Confieso
que en mi vida he podido conocer el perfume de la aventura y el olor
de la brisa del mar que mece la espesura de la jungla. Mi nombre
es Corto Maltés y me tocó nacer en la capital de la isla de Malta,
La Valeta, el 10 de julio de 1887, en una época de grandes
transformaciones políticas, socio-económicas y culturales en la que
terminaba el Romanticismo, del cual me adueñé de un idealismo
individualista, y un materialismo pragmático y revolucionario como
soldado de fortuna y aventurero con los que me enfrento al
mundo. He vivido siempre mi existencia con una ética diferente al
resto de los mortales y he tomado mis decisiones llevado siempre por
mis sentimientos.
Soy
un hombre delgado de miembros alargado, atlético, casi una
figura del Art Nouveau, virilmente afeminado. Por mi sangre corre la
herencia de mi padre, marino de Cornualles, y la de mi madre, una
gitana de Sevilla, que se conocieron en Gibraltar. Mi padre murió
pronto envuelto en una bruma de noticias dispares acerca del lugar y
la manera de su muerte, y fui, siendo aún un niño, a Andalucía
con mi madre para vivir en la judería de Córdoba donde pasé mi
infancia jugando en las riberas del Guadalquivir y asistiendo a la
pequeña escuela rabínica de Ezra Toledano.
Una
tarde, ya en mi adolescencia, unas gitanas que paseaban por los
alrededores de la Mezquita me leyeron la buenaventura y descubrí que
en mi mano no se mostraba la línea de la fortuna por lo que en un
arrebato agarré la navaja que mi padre me había regalado antes de
partir a su última travesía y trace mi propio destino
hendiendo con su afilado acero la palma de mi mano derecha. Y
ese destino me deparó aventuras inimaginables, desde mi presencia en
la guerra ruso-japonesa en la Manchuria, donde conocí e inicié mi
amistad con el joven periodista Jack London, la yerma Patagonia,
donde me encontré con Butch Cassidy y Sundance Kid, Italia, donde
hallé a un tal Djougatchvili que será conocido en la Historia como
Stalin, o salvado por una persona, Rasputín, a la que reencontraré
en el futuro una y otra vez y que ese día, gracias a él, me libré
de una muerte segura en medio del océano al encontrarme náufrago,
con el buque del que era capitán.
He
navegado por las costas de Hondura, Venezuela y Brasil donde me
interné en la selva del Amazonas. He estado en Venecia, donde fui
testigo de la batalla de Capuleto, las islas Británicas y en
Stonehenge, entre hadas y cuervos charlatanes y lenguaraces, donde
viví mi sueño de una mañana de invierno, Francia, donde asistí en
la mañana del 21 de abril de 1918 como el Barón Rojo era abatido.
He batallado con sociedades secretas chinas un tren que transportaba
un enorme cargamento de oro del Zar a través de una gélida y
helada Siberia en plena guerra civil entre rusos rojos y blancos. He
conocido misterios insondables, mujeres enigmáticas y fascinantes,
fábulas venecianas, aventuras en Turquía, Argentina, Etiopía,
Suiza, donde conocí a Hermann Hesse, y la Atlántida. Ahora tengo
previsto viajar a España alistado en las Brigadas Internacionales
para combatir en la batalla del Ebro.
Una
noche soñé que me hallaba en Venecia y desperté en Hong Kong y
guardo una llave que en tiempos abría la puerta de una casa en
Toledo y un juego de cartas árabes mágicas que llenan el aire de
misterio. Mi vida ha estado plagada de aventuras, magia y
romanticismo. Mi existencia ha sido extraña, seductora,
inimitable... porque mi mano siempre ha buscado la cometa que
pone, como inexplicable motor, en marcha el mundo que cada uno
imaginamos.
Cada
vez que atravieso la Mezquita y su bosque de columnas, siento un
sordo resentimiento al pensar en la armonía que el exceso barroco de
los obispos vencedores rompió.
Hace
años alguien me dijo algo así como "solo un soñador es capaz
de encontrar un sueño”. Y yo soy un soñador. Un soñador cínico,
pero un soñador que respondo de manera seca y cortante con palabras
que salen de mis labios con sabor a cigarro, a ron del Caribe o a
vino de barricas viejas en la Gran Guerra. Mis manos nerviosas han
descorchado innumerables botellas y las yemas de mis dedos llevan el
perfume de mil pieles femeninas, algunas con aromas de mares
calmados, otras con regusto de tormentas saladas. Siempre en mi boca
aparece una sonrisa, aunque la situación duela, porque si no duele,
no merece la pena, y si no se puede hacer sonriendo, pienso que ni
siquiera voy a preocuparme por intentarlo.
Toda
la vida he viajado por todo el mundo y siempre me he parado a pensar
que pasaba por la cabeza de las gentes que allí vivieron. Por todo
ello, en mis noches de travesía he estudiado a Mu, a los templarios,
a Thule, he leído todo lo que ha caído en mis manos sobre los mitos
celtas, cogí leyendas de aquí y de allá, leí y reescribí en
bardo e investigué la vida de Malory, porque soñar no es algo que
se termine en la infancia y soñando más quizás podamos soñar
mejor, y soñando mejor se pueden hacer realidad nuestros sueños,
que es casi siempre lo que un hombre necesita. Claro que es una
necesidad. Tenemos que creer en las quimeras. Tenemos que aprender a
hacerlas nuestras y, si existen, disfrutarlas, y si no, creándolas.
Ya
lo dice Dickens al principio de Historia de dos ciudades: "Era
el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos...". Y
también el sublime comienzo de Moby Dick: "Llamadme Ismael.
Hace unos años teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo y nada
concreto que me interesara en tierra, decidí que me iría a navegar
un poco por ahí, para ver la parte marítima del mundo. Es mi forma
de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez
que me sorprendo con un gesto triste en la boca, cada vez que en mi
alma se instala un nuevo noviembre húmedo y lluvioso, cada vez que
me descubro parándome sin querer en las tiendas de ataúdes y, sobre
todo, cada vez que la hipocondría me asalta de tal modo que hace
falta un firme principio moral para impedirme salir a la calle con
toda deliberación para arrancar de un golpe el sombrero de los
transeúntes, se que ha llegado la hora de embarcarme cuanto antes.
Es mi sustituto de la pistola y la bala".
He
paseado por las geografías más exóticas y peligrosas. No soy ni
justiciero ni moralista, sino tan sólo un aventurero y testigo
indiferente a menos que a mi vista se ofrezcan los ojos de un niño,
una mujer angustiada o un hombre acorralado.
He
visto de todo y de todo, y lo que no veo por haber sucedido en el
pasado me lo imagino. Quiero saber lo que allí ocurrió. Saber que
pasaba por la mente del arquitecto de la Mezquita de Córdoba cuando
soñaba ese bosque de columnas armónicas y el motivo que hizo al
cristiano triunfador para romper la cadencia y el ritmo con ese
despliegue de barroquismo al convertirla en iglesia. Sólo así puedo
comprender en lo que ahora contemplo la emoción del hombre que supo
imaginarlo. Así crecí y en eso me convertí.
Hace
muchos años me enamoré de una bella muchacha que padecía
misoneísmo y todo quedó en nada porque tenía aversión a las
novedades. Manteníamos un desalentador juego. Hablábamos muy poco.
Nos mirábamos mucho..., no nos tocábamos nada como si tuviésemos
un miedo morboso y obsesivo de contaminarnos. Tiempo después, la
bella muchacha, Pandora Groovesnore se llamaba, superó sus fobias,
se casó con otro y ahí concluyó la historia. Pero nunca podré
olvidarla por muchas mujeres que haya conocido en mi vida. Esa
muchacha que me recordaba un tango de Arola que una noche escuché en
el cabaret de la Parda Flora en Buenos Aires y que nunca reconocí en
ninguna de las mujeres que allí se encontraban porque me gustaría
encontrarla siempre en cualquier lugar. Me quedo con su mirada cuando
en el momento de la despedida me quité el collar de flores que
llevaba en el cuello y se lo coloqué alrededor del suyo y alzando
con un dedo su mentón de mis labios salió: “adiós, Pandora”.
Después
vinieron muchas. Me perdí en la mirada milenaria de de Boca de Oro,
la misteriosa mujer de la playa de Itapoa, y en su contagiosa alegría
y dotes adivinatorias que derruyeron mi innata impasibilidad. He
tenido amores imposibles como fue el que sentí por Shangai Lil pero
su lucha política no le permitió ver los sentimientos que tenía
hacia ella. Me atrajo la duquesa Marina Seminova, pero enseguida me
di cuenta que podía clavarte un cuchillo en la espalda o derribar el
avión en el que viajas y pedirte luego perdón de una manera que no
permite réplica posible. Han intentado asesinarme muchas, Soledad
Lokaarth, Venexiana Stevenson,..., pero estoy seguro que su mano
tembló un poco en el último momento, a la hora de enviarme al otro
mundo. He tenido gran ternura por Esmeralda y pocas mujeres pueden
decir tanto. He velado tres días a Louise Brookszowyc en la
habitación de una vieja casa de Venecia cuando la encontré herida y
la recogí, y le conté todos mis secretos y vacié para ella mi
alma. Y cuando llevaba mi barco hacia Rodas o Heraklion siempre he
hecho escala en la casa de Kasandra.
Los
años me han enseñado que el amor romántico es una gran mentira y
que los mayores misterios están dentro de uno mismo, pero en verdad
os digo y aquí confieso que la mujer que me arrebató el corazón
para después destrozármelo fue ella, esa rubia de La Valeta,
alevosa, bella y discordante. Nunca saldrá de mi ensoñadora memoria
su cuerpo desnudo bañándose en el mar al atardecer. Siempre le
agradeceré esas cinco palabras que me ayudaron en cinco momentos
esenciales de mi vida que me enseñó en mi adolescencia. Ella seguro
que ha olvidado lo que yo le di a cambio y nunca he vuelto a regalar:
mi primera y última lágrima.
Cuando
conocí a Pandora Groovesnore recuerdo que escribí al principio de
mi primera aventura lo siguiente: "Soy el Océano Pacífico. El
mayor de todos. Me llaman así desde hace mucho. Pero no es cierto
que esté siempre así. A veces me enfado y la emprendo con todo y
con todos. Hoy mismo acabo de calmarme de la última rabieta. Creo
que barrí tres o cuatro islas y destrocé otras tantas cáscaras de
nuez, de esas que los hombres llaman barcos".
En ese inmenso océano me encontraba flotando, crucificado como un San Andrés, atado a una chalupa lanzada a la deriva por la tripulación amotinada de la nave pirata que capitaneaba, cuando me descubrió mi amigo Rasputín con su catamarán, salvándome la vida y haciéndome conocer a la mujer que desde entonces siempre quise, camino de la isla de La Escondida en las vísperas y comienzo de la Primera Guerra Mundial.
En ese inmenso océano me encontraba flotando, crucificado como un San Andrés, atado a una chalupa lanzada a la deriva por la tripulación amotinada de la nave pirata que capitaneaba, cuando me descubrió mi amigo Rasputín con su catamarán, salvándome la vida y haciéndome conocer a la mujer que desde entonces siempre quise, camino de la isla de La Escondida en las vísperas y comienzo de la Primera Guerra Mundial.
Esta
inglesita, casi una niña, me movió toda mi estantería sentimental
y ya nunca pude olvidarme de ella porque me enamoré profundamente
desde la primera vez que la vi.
Todas
mis aventuras amorosas desde entonces han sido fugaces pues vivo
siempre en la búsqueda de algo como si quisiera escapar de otra
cosa, pero siempre apareces en mis recuerdos en los que tú, Pandora,
ocupas el lugar más privilegiado, aunque ni siquiera te busque
cuando sé que te encuentras en la misma ciudad donde yo me hayo. Me
abandonaste y te casaste con otro hombre, mi joya romántica, al
decirme que no te quedarías conmigo esa tarde que vestías una falda
larga blanca, una camisa del mismo color y una corbata y una chaqueta
negra que empalidecían con tu pelo y esos ojos verdes azulados que
encubrían el color y la luz del mar. “Adiós Pandora”, te dije
al ponerte un collar de flores mirando extasiado tu cara. No intenté
persuadirte porque sabía que sería imposible. Luego vino el resto
de mi vida. Quisiera decir muchas cosas, hablar de grandes amores, de
sentimientos hondos, de otras mujeres... pero fuiste la primera y ya
no volví a caer en el amor de otras.
Te
conocí en el mar y de tu región de sal tengo delirio, huelo el
aroma de tu piel, deseo tus labios caminando sobre mi cuerpo. Me
pierdo en tu pecho adolescente aún no asaltado y muero por acariciar
la orilla de tu cuerpo. A las estatuas de la isla de Pascua les
pregunto hoy: "¿Miráis las estrellas? ¡También yo miro las
estrellas! ... Quizás también ella mira las estrellas".
Después
todo lo demás es un misterio en mi vida después de este último
viaje. Dicen que existe una carta de Pandora en la que afirma que un
hombre viejo llamado Corto Maltés vive en su casa y que sus hijos lo
llaman tío; pero al mismo tiempo, otros cuentan que mis huellas se
pierden en la Guerra Civil española, donde parece que he
desaparecido. Sólo podéis hacer dos cosas: o transitar entre un
sueño y vuestra imaginación o, si os encontráis algún día en
vuestro devenir con Pandora Groovesnore, preguntarle a ella.
Preguntadle si amó a un tipo cínico y romántico que se llama Corto
Maltés. Preguntadle por la historia de ambos y, al terminar, no le
digáis “adiós Pandora”, como yo hice al comienzo de la Gran
Guerra en medio del Pacífico, dejándome el corazón maltrecho y
deseando siempre navegar por el mapa físico de su piel con delirio.
Ahora
que mi barco está atracado en los muelles de Venecia, abarloado a
otro de bandera de la Guayana Francesa, me he puesto a caminar por
sus calles. Paseo por callejuelas. Cruzo los canales, me detengo en
los puentes y escucho en la lejanía unos pasos que me recuerdan el
sonido leve de los tuyos como si vinieras de nuevo hacia mí.
Despierto de mi ensoñación y me doy cuenta de que en las orillas ya
no se ven esos cangrejos que por la tarde holgazaneaban al sol.
He
venido a Venecia porque sé que esta ciudad será mi fin, y así lo
grito al viento teniendo la basílica de San Marcos al fondo, porque
Venecia es una sorpresa. Ella ha sido las puertas de la aventura, del
mar, de Oriente, del oro, del amor, del color y del viaje. Has sido
admirada por grandes personajes como Lord Byron, Casanova, Thomas
Mann, Wagner o Henry James.
Es
1921 y he llegado a Venecia para descifrar un acertijo que por carta
me ha mandado Barón Corvo y que resolviéndolo me permitirá
encontrar esa esmeralda tan pura y tan bella a la que llaman la
"Clavícula de Salomón". Me adentro en el barrio de
Cannaregio, donde los niños juegan con sus cosas y los mayores
cuentan viejas historias en voz baja sentados en los bancos de las
plazas. Me maravillo con las piedras de sus casas de celosos muros y
patios evocadores habitados por innumerables gatos silenciosos. Y
pienso en ti, Pandora. Ahora que estoy inmerso en disputas entre
masones y un grupo de esos recién aparecidos fascistas de camisas
negras, pienso en ti. Yo que soy un vividor aventurero, un viajero
impenitente, un agnóstico irredento que no entro ni en las iglesias
de la ciudad, un anticolonialista, un anarquista vocacional y un
apátrida convencido, pienso en ti mientras paseo por esta vieja
ciudad inundada que tiene en sus puertas corazones pintados y
llamadas urgentes a una revolución.
Venecia.
Ciudad misteriosa y volátil, casi etérea, llena de mitos y
leyendas, de leones de piedra y de gatos y ratones, reservada,
intrigante y fundada en una mezcla de culturas, como así soy yo, y
que tiene tres lugares mágicos y secretos: uno en la "Calle del
amor de los amigos", otro cerca del "Puente de las
maravillas" y otro en la "Calle dei marrani", cerca de
San Geremía, en el viejo Ghetto donde paseo. Todo el mundo sabe que
cuando los venecianos se cansan de las autoridades, van a esos
lugares secretos y, tras abrir las puertas al fondo de sus patios, se
van para siempre hacia países y hacia otra historias, como hicieron
Bellini, Tiziano, Veronese y Canaletto o Marco Polo y Goldoni.
En
esta ciudad de símbolos y juegos, de reliquias y órdenes
religiosas, de escritores y artistas, de barcazas llenas de frutas y
verduras, y de niños diestros en contar las cosas antiguas y en
escalar los muros de los cercados prohibidos, yo voy paseando
mientras pienso con nostalgia que en la tierra, en el mar, en donde
sea que estés, amor mío, yo he de amarte porque soy preso de ti.
El
tiempo es inenarrable y perseverante, acompasado. Yo que tanto he
viajado por procelosos y peligrosos mares del Caribe, me encuentro
ahora en este tranquilo pueblo de Suiza entre montañas, después de
haber vuelto a la Argentina para reencontrarme con viejos conocidos.
He llegado hasta aquí para hacer un nuevo viaje, un viaje hacia lo
más profundo de mí mismo.
Me
interesa conocer toda la mitología de estos cantones y paso mis
tardes leyendo con deleite la Interpretación de los sueños del
Doctor Freud y las obras del escritor alemán Hermann Hesse que vive
aquí y al que mañana conoceré en persona.
También
paseo por el campo aunque ahora en el hombro no lleve mi eterno
petate caminando por uno de tantos puertos, con las gaviotas
recortadas en el cielo, y pienso que a mis treinta y seis años, con
el paso del tiempo, me empiezo a aburrir del trato con la gente y
comienzo a interesarme cada vez más con lo que se podrían nombrar
como temas esotéricos. Mis ideales juveniles, a medio camino entre
un individualismo feroz, que aún me perdura, el anarquismo y el
comunismo, van dejando paso a interrogantes sobre la condición
humana y su transcendencia. Desde que muy joven conocí a Boca de
Oro, la bruja de la macumba, me empecé a interesar en los sueños,
el tarot o los presentimientos como moneda de cambio frecuente, lo
cual me ha traído como recompensa el no permanecer por mucho tiempo
unido a nadie.
Al
conocer al Profesor Steiner, aquel al que ayudé a redimirse por su
alcoholismo, me aportó conocimientos científicos a lo que hasta
entonces era una simple y mera afición sobre el continente de Mu.
Luego mis viajes por África y Sudamérica me hicieron conocer las
magias que en esas tierras se realizaban con elementos mediúmnicos y
chamánicos a los que fui añadiendo otros tipos de tradiciones
mágicas y esotéricas, sobre todo las anglosajonas de origen
céltico-artúrico que me llevaron a un carácter melancólico y
poético y con el que descubrí que las luchas entre las naciones
están avaladas por sus espíritus protectores. Más tarde vinieron
las triadas chinas, las linternas rojas y todo tipo de
confabulaciones en la Rusia blanca y los sueños, lo poético y lo
histórico se adueñaron de mi pensamiento.
Aquí,
en Suiza, he empezado a sentir extraños presentimientos sobre mi
muerte de la que voy a poder sobrevivir bebiendo de la fuente de la
eterna juventud. Todo puede parecer muy extraño, pero mi pensamiento
siempre ha sido positivo y nunca he caído en la manía posesiva,
siendo siempre un tono de optimismo que es lo que en mi adolescencia
me llevó, al descubrir que en la palma de mi mano no existía la
línea de la fortuna, lo remedié con decisión y rapidez, haciendo
uso de una navaja porque cada hombre es el dueño de su propio
destino.
Y
aquí estoy entre las montañas de los Alpes y lagos de aguas
insondables y espejadas donde he venido para acompañar al Doctor
Steiner para que pueda participar en una reunión sionista. Las
lecturas que antes dije unidas a la de Parsifal me han hecho ser
protagonista de la obra artúrica. Seguramente también ha debido
ayudar ese brebaje, llamado “filtro de Paracelso”, que bebí esta
tarde para tener este sueño donde he hablado con un espantapájaros,
me he librado de la muerte, me he enfrentado a Klingsor, el caballero
maldito, y le he prometido llevarle la rosa alquímica, he bailado
una danza macabra con esqueletos, me he encontrado con hadas, cuervos
y un gorila, que decía llamarse King Kong, al que confundí con un
ogro y que desea volver a Nueva York. La rosa alquímica la conseguí
tras pasar por un foso caminando por el filo de una espada gigantesca
y poder beber agua de un cáliz que se hallaba al otro lado. Entonces
me ha juzgado Rasputín por beber del Santo Grial, he conseguido la
vida eterna y la muerte me ha regalado un anillo para poder reducir
mi vida con el sueño de otras personas y, antes de conseguir
despertar de este mágico y extraño sueño, he visto tres hojas
muertas bajando por el río y anunciando que el otoño llega a mi
vida.
Llegando
ya el inevitable final, sólo queda pensar en lo vivido. Los
recuerdos se vuelcan como un torrente en la noche de la memoria y a
mi cabeza, como una película velada, viene de nuevo, en la sombría
taberna de ese puerto perdido, allí, al fondo de la barra de
desgastada madera, sentada en un taburete, alzaba su cabeza esa
muchacha de pelo dorado y piel tostada por el aire yodado del mar,
como el mascarón de proa de una goleta. El vuelo de su melena
brillante y áurea esparcía espuma y salitre sobre los rostros que
clavaban sus ojos en ella, asperjaba los vasos de pajizo ron y bañaba
de melancolía nostálgica mi cansada mirada.
Se
encontraba de perfil charlando con sus amigas y no se había
percatado de que la observaba con codicia y deseo añorado de mi
juventud. Vestía una vaporosa falda que se pegaba a los muslos como
la vela se pega al mástil en las noches sin viento y una blusa de
listas horizontales azules y blancas que resaltaban la brevedad de
sus pechos adolescentes y que, en aquella postura se subía y la
cintura de la falda se bajaba, quedando desnuda y abierta una cinta
de carne ribereña, la orilla donde irrumpía la curva de sus caderas
repletas y tirantes.
Me
parecía entonces que nunca antes de esa cálida tarde de aquel
verano tropical hubiera visto el resplandor de una piel morena, la
comba de una espalda de mujer ni la elegancia exquisita y sutil de
aquella pelusa escapular como de melocotón que la luz esplendorosa
que atravesaba el ventanal iluminaba como la brisa ladea el trigo.
De
repente ella volvió la vista hacia mi esquina de la barra con una
mirada tan intensa y fugitiva como algunas primaveras de La Valeta y
yo, perezoso e impaciente, guiñé los ojos como si saliese de la
oscuridad de un túnel cegado por la intensa luz de esa mirada tan
azul como rutilante que hizo sentirme de pronto separado de mi propia
vida como por un golpe de viento de una galerna en medio del mar.
No
sé cuánto tiempo pasó. Si fueron horas o segundos. Sólo sé que
desde que salí a la calle traspasando la puerta de la taberna que al
abrirse lanzó al aire el sonido de unas campanillas, pese a que ha
pasado tanto tiempo, nunca he podido olvidar ese sonido que martillea
mi cerebro ni esa cabellera dorada que iluminaba la tarde, ni esa
falda enredada en sus rotundos muslos, ni esa blusa que acariciaba
sus pechos, ni esa franja de piel desnuda que adivinaba unas caderas
tan apetecibles, ni ese vello suave de la cintura, ni esa mirada
ígnea que se cruzó con la mía condenándome para el resto de mis
días a un delirio del que no puedo huir pese a saber que la fuerza
de un soplo desvanece las ataduras del agua ese día en que mi
corazón se abrió con la inocencia de un lirio.
He
tenido una vida plena. Disfruté de una infancia feliz, primero en La
Valeta y después en Córdoba. Siempre fui una persona con decisión
y cuando esa gitana al leerme la mano y decirme que en la palma no
aparecía la línea de la fortuna, no dudé ni in segundo en
grabármela con la navaja. He conocido a grandes personajes. He
viajado por todo el mundo. Algún amigo leal he tenido y, supongo,
varios enemigos también. He amado y me han amado mujeres
excepcionales. He intentado ser benévolo y justo, y no resisto los
bancos de madera encerrados entre cuatro paredes porque prefiero los
horizontes lejanos y las hamacas al aire libre. El océano no es
tierno compañero pues hace que las ausencias sean más definitivas,
destruye la complacencia del lamento y da a la lucidez su auténtica
dimensión. He puesto gran interés en seguir los caminos que me
llevarían a las islas de la fortuna y he dejado escapar entre mis
dedos el oro y la plata o se lo he dado a aquellos o aquellas que
creí pertinente. Muchas veces he perdido todo por una idea o por un
presentimiento, a veces por una mujer, otras por simple aburrimiento
o por un placer un poco perverso. Siempre soñé con ser la
culminación de muchas reencarnaciones, desde los magos de Babilonia,
los sabios de Alejandría o los caballeros del Santo Grial, y con el
paso de los siglos, mis motivaciones se han ido reduciendo a mi corta
vida pues he olvidado mi motivación de eternidad. He presumido de
solitario, de mentiroso, de fabulador y de incurable romántico. A
base de no tomarme nada trágicamente, a veces acabo tomándome en
serio. Me considero valiente y buen hombre, en algunas ocasiones
débil, pero puedo ser también malo y cínico. En algún momento
tengo la actitud de un aristócrata de alta alcurnia; en otros, aire
de marinero pícaro vagabundo. Busco la compañía de las mujeres y
al mismo tiempo las evito. Añoro la tranquilidad y el silencio y me
aturden el ruido y la furia. Tengo una mirada brumosa y la sonrisa
irónica. Me muevo con un aire de indiferencia por los caminos que he
recorrido con mi aire de marinero desgarbado. Siempre creí en el
destino pero sólo en la medida que éste sea algo que yo pueda
tallar a mi antojo y odio a quien me pueda descubrir el futuro, por
lo que he pasado mi vida tomando nuevos rumbos aunque siempre intento
hacer escala en los puertos en los que me espera gente a la que
quiero.
Siempre
existirá esa ensenada donde atracar el barco que pilota un solitario
y una isla que acoja a un anacoreta ermitaño como yo. Siempre seré
mercenario de mis sueños más que esclavo de mis vicios y mis
sueños. Siempre me quedará la esperanza que me hace seguir mi
camino.