lunes, 24 de marzo de 2014
Sesenta kilos - Ramón Palomar
Bienvenidos al infierno. En este país nuestro en el que los delincuentes corruptos de cuello blanco campan por sus respetos también existe un mundo subterráneo de manguis, de delincuentes que no engañan. Ellos son lo que son. Son manguis, son forajidos que están al otro lado de la ley y viven en un mundo violento de vida y de muerte. Este submundo nos lo narra Ramón Palomar en su primera novela Sesenta kilos.
Sesenta kilos de cocaína pura. Sesenta kilos que supondrían el pasaporte de salida para muchos. Sesenta kilos que serán la perdición de casi todos.Una novela de tramposos y estafadores en el submundo hispánico de la droga, por la que pululan camellos de poca monta y menos luces, gerifaltes del narcotráfico entrampados en la burbuja inmobiliaria, ex legionarios, estrípers, propietarios de burdeles, contables, clanes gitanos... y ni un solo policía. Charli y el Nene son dos pringados al mando de Frigorías, sin ideas propias, siempre cumpliendo lo que les mandan, que suele ser siempre lo mismo: acercarse a Oporto, recoger la droga que allí les arrojan en el río y venirse con la carga de nuevo para Valencia. Pero algo ha cambiado. Charli en un arrebato decide llevarse el último alijo y esa es la chispa que abre la caja de Pandora. Lo malo es que todo el mundo está ahora tras su pista. Sesenta kilos de coca pura es mucho dinero. Y perderla una falta de prestigio que Frigorías no puede permitirse. Empieza una persecución que recorrerá Valencia, Oporto, Madrid, Algeciras y Tánger.
Una galería impresionante de personajes recorre las páginas de Sesenta kilos: Charli, el Nene, Don Anselmo Antúnez Cabrera, alias Frigorías, Mauro García Nogales, alias Tiburón, Amapola, Susana, Malika, Salvador Pérez Castillejo, alias el Marqués, Yeyo y Arturito, Manuel Carapán, Ventura Borrás Castro,... en un mundo de venganza, ambición, violencia, sexo, corrupción, dinero, pero también amor y amistad. Sesenta kilos en palabras de su autor Ramón Palomar es una novela "donde se fuma, se folla, se bebe, se esnifa, se vive, se mata, se sufre, se llora y se ríe" en la que estos singulares personajes de lujo, de los que no podrás identificarte por ser escoria pero que les terminas cogiendo cariño, recorren las alcantarillas de esa parte de la sociedad que sobrevive en el culo de un país, España, en descomposición. La coca, los sesenta kilos, es una metáfora de la libertad, de la salvación. Es la última oportunidad para unos individuos condenados a tomar decisiones equivocadas. Esos ladrillos de coca son su futuro, y se aferran a ellos como a un flotador en mar abierto. Pero el flotador, no podía ser de otra manera, está pinchado. Unos personajes que en el fondo, solo intentan buscarse la vida, una vida mejor, llena de otros sueños en los que el amor, pese a la violencia que manifiestan también está presente.
Ramón Palomar tiene una prosa trepidante, usando el lenguaje callejero a su antojo, imponiendo la ley de la calle, de las palabras que tienen un significado preciso y que sobran en un diccionario, con un ritmo elevadísimo que casi te imposibilita dejarla ni un momento y que es potenciada no sólo por las buenas artes del autor sino también por esos capítulos cortos, ese foco de la narración que va a de un personaje a otro y que te mantienen en una tensión continua.
Sesenta kilos engancha, enamora, sacude, emociona, encabrona y seduce durante más de trescientas páginas. Ramón Palomar lo ha conseguido, ha escrito una espléndida muestra de auténtico negro hispano y cañí que va a dar mucho que hablar. El autor ha sido hábil: les ha dado un corazoncito a los malnacidos. Porque también ellos tienen sentimientos y se enamoran de nenas, aunque sean las nenas equivocadas, aunque una sea una "puta princesa de taxímetro plantificado entre las ingles", y la otra una profesora de doble vida acostumbrada a rutinas de salvajismo y realidad, de clases diurnas y sesiones sado nocturnas, y la de más allá una "negrota de sonrisa glaseada". Además, ¿no son en realidad peores los mafiosos trajeados que manejan el cotarro? Ese Frigorías de tupé escaso que controla el narcotráfico y que ve cómo se evapora su buena y podrida estrella con la burbuja inmobiliaria; o ese Manuel Carapán que dirige Rojo y Negro, un burdel presidido por un Murillo auténtico, y que sabe cómo sobornar a maderos trapisondistas de aspiradora por nariz; o el Marqués, patriarca gitano para quien su única ley es la sangre. El resto, bien pensado, son títeres manejados que buscan huir de un mundo que odian sin saber todavía que eso es imposible. ¿No resulta preocupante, en fin, que sea un tarado llamado el Nene (que llora cuando se enfarlopa y que anda colgado con cuentos africanos tan viscosos como una película de zombis) el que pueda resultar más conmovedor? Tal vez por su debilidad, tal vez porque lleva toda la vida aguantando empellones, insultos y desprecios, tal vez porque sobrevive a base de picaresca. ¿Debemos preocuparnos si al final regalamos una mirada redentora a un tipo que no deja de ser un auténtico sádico?
La verdad es que la deprimente y terrible fauna de Sesenta kilos no tiene desperdicio. La novela transcurre en ambientes caldeados y violentos en parejas bien definidas: Charli y Susana, Mauro y Amapola, el Nene y Malika, Frigorías y Carapán, Yeyo y Arturito. Hay, incluso, cambio de parejas: Mauro y el ex sargento Ventura Borrás o Charli y el Nene (cuyas primeras peripecias desencadenan el desastre). Cuando Charli decide agarrar las dos maletas con sesenta kilos de cocaína pura y huir, la suerte está echada para todos. La novela se convierte en una vorágine de violencia y sangre. Valencia, Oporto, Madrid, Tarifa y Tánger. Una especie de road-movie a ritmo de revólver y venganza. Todo tiene cabida en este carrusel adrenalínico: ex legionarios, traficantes, camellos, psicópatas, putas, narcotraficantes y gitanos fumatas que se emocionan con el quejío interminable y caníbal de Camarón. Fulanos que mean nitroglicerina y nenas que se ponen cachondas viendo a sus hombres romper costillas, malos de cojones que sobreviven en el zafarrancho continuo de funambulismo ilegal y asesinos capaces de matar fríamente pero incapaces de cortar historias de amor que lo tienen todo en contra. Eso sí, en esta brillante novela policíaca hay de todo menos policías.
Ramón Palomar no necesita polis para describir su particular historia sobre el lumpen español de medio pelo. Quizá porque, como dice casi al final, “la policía no es tonta, pero no puede llegar a tiempo porque la brevedad de los fuegos artificiales provoca que se pierdan la apoteosis final”. Y es que la novela transcurre a ritmo infernal, es políticamente incorrecta, escupe delirios y brasas y meteoritos, está llena de puñetazos lingüísticos, de metáforas cuidadas y preciosistas. Tras poner punto final a la lectura, sabes que te costará tiempo olvidarte de la cabellera de blancura nuclear de Charli, porque “Charli era el puto amo. Era Dios. Era Satanás. Era el relámpago de la vendetta. Era el rayo que les partía”. Sabes que no podrás apartar de tu cabeza la figura terrible de Mauro Tiburón, skin psicópata y ex legionario “con verde mirada de cuchilla de afeitar convertido en rey de la selva”. Y mirarás para siempre a tus espaldas por si aparecen las melenas largas y acaracoladas de Yeyo y Arturito. “Tu verdad es mi mentira” lleva tatuado Amapola en su cuerpo de princesa triste. Esa es su desgracia. Y la de todos los demás. Por eso no hay futuro para ninguno.
Con un ritmo frenético donde el lenguaje cobra protagonismo, la trama avanza en espiral hasta alcanzar el clímax en un final apoteósico donde todas las piezas del puzzle encajan a la perfección. Ramón Palomar nos regala una obra maestra que no se debe dejar de leer. Una muestra de que la novela negra española goza de buena salud. Una estupenda salud llena de Sesenta kilos de cocaína pura y de excelente literatura.
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