amaba con locura y que me llenaba de atenciones. Viviendo en el palacio más bonito del mundo.

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Anoche he creído soñar que volaba sobre Berlín. Ha sido una fantasía onírica imposible porque ni tengo la capacidad de volar ni nunca he podido cruzar las calles de la ciudad de la que tantas veces hemos hablado entre nosotros en esas innumerables conversaciones en las que nuestros ojos se embebían fijos en sus anhelos y deseos de vivir y viajar juntos a ese lugar del mundo. Pero, anoche soñé que era uno de esos ángeles de seis alas que sobrevolaba la Alexanderplatz más alto que la Torre de la Televisión.
No puedo pensar con claridad y no sé si sigo dentro del sueño o si ya he despertado. Mis pensamientos son confusos y sigo sin saber dónde me encuentro. Desde luego mi casa no es. Tengo que esforzarme mucho para poder adivinar que me está ocurriendo y no lo consigo. Tengo mucha sed y necesito beber, pero me es imposible. Siento mis labios cuarteados y resecos y un dolor agudo no me deja pensar con claridad.

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El amor no es una mierda. Lo que me hace sentir como una mierda es no ver cumplidas mis expectativas de fantasías que genero respecto al futuro. ¿Cuándo empezó todo a cambiar entre nosotros? Empezaste a mostrar unos celos infundados hacia mí que sólo pensaba en ti y vivía por ti. Primero fueron las prohibiciones de vestirme como siempre lo había hecho para ir a trabajar. De hecho hasta elegías la ropa que me podía poner cada día y me acompañabas siempre a comprarla. Luego me censuraste hablar con mis compañeros para terminar poco a poco vedándome hasta hablar por teléfono con mis padres y mi hermana. Sólo te tenía a ti y a ellos en una ciudad tan lejana, y todo lo fui perdiendo poco a poco. Mi boca se llenó de una rosa negra coloreada de fragancias de palabras cautivas. Mis ojos y mi sonrisa fueron perdiendo la alegría y se sumieron en un océano de tristeza. ¿Cuándo llegó el primer golpe? Han sido tantos que me confundo, pero si sé que me habías prohibido hasta ver sola la televisión, fijabas mis horarios para volver a casa cuando salía de trabajar y no podías venir a buscarme y no me dejabas hablar con ningún hombre si no estabas tú presente. Una tarde al salir del trabajo bajé en el ascensor con mi jefe y al despedirnos hasta el día siguiente nos debiste ver en la calle aunque yo no lo supe hasta media hora más tarde al llegar a casa. Me estabas esperando con la cara muy seria y nada más abrir la puerta empezaste a insultarme a gritos porque, decías, estaba liada con uno de la oficina. Te contesté que dejaras de decir tonterías y me cruzaste la cara con una bofetada.

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Salgo del ascensor y me dirijo hacia la puerta de la izquierda. Toco el timbre y escucho unos pasos cansados al otro lado de la puerta que se acercan como con un sonido de ir arrastrando los pies. Se hace el silencio y supongo que alguien está observándome por la mirilla. Pasan unos segundos, se oye descorrerse tres cerrojos y la puerta se va abriendo muy despacio, apareciendo ante mí, como si fuera una imagen de la repetición de las jugadas polémicas en los partidos de futbol retransmitidos por la televisión, a cámara lenta, los rasgos de la amargura y la aflicción. Los dos ojos no iluminan esa cara, pues son dos minúsculos atisbos en medio de unos descomunales, abultados y tumefactos cardenales. El cabello, caótico y enredado, sin peinar, cae abatido sobre unos hombros encogidos, el vestuario es mugriento y descuidado, y los apósitos y gasas, que varios días atrás fueron estériles, manchados con una sangre reseca advierten de una dejadez apática que va mucho más lejos de lo meramente corporal para adentrarse en el campo de lo emocional poblado de las más horripilantes pesadillas. Los golpes han terminado con la voluntad y la comprensión, que, probablemente, se han guarecido en unos días pasados más alegres, quizás incluso en otro cuerpo, sin cortes cosidos ni cicatrices, sin huesos fracturados, sin sollozos de amarga pena y de dolor inaguantable, de la mujer que me observa sin mover ni un solo músculo. Ante mí se encuentra lo que persistía de una mujer joven que muy seguro fue, en tiempo atrás, bonita, animosa, valiente libre, autosuficiente, una trabajadora tenaz e infatigable, una excelente madre llena de sueños y alegrías.
Ahora en lo que su pareja le ha convertido, sujeta la cancela con una mano mientras la otra reposa floja y débil donde termina una venda aparatosa que le sube hasta su hombro y que lleva adherida al tórax. Se aparta a un lado del rellano para permitirme entrar mientras humilla la mirada hacia las losetas de gres de un suelo que lleva días sin haber tenido la visita de una fregona, en una mueca de docilidad sumisa que ya es ingrediente de su carácter, y me invita  a pasar a un angosto pasillo que desemboca en una pequeña sala de estar muy luminosa, muy poco amueblada y con las paredes completamente desnudas de cualquier lámina, cuadro o fotografía. Sobre una mesilla de formica, una minúscula televisión emite anuncios publicitarios con su característica música contagiosa y pegadiza, dando la sensación de que esa cantinela está totalmente fuera de lugar en esta estancia con las voces alegres que salen del aparato. En uno de los dos sofás tapizados con una desgastada tela amarillenta de flores, cubiertos con una ajada manta de color parduzco, un niño de unos siete años se sumerge con la frente fruncida frente a una consola de videojuegos sin darse cuenta de que ha llegado otra persona. La mujer me dice que es su hijo y que no quiere salir nunca a la calle ni que vengan a casa sus amigos a jugar, pasándose las horas muertas frente a la maquinita. Le acaricia el pelo con la mano de manera distraída mientras me habla y el la rechaza con una sacudida fuerte de su cabeza.

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Alguien se acerca a mí. Una cara sonriente se asoma a mis ojos sin vida. Es una mujer más o menos de mi edad vestida de blanco con el pelo rizado recogido en una coleta. Empieza a hablarme aunque piensa que no le puedo escuchar.
-¿Qué te ha vuelto a hacer cariño? ¿Cómo lo puedes permitir y no denunciarle a la policía si tienes toda una vida por delante que cualquier día éste te la va a quitar? Hazlo por ti y por tu hijo. Lo detuvieron por la denuncia de unos vecinos y te negaste a ir a declarar al juicio. Poco ha tardado en encontrarte para darte esta paliza de muerte.

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¿Y cómo lo voy a denunciar si le quiero tanto?, pensé por dentro. Me rendía a su autoridad sin entender muy bien por qué lo hacía pues me daba terror hasta llegar a preguntárselo. Los golpes y las palizas empezaron a ser cada vez más frecuentes, pero siempre se alternaban con un arrepentimiento por su parte, besos, sexo, mimos y palabras de amor apasionadas y tiernas después de haber marcado mi piel de moratones cada vez más grandes. Tenía que haber llamado después de marcar esos tres únicos números, pero nunca me atreví porque le creía cuando me pedía perdón y me decía que él también me quería y que nunca iba a volver a suceder. Y entonces ocurrió que confundí el terror con la culpa y sentí que yo era la causa de su ira hacia mí por no saber hacer las cosas del modo que él quería que las hiciera. Poco a poco me sentí que era una basura. Empecé a descuidarme, adelgacé mucho, no me apetecía nada y cada vez pensaba que sería mejor estar muerta para salir de esta situación tan horrible, como si fuera la única solución posible mucho más preferible que la vida. Hace ya muchos años que aguanto su violencia psicológica que una noche también se convirtió en física, su manipulación, su egoísmo, sus mentiras, sus infidelidades, sus borracheras y su vida de consumo desenfrenado mientras yo estaba sola en casa.
Una noche regresó fuera de control, mucho más que otras. Nada más verme se acercó, me agarró del pelo y al rogarle que no me pegara, a gritos me dijo ¡cállate puta!
Me lanzo a la pared presionándome la cara contra ella y amenazándome de muerte si lo denunciaba. Mis ojos arrasados en lágrimas pedían clemencia. Quise zafarme y gritar, pero un puño se estrelló en las costillas dejándome sin aire y caí al suelo. El se puso encima de mí y siguió pegándome muy fuerte en la cara, en el pecho, en los riñones… Al poco, no sé muy bien por qué, llego la policía y una ambulancia. Me hicieron muchas preguntas, pero yo solamente preguntaba dónde estaba mi hijo.

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Le comunico que a su pareja le han soltado por la mañana a la espera de juicio y ella, clavando sus ojos en los míos, me dice que se irá de la casa con su hijo ese mismo día, sin decir a nadie su destino para que ese cabrón nunca pueda encontrarlos, aunque sabe que si no declara en el proceso, que se celebrará en muy poco tiempo, sólo le caerá una condena menor pero su decisión será garantía de que puedan seguir vivos los dos.
Le contesto que huir no es la solución, y con voz queda me dice que su pareja es un borracho y un provocador mal nacido que siempre está metido en broncas y peleas. También me dice con un tono de voz más alto que, con suerte, el alcohol lo matará en pocos años, si antes no lo hace un borracho como él, y que cuando esté muerto y enterrado podrán volver. Mientras esto suceda, empezará una nueva vida con su hijo muy lejos de allí.
Le digo que me tengo que marchar y me encamino despacio hacia la salida. El niño sigue ensimismado en su onírico mundo virtual, donde seguro que no hay padres que pegan a sus madres. Ni siquiera me contesta cuando me despido de él. En el umbral, la mujer me dice adiós con una apenada sonrisa que se dibuja en sus labios amoratados por la inflamación, casi una mueca que desaparece al instante cuando la tirante y tumefacta piel de sus pómulos se encoge provocándole un pinchazo de dolor.
No cojo el ascensor y bajo por las escaleras. Mientras llego al portal voy pensando que su decisión no es la más apropiada, aunque con toda seguridad, huir es la única posibilidad de poder seguir viviendo. Pero huir me parece una cobardía que, además, posibilitará que un despreciable hijo de puta, borracho y pendenciero, continuará viviendo en una privilegiada libertad que él había robado a dos personas que una vez lo amaron.

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Estoy muy cansada. Voy recordando lo que ha pasado. Al poco de irse de mi casa esa policía, llamaron al timbre y, creyendo que era otra vez ella, abrí la puerta sin mirar por la mirilla y ahí estaba él. Me volvió a pedir perdón suplicando mientras entraba en casa diciéndome que no volvería a ocurrir y que no sabía qué le había ocurrido esa noche.
¿Qué le he hecho para que me trate así?, pensaba sintiéndome culpable de la denuncia de los vecinos y del futuro juicio. Le dije que no pensaba declarar cuando saliese el juicio, pero que lo mejor es que no volviésemos a vernos en un tiempo. Volvió a ponerse como un loco gritando que no iba a consentir que le abandonase y un enorme puñetazo en la cara me derribó en el suelo. Allí tendida  empezó a pegarme patadas hasta que perdí el conocimiento y no me acuerdo de nada más.

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Siento como me voy yendo poco a poco. Mis oídos escuchan la melodía de los pitidos hasta que se convierte en uno solo y prolongado. En mis manos reposa la bandera blanca de las víctimas rendidas, donde se enjugan las penas de los anhelos naufragados y de nuestra vida juntos en ese Berlín soñado que se adormece en las cicatrices de mi piel por donde sangran las heridas del desconsuelo. Una luz blanca de estrellas inunda todo y por mis venas fluyen ríos de promesas en una vida que se escapa.
Pude marcar el primer día esos tres números o pude dejarte atrás, pero ya es tarde porque el reloj ha enmudecido su inexorable marcha. Mi cabeza es un libro lleno de selvas, fábulas y epopeyas y en el alma tu imagen de esa tarde lejana de junio, cuando empezamos a fantasear con la quimera de un Berlín que ahora yace con nuestros cadáveres, se enreda creciendo en abrazos de agua, luz, tierra y muerte. Yo lo estoy viendo todo muy claro mientras vuelo sobre sus terrazas con mis seis alas de ángel.