Para Mamen Romero Muñoz que tuvo el gran acierto de recomendarme esta novela, tan especial e importante para ella, y la extraordinaria consideración y amabilidad de convertirse en mi amiga cuando el destino quiso que nuestros pasos se cruzaran.
Voces, emociones, palabras, silencios, abandono, miserias, venganza, fantasmas que nos visitan desde el pasado y tristeza, mucha tristeza, en la novela de Víctor del Árbol, La tristeza del samurái. Pero sobre todo, odio y mentiras durante cuarenta años que sufren tres generaciones de tres familias cuyo destino está cosido entre sus miembros con hilos resistentes, cuajados de ajuste revanchista en un rencor y rabia que crece y crece sin medida, aunque lleno de esperas y paciencia para que pueda convertirse en algo útil.
Muerte, dolor, sufrimiento, locura asesina.
Una bella mujer que está casada con un jefe falangista repugnante del sur de Badajoz en los primeros años de la posguerra al que odia y una joven abogada barcelonesa a la que una supuesta casualidad lleva a condenar a un policía cuarenta años después sin percatarse del daño que produce. Un amante traidor y cobarde abrumado por sus remordimientos y una adolescente que lleva secuestrada y vejada cinco años. Un niño que sueña con ser un samurái y un psicópata que asesina con una catana a mujeres. Un profesor enamorado y un soldado que es obligado a testificar en falso contra otro hombre. Un muchacho que es forzado a alistarse en la División Azul y a pasar diez años de infierno en un gulag siberiano en el que estaba prohibida la risa y la misma estepa helada eran los muros de su cárcel y un asesino fascista que prospera como diputado en la transición a la democracia aunque quiere más y más poder.
Ambición, avaricia, envidia, sed de poder, revancha, tortura, secuestro, culpa, odio, rencor.
Muchas palabras, muchas voces, infinitas emociones, demasiados silencios, odios atroces.
Argumento tejido con una belleza y maestría inigualables, con palabras duras y secas que te golpean como un disparo desgarrador en lo más profundo del alma en una especie de laberinto donde aparecen y desaparecen los personajes, en saltos en el tiempo, para ir, de forma apasionante, dando las claves de la historia que se narra. Vidas que no parecen ni importan nada. Muertes que ni siquiera cambian el paisaje que continúa inalterable. Dolor que no desaparece en el transcurso de los años. Apremiante necesidad de continuar viviendo, de trabajar, de recobrar una rutina que te consuela. Gentes que huyen del cariño y se refugian en el abandono. Remordimiento que no te permite abandonar tu casa por tus actos canallas. Miserias que te llevan recorriendo círculos concéntricos que se atraviesan para llegar al corazón mismo de la miseria. Destino que te hace comprender que no todo lo humano es blanco o negro sino que está poblado de grises, aunque nos equivoquemos en nuestras apreciaciones continuamente. Padres odiados por sus hijos. Hijos odiados por sus padres. Farsa y tragedia.
Miseria moral y material, frío, olor a carne quemada, violaciones, violencia machista, crímenes, muerte, miedo, hambre, odio que se llena de paciencia para consumar su venganza. Destinos inexorables que se cruzan entre las personas y que se anudan entre ellas hasta confundirse.
La tristeza del samurái nos viene a decir que las casualidades no existen, pues son simplemente una apariencia engañosa en la que se atrincheran los que no quieren saber más. Y hay que saber. Y hay que tener memoria porque el pasado permanece inmutable, devolviéndonos siempre la visita ya que la culpa es un sentimiento que se transmite de padres a hijos para anclarse para siempre en los recuerdos y en la memoria, teniendo que asumir que aunque nos movamos por inclinaciones y predilecciones más o menos personales, siempre nuestras acciones tienen consecuencias y que hay que pagar un precio por ellas. Deseamos desde el principio ser mejores de lo que somos aunque nos convertimos en lo que podemos y no en lo que queremos.
No se puede vivir sin saber. Hay que recuperar la memoria ya que sin memoria el tiempo no existe. Hay que luchar para sobrevivir y alcanzar cierto grado de dignidad. Esto es lo que de verdad importa y no vivir atemorizados detrás de verjas y ventanas tapiadas, esperando la visita de alguien que, tarde o temprano, vendrá a ajustar cuentas.
La tristeza del samurái seguramente ha sido calificada como una novela dura. Yo no lo entiendo así. Es una novela intimista donde se demuestra que la dureza de la vida, cuando acabas compruebas que es una simple anécdota y que prevalece una especie de ternura y de dolor vital por encima de lo vivido. Una ternura que nos redime de nuestros actos. Un amor y un ansia de luchar y de no rendirse nunca. Soportar, sufrir, subsistir y perdurar como sinónimo de triunfo en la lucha y de saber que, mientras peleas, no está todo perdido ya que siempre tendrás la ocasión de poder salvarte.
Palabras, muchas palabras extraordinarias; emociones, muchos sentimientos que subyugan; voces que como gritos desesperados rompen el silencio de la desmemoria para anunciarnos que el no saber y el no rememorar nos condena al retorno, y hay sucesos que no deberían volver nunca.
No me extraña que La tristeza del samurái deje profunda huella en las personas sensibles. No me extraña que Víctor del Árbol en tan pocos años se haya convertido en un autor imprescindible en el mundo literario.
©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega