martes, 31 de enero de 2017

La esquina del mundo



Confieso que desde hace unos años, cuando me crucé de manera casi casual con él, al recomendarme la lectura de su obra una amiga, tengo la necesidad de volver a leer y releer los escritos de Alejandro López Andrada de manera asidua. Es de esta forma que he vuelto a abrir las páginas de La esquina del mundo, ese ejercicio de poesía en prosa, diario y memorias en el que el poeta y escritor cordobés indaga nuevos caminos para expresar su humanismo y ternura que a él le caracterizan y que dedica a su Villanueva del Duque, en el Valle de los Pedroches, en el vértice fronterizo de Andalucía con la comarca de La Serena extremeña y la meseta castellana y manchega de Ciudad Real, su rincón de luz.

Confiesa el poeta al principio del libro que el lugar donde ese año de 2012 habitaba está lleno de pasado y que vive, sin darse cuenta, dentro de él; camina, sin prisas, por el tiempo y sus pasos le llevan a un espacio diminuto, un enclave perfecto para oír la soledad y percibir los sonidos de la luz, en ese rincón que su abuelo lo llamó "La esquina del mundo" muy cerca de su casa, al pie de un manojo de retamas y de milenarias encinas que se mueren, y en las que se columpia la virginidad de un sol crucificado entre nubes blancas que parecen ser de caolín.

Caminos de la dehesa donde Alejandro López Andrada transita sin descanso, empapándose de esa naturaleza que inunda toda su obra; el viento; las estrellas que iluminan la noche; la soledad del campo; los porqueros, libres en su pobreza, que soportaban el paternalismo del señorito y que, sin saber leer, descifraban la poesía y el dolor que encerraba la mano del viento al traspasar la bóveda desvaída de su choza y que vareaban con humildad su pobreza, masticando la más pura esencia del silencio con una profunda e inocente dignidad.

La esquina del mundo es la crónica de un hombre que quiere ser Peter Pan y que no desea crecer para ser siempre un niño, una época en la que vivió en los grises años de la década de los años sesenta en la que fue feliz. Por sus páginas desfilan anécdotas, familiares, amigos, recuerdos, árboles, aves, ciudades que a lo largo de su vida ha visitado y los tiempos duros y crueles de injusticia que nos han traído los neoliberales del capitalismo indecente que nos han robado la voz, la libertad y la esperanza en un mundo más solidario mas justo, con el desamparo de los que a sólo nos sostiene la herida blanca del amor frente a un futuro que es un cuervo a la deriva con las alas mojadas por la espuma de la noche.

Alejandro López Andrada avanza, ausente y abstraído, por ese mundo que se derrumba a su alrededor sin que nadie se acuerde del compromiso con los débiles, y es entonces cuando, de pronto, aparecen los recuerdos en su campo, rodeado por la soledad más absoluta, sin amor ni esperanza, que le dicen que no se haya solo para inyectar en su corazón una brújula que le ayude en su camino y una leve alegría que inunda su interior e ilumina sus pasos, acallando las palabras a las que le sucede el lenguaje de el silencio de esa esquina del mundo de su infancia.

La esquina del mundo es un ejercicio contemplativo que, intentando evitar lo descriptivo, nos regala el mensaje esencial de la naturaleza a través de una serie de símbolos: los petirrojos, las piedras, las zarzas, los alcaudones, los eucaliptos, nogales, chopos y encinas, la luz, la noche, los grillos y saltamontes, los espinos o las luciérnagas. Y frente a esos símbolos, la realidad representada por los recuerdos de una bombilla, una báscula, una cicatriz, un trozo de pared, los pupitres de la vieja escuela, unas migas serranas, un nido, una boda o un postigo olvidado, como postales que nos descubren el mundo de este grandísimo poeta, el último hombre que habla con los pájaros, el que susurra al oído de los búhos cuando en el campo ya no queda nadie, el hombre que tiene alas y se esconde en el alma del silencio o en el sigilo de los petirrojos donde descansa el sol de su niñez, donde aún permanece la única verdad de un mundo perdido pero que seguirá de forma imperecedera vivo en lo mas hondo de su interior.


©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega