Camino
hacia mis habitaciones cuando escucho un murmullo en las de doña Inés
que hablaba para sí muy afligida por lo que entiendo sobre mi
persona. Imaginen
sus señorías
que, aunque crean
escuchar
mi voz, es la de esa por la que me salvé de los infiernos que así
se dolía:
Pasa
y pasa el tiempo y aquí estoy desde hace ya casi cuatrocientos
setenta y cinco años, y lo que me queda, que para eso lo llaman
eternidad al sitio donde habito, es decir, la duración que no tiene
ni principio ni fin, el tiempo que perdura siempre.
Para
que vuestras mercedes estén informadas, e ir poniendo los cimientos
de lo que les quiero desvelar, diré que mi nombre es doña Inés de
Ulloa. Nací en Sevilla allá por el año 1525 cuando nos gobernaba
nuestro Señor, el buen rey don Carlos, que será muy bueno pero que
por aquí, en las Españas, se le ha visto poco por estar siempre
dando mandobles a diestro y siniestro por toda la faz de la Tierra, y
que a la postre llegará a ser coronado como emperador del Sacro
Imperio Romano Germánico. Ahí, precisamente ahí, es donde empiezan
todas mis desgracias que no me han abandonado nunca, salvo unos
simples instantes de felicidad en un cortijo al lado del
Guadalquivir, una noche del año del Señor de 1545, con tanta
monserga de moral cristiana, amor divino ensalzado frente al amor
humano, sufrimiento identificado con la pasión de Cristo, adorar a
la amada como una virgen mientras todas las demás no paran de
divertirse y de gozar, conventos, misas, madres superioras, salvación
eterna y demás zarandajas, pamplinas, chuminadas y tonterías que,
al menos a mí, me han dejado a dos velas en esto de los placeres
carnales.
Y
vamos a ver si se me entiende con claridad lo que a vuestras mercedes
les quiero explicar y lo disciernen e interpretan en su justo
término, que ni por asomo es echar por tierra el precioso y
excelente drama, escrito
por un autor romántico que nos dio a conocer al mundo entero no sólo
a mi humilde persona, sino también a todos los que me rodearon en mi
afligida existencia.
Era
mi padre el muy cristiano y católico don Gonzalo de Ulloa,
Comendador de la muy religiosa y militar Orden de Calatrava, por lo
que pertenecí a una familia de rango muy elevado. Huérfana de
madre, fui recluida por mi progenitor y criada en un convento del
barrio de Santa Cruz donde me sentí ahogada como si se tratase de
una cárcel. En el noviciado me encontraba cuando mi criada Brígida
me empezó a musitar al oído palabras que me turbaron sobre un tal
don Juan Tenorio, burlador, calavera, canalla y mujeriego, para
después hacerme leer sus cartas que me dejaron trastornada, por lo
que yo, una muchacha joven, bella, inocente, virginal, que no conocía
la malicia, el falso fingimiento, ni la hipocresía, comencé a
llenar mi cabeza de deseo carnal, antes para mí inconcebible, hasta
explotar cuando le tuve frente a mis ojos y de mi boca salió del
mismo alma:
-Tu
presencia me enajena, tus palabras me alucinan, y tus ojos me
fascinan, y tu aliento me envenena. ¡Don Juan!, ¡don Juan! Yo te
imploro de tu hidalga compasión: o arráncame el corazón, o ámame
porque te adoro.
¡Oh,
Dios mío! Allí en ese sofá en el que se me saltaban los pulsos; en
ese diván en el que quería yacer con ese hombre y deleitarme por
fin con voluptuosidad lujuriosa del sexo siempre vedado para mi
persona.
Pero
no pudo ser. Tuvo que aparecer por la casa, antes de la consumación,
mi señor padre para mandar todo a tomar vientos. ¿Por qué tuvo que
presentarse? ¿Por qué no escuchó a mi amado cómo le pedía perdón
arrepentido postrado de rodillas ante él? ¿Por qué no lo creyó?
¿Por qué lo despreció, lo provocó y se batió a muerte con él?
Don Juan tuvo que huir de España y yo morí de pena y tristeza por
motivo de su ausencia, no sin antes ofrecer mi alma al mismo Dios, a
cambio de la de él, que en su infinita sabiduría y misericordia
aplazó su sentencia si se arrepentía de sus pecados, lo cual
sucedió cinco años después cuando, momentos antes de morir, lanzó
a los cuatro vientos estas palabras:
-Suéltala,
que si es verdad que un punto de contrición da a un alma la
salvación de toda una eternidad, yo, Santo Dios, creo en Ti: si es
mi maldad inaudita, tu piedad es infinita… ¡Señor, ten piedad de
mí!
¡Albricias!
Parecieron unas palabras mágicas. Dios no sólo salvó a don Juan de
la condenación eterna, sino que también me salvó a mí. ¡Toda una
eternidad iba a pasar junto a este hombre al que amé con locura!
Pero
la perpetuación infinita ya me está saliendo por las orejas. El
llamado Tenorio, que una vez llamó al Cielo y no le oyó cerrándole
sus puertas, a la segunda intentona lo consiguió. Ahora se pasa las
horas platicando con San Pedro en la puerta, le da la paliza a Jesús
con denuedo, pide consejos sin descanso al Espíritu Santo para ser
más virtuoso, y hasta el mismo Dios Padre huye despavorido cuando
le ve aparecer. A mí, su doña Inés, ni me mira porque se ha hecho
un beato y un santurrón.
Desesperada,
no hago más que preguntarme qué fue de ese sinvergüenza que
tardaba un día en enamorar a una mujer, otro para acostarse con
ella, el siguiente para abandonarla, dos para buscarse a otra y una
hora para olvidarla. Y aquí sigo aburrida, añorando aquella noche
en un sofá donde mi respiración se agitaba porque, por fin, iba a
abandonar mi casta pureza y catar la fruición carnal lasciva y
lúbrica. ¡Naranjas de la China!. Aquí continúo, tantos siglos
después, aún casta y virginal. ¡Ya está bien, hombre! Pero, ¿qué
he hecho yo para merecer esto? ¿Tan mal me he portado en mi vida
terrenal de la que nunca salí de un convento? Maldito sea mil veces
mi padre, don Gonzalo, por meterse donde no le llamaban y maldita sea
la beatería y la religión que ha vuelto gilipollas a don Juan, que
por mi amor ha salido ganando con
su salvación, y
a mí, doña Inés de Ulloa, la del eterno hábito blanco con la cruz
roja de Calatrava en el pecho, me ha destrozado y me encuentro dando
alaridos como una gata en celo por poder algún día saborear las
delicias de la carne.
-¡Hay
que joderse!”.
©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega
©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega