sábado, 29 de marzo de 2014

Un chico de provincias - Juan Pedro Martín Escolar-Noriega


Una vez que ha pasado ya una semana desde que falleció el mal llamado primer Presidente de la democracia española, Adolfo Suárez, y sobre el que se han vertido toda suerte de elogios y bastantes barbaridades es mi propósito buscar en el baul de mis recuerdos y hacer una semblanza de quién fue este hombre que lideró una página central de nuestra historia más inmediata.

Quiero ser honesto desde el principio y mentiría sin embargo si dijera que Suárez me inspiraba por entonces demasiada o siquiera alguna simpatía: mientras estuvo en el poder yo era muy joven y nunca lo consideré más que un escalador del franquismo que había prosperado partiéndose el espinazo a fuerza de reverencias, un político oportunista, reaccionario, beatón, superficial y marrullero que encarnaba lo que yo más detestaba en mi país y a quien mucho me temo que identificaba con mucha gente, suarista pertinaz, heredera de esa oscura época de la dictadura. Como cualquier político puro, Suárez era un actor consumado: joven, atlético, extremadamente apuesto y siempre vestido con un esmero de galán de provincias que embelesaba a las madres de familia de derechas y provocaba las burlas de las periodistas de izquierdas -chaquetas cruzadas con botones dorados, pantalones gris marengo, camisas celestes y corbatas azul marino-, Suárez explotaba a conciencia su porte kenediano, concebía la política como espectáculo y durante sus largos años de trabajo en Televisión Española había aprendido que ya no era la realidad quien creaba las imágenes, sino las imágenes quienes creaban la realidad. 

¿Qué es un político puro? ¿Es lo mismo un político puro que un gran político, o que un político excepcional? ¿Es lo mismo un político excepcional que un hombre excepcional, o que un hombre éticamente irreprochable, o que un hombre simplemente decente? Es muy probable que Adolfo Suárez fuera un hombre decente, pero no fue un hombre éticamente irreprochable, ni tampoco un hombre excepcional, o no al menos lo que suele considerarse un hombre excepcional; fue sin embargo, hechas las sumas y las restas, el político español más contundente y resolutivo del siglo pasado.

Fue un pícaro sin formación, fue un falangistilla de provincias, fue un arribista del franquismo, fue el chico de los recados del Rey; sus detractores tenían razón, sólo que su biografía demuestra que esa razón no es toda la razón. Poseía un talento de actor para el engaño, pero la primera vez que vio a Santiago Carrillo no le engañó: pertenecía a una familia de derrotados republicanos, varios de los cuales habían conocido durante la guerra las cárceles de Franco; nadie en su casa le inculcó, sin embargo, la menor convicción política, ni es fácil que nadie le hablara de la guerra excepto como de una catástrofe natural; sí es fácil en cambio que aprendiera desde niño a odiar la derrota del mismo modo que se odia una pestilencia familiar. Fue un estudiante pésimo, que penó de colegio en colegio y que no pisó la universidad más que para examinarse de asignaturas que a menudo memorizaba sin entender; carecía del hábito sedentario de la lectura, y hasta el final de sus días le persiguió una leyenda, sólo al principio fomentada por él mismo, según la cual jamás había reunido paciencia suficiente para leer un libro desde la primera página hasta la última. Le interesaban otras cosas: las chicas, el baile, el fútbol, el tenis, el cine y las cartas. Era un vitalista hiperactivo y compulsivamente sociable, un líder de pandilla de barrio con una simpatía espontánea y un éxito indisputado entre las mujeres, pero cambiaba sin dificultad la euforia por el abatimiento y, aunque probablemente nunca visitó un psiquiatra, algunos amigos íntimos siempre lo consideraron carne de psiquiatra. El lenitivo contra sus fragilidades psicológicas fue una maciza religiosidad que lo arrojó en los brazos de Acción Católica y encauzó su vocación de protagonismo permitiéndole fundar y presidir desde la adolescencia asociaciones piadosas con inocuas pretensiones políticas. A finales de los años cuarenta o principios de los cincuenta, en una ciudad como Ávila, amurallada por la gazmoñería provinciana del nacionalcatolicismo, Adolfo Suárez encarnaba a la perfección el ideal juvenil de la dictadura: un muchacho de orden, católico, guapo, jovial, deportista, audaz y emprendedor, cuyas ambiciones políticas se hallaban cosidas a sus ambiciones sociales y económicas y cuya mentalidad de obediencia y sacristía ni siquiera imaginaba que nadie pudiera cuestionar los fundamentos y mecanismos del régimen, sino sólo servirse de ellos. Todo parecía augurarle un futuro radiante, pero de un día para otro todo pareció derrumbarse. A principios de 1955, cuando acababa de cumplir veintitrés años, de terminar a trancas y barrancas la carrera de derecho y de conseguir su primer trabajo remunerado en la Beneficencia de Ávila, su padre escapó de la ciudad envuelto en un escándalo de negocios, abandonando a la familia. Suárez padeció esta deserción como un cataclismo: además del desgarro afectivo, la huida del padre suponía el oprobio social y la penuria económica para una familia numerosa cuyas estrecheces de dinero no se correspondían con su buena posición en la ciudad; es probable que, presa de la hipocondría e incapaz de hacer frente con su sueldo de aprendiz a las necesidades de su madre y de sus cuatro hermanos menores, Suárez meditara con alguna seriedad la escapatoria de ingresar en el seminario. Un golpe de suerte lo libró de sus tribulaciones. En el mes de agosto Suárez conoció a Fernando Herrero Tejedor, un joven fiscal falangista y militante del Opus Dei que acababa de ser nombrado gobernador civil y jefe provincial del Movimiento en Ávila y que, gracias a la recomendación de uno de sus profesores particulares, le dio trabajo en el gobierno civil, lo que le permitió completar su sueldo en la Beneficencia, ingresar en la estructura del partido único y cultivar la amistad de un personaje poderoso y bien relacionado que con los años se convertiría en su mentor político. La alegría, sin embargo, duró poco tiempo: en 1956 Herrero Tejedor fue destinado a Logroño, Suárez perdió su empleo y al año siguiente, sin dinero y sin esperanza de prosperidad en la provincia, decidió probar fortuna en Madrid. Allí se reencontró con su padre, allí montó con él un despacho de procurador de los tribunales (un oficio que su padre ya había desempeñado de forma irregular en Ávila), allí consiguió reunir de nuevo bajo el mismo techo a su padre, su madre y alguno de sus hermanos, en un piso de la calle Hermanos Miralles. Pero al cabo de sólo unos meses las cosas volvieron a torcerse: su padre volvió a meter a la familia en enredos de dinero y Suárez rompió con él, abandonó el despacho y se fue a vivir por su cuenta a una pensión. Tal vez que en esa época tocara fondo, aunque poco sabemos de ella a ciencia cierta: se dice que apenas tenía conocidos en Madrid, que veía ocasionalmente a su madre y que se ganaba la vida con trabajos esporádicos, acarreando maletas en la estación de Príncipe Pío o vendiendo electrodomésticos puerta a puerta; se dice que pasó apuros, que pasó hambre, que callejeaba mucho. Algunos apologistas de Suárez recurren a los aprietos reales de esos días para pintar a un self-made man que conoció la miseria y que ignoró los privilegios en que crecieron los políticos del franquismo; la pintura no es falsa, siempre que no se olvide que el episodio fue brevísimo y que, mientras duró, Suárez sólo fue un señorito de provincias en horas bajas, desterrado en la capital a la espera de una oportunidad digna de su ambición. Quien se la proporcionó fue de nuevo Herrero Tejedor, que desempeñaba por entonces el cargo de delegado nacional de provincias en la Secretaría General del Movimiento y que, en cuanto el padre de un amigo de Suárez le contó su situación y le pidió trabajo para él, se apresuró a nombrarlo su secretario personal. Esto ocurrió en el otoño de 1958. A partir de esa fecha, y hasta la muerte de Herrero Tejedor en 1975, Suárez apenas se separó de su tutela; a partir de esa fecha, y hasta que él mismo acabó destruyéndolo, Suárez apenas se separó un momento del poder franquista, porque ése fue el inicio modestísimo de su escalada peldaño a peldaño en la jerarquía del Movimiento. 



Franco creyó reconocer en Suárez el talante del traidor en ciernes, y en una ocasión, siendo Suárez jefe de Radiotelevisión Española, después de que ambos charlaran un rato en el palacio de El Pardo el dictador le comentó a su médico personal: «Este hombre es de una ambición peligrosa. No tiene escrúpulos». Y Franco acertó: la ambición de Suárez acabó siendo letal para el franquismo; su falta de escrúpulos también. Ambas cosas no explican por sí solas, sin embargo, su ascenso fulgurante en los años sesenta y setenta. Suárez era un trabajador a tiempo completo, y su talento político era indudable: tenía curiosidad, escuchaba más que hablaba, aprendía rápido, resolvía los problemas por la vía más simple y más directa, renovaba sin contemplaciones los equipos de políticos que heredaba, sabía reunir voluntades contrapuestas, conciliar lo inconciliable y detectar lo muerto en lo que aún parecía vivir; además, no desaprovechaba una sola oportunidad de demostrar su valía: como si en verdad hubiese sellado un pacto con el diablo, ni siquiera desaprovechaba oportunidades que hubieran podido arruinar la carrera de cualquier otro político.

Seis meses después de la proclamación de la monarquía, el Rey y su mentor político, Fernández Miranda, ya habían comprendido que para que el primero conservara el trono debía renunciar a los poderes o a gran parte de los poderes que había heredado de Franco, convirtiendo la monarquía franquista en una monarquía parlamentaria; también habían concebido un proyecto de reforma más profundo y ambicioso que el apadrinado por el gobierno, sabían que Arias Navarro ni podría ni querría ejecutarlo y el discurso en las Cortes de Suárez terminó de persuadirlos de que el joven político era la persona adecuada para hacerlo. O más bien terminó de persuadir al Rey, porque Fernández Miranda hacía ya tiempo que estaba persuadido de ello, mientras que el monarca no acababa de ver claro que aquel chisgarabís servicial y ambicioso, que aquel gallito falangista, simpático, trapacero e inculto -que tan útil le resultaba como ayuda de cámara o chico de los recados- fuese el personaje idóneo para llevar a cabo la tarea sutilísima de desmontar sin descalabros el franquismo y montar sobre él alguna forma de democracia que asegurara el porvenir de la monarquía. Fue Fernández Miranda quien, con su retórica de lector de Maquiavelo y su ascendiente intelectual sobre él, convenció al Rey de que al menos para sus propósitos de entonces aquellas características personales de Suárez no eran defectos sino virtudes: necesitaban a un chisgarabís servicial y ambicioso porque su servilismo y su ambición garantizaban una lealtad absoluta, y porque su falta de relevancia y de proyecto político definido o de ideas propias garantizaban que aplicaría sin desviarse las que ellos le dictaran y que, una vez realizada su misión, podrían prescindir de él tras agradecerle los servicios prestados; necesitaban a un gallito falangista con su temple porque sólo un gallito falangista con su temple, joven, duro, rápido, flexible, decidido y correoso, sería capaz de aguantar primero las embestidas feroces de los falangistas y los militares y de mantenerlos a raya después; necesitaban aun tipo simpático porque debería seducir a medio mundo y a un tipo trapacero porque debería embaucar al otro medio; y en relación a su falta de cultura, Fernández Miranda era lo bastante culto para saber que la política no se aprende en los libros y que para aquella empresa la cultura podía ser una rémora, y lo bastante perspicaz para haber advertido ya que Suárez poseía como ningún otro político de su generación ese don transitorio o esa comprensión exacta y sin razones de lo que en aquel momento estaba muerto y lo que estaba vivo o esa familiaridad con los hechos significativos -con lo que encaja y no encaja, con lo que puede y no puede hacerse, con cómo y con quién y con qué costes puede hacerse.
Resuelto a convertir a Suárez en el presidente del gobierno que llevara a cabo la reforma, el 1 de julio de 1976 el Rey obtuvo la dimisión de Arias Navarro; no tenía las manos libres, sin embargo, para nombrar a su sustituto: de.acuerdo con la legislación franquista, debía elegir entre la terna de candidatos que le presentase el Consejo del Reino, un organismo consultivo donde se sentaban algunos de los miembros más conspicuos del franquismo ortodoxo. Pero, gracias a la astucia y a la habilidad de Fernández Miranda, que presidía el Consejo y llevaba meses preparándolo para ello, al mediodía del 3 de julio el Rey recibió una terna que incluía el nombre del elegido. Suárez lo sabía; mejor dicho: sabía que iba en la terna, pero no sabía que era el elegido; mejor dicho: no lo sabía pero lo intuía, y aquella tarde de sábado, mientras aguardaba la llamada del Rey en su casa de Puerta de Hierro -por fin vivía en Puerta de Hierro y por eso era ministro y podía ser presidente del gobierno -, las dudas lo consumían. En sus últimos años de lucidez Suárez recordó algunas veces esa escena en público, al menos una de ellas en televisión, viejo, canoso y con la una sonrisa melancólica de triunfo o con la misma irónica sonrisa de fracaso con que un hombre que ha vendido su alma al diablo recuerda pasados muchos años el momento en que el diablo cumplió finalmente su parte del trato. Suárez conocía las cábalas del Rey y Fernández Miranda, las seguridades de Fernández Miranda y las dudas del Rey, sabía que el Rey apreciaba su fidelidad, su encanto personal y la eficacia que había demostrado en el gobierno, pero no estaba seguro de que a última hora la prudencia o el temor o el conformismo no le aconsejaran olvidar el atrevimiento de nombrar a un segundón de la política y un casi desconocido para la opinión pública como él y optar por la veteranía de Federico Silva Muñoz o Gregario López Bravo, los otros dos integrantes de la terna. Nunca había querido ser otra cosa, nunca había soñado con ser otra cosa, siempre había sido un asceta del poder, y ahora que todo parecía dispuesto para permitirle saciar su hambre en carne viva y su ambición de plenitud vital intuía que si no lo conseguía ya no iba a conseguirlo nunca. Se sentó impaciente junto al teléfono y por fin, en algún momento de la tarde, el teléfono sonó. Era el Rey; le preguntó qué estaba haciendo. Nada, contestó. Estaba ordenando papeles. Ah, dijo el Rey, y a continuación le preguntó por su familia. Están de veraneo, explicó. En Ibiza. Yo me he quedado solo con Mariam. Él sabía que el Rey sabía que él sabía, pero no dijo nada más y, tras un silencio brevísimo que vivió como si fuera eterno, se decidió a preguntarle al Rey si quería algo. Nada, dijo el Rey. Sólo saber cómo estabas. Luego el Rey se despidió y Suárez colgó el teléfono con la certeza de que el monarca se había acobardado y había nombrado a Silva o a López Bravo y no había tenido valor para darle la noticia. Poco después volvió a sonar el teléfono: volvía a ser el Rey. Oye, Adolfo, le dijo. ¿Por qué no vienes para acá? Quiero hablarte de un asunto. Trató de dominar la euforia y, mientras se vestía y cogía el Seat 127 de su mujer y conducía hacia la Zarzuela entre el tráfico escaso de un fin de semana veraniego, a fin de protegerse de un desengaño contra el que estaba indefenso se repitió una y otra vez que el Rey sólo le llamaba para pedirle disculpas por no haberlo elegido, para explicarle su decisión, para asegurarle que seguía contando con él, para envolverlo en protestas de amistad y de afecto. En la Zarzuela le recibió un ayudante de campo, que le hizo esperar unos minutos y luego le invitó a entrar en el despacho del Rey. Entró, pero no vio a nadie, y en aquel momento pudo experimentar una aguda sensación de irrealidad, como si estuviese a punto de concluir bruscamente una representación teatral que llevaba muchos años interpretando sin saberlo. De ese segundo de pánico o de desconcierto lo sacó una carcajada a sus espaldas; se volvió: el Rey se había escondido detrás de la puerta de su despacho. Tengo que pedirte un favor, Adolfo, le dijo a bocajarro. Quiero que seas presidente del gobierno. No dio un alarido de júbilo; todo lo que consiguió articular fue: Joder, Majestad, creí que no ibas a pedírmelo nunca.

Es probable que la metamorfosis de Adolfo Suárez en un hombre que de algún modo siempre había estado en él y que apenas guardaba relación con el antiguo falangista de provincias y el antiguo arribista del franquismo se iniciara el mismo día en que el Rey lo nombró presidente del gobierno, pero la realidad es que sólo empezó a hacerse visible muchos meses más tarde. La acogida que la opinión pública deparó a su nombramiento fue demoledora. Nadie la resumió mejor que un humorista. En una viñeta de Forges dos devotos de Franco encerrados en un búnker comentaban la noticia; uno de ellos decía: «Se llama Adolfo, ¿no es maravilloso?»; el otro contestaba: «Ciertamente». Así fue: salvo contadas excepciones, sólo la ultraderecha -desde los camisas viejas de Falange hasta los militares y los tecnócratas del Opus, pasando por los Guerrilleros de Cristo Rey- celebró el ascenso de Suárez a la presidencia, convencida de que el joven, obsequioso y disciplinado falangista representaba vino nuevo en odres viejos, la demostración palpable de que los ideales del 18 de julio seguían vigentes y la mejor garantía de que el franquismo, con todos los cambios cosméticos que las circunstancias exigieran, no iba a morir con la muerte de Franco. Más allá de la ultraderecha, sin embargo, sólo había pesimismo y espanto: para la inmensa mayoría de la oposición democrática y de los reformistas del régimen, Suárez apenas iba a ser, como escribía Le Fígaro, «el ejecutor de las bajas maniobras de la extrema derecha, decidida a torpedear por todos los medios la democratización» o, como insinuaba El País, la punta de lanza de «una máquina que resulta ser el auténtico búnker inmovilista del país» y que «encarna las tradicionales formas de ser español en su leyenda más negra y atrabiliaria: el poder económico y el político aliados en una simbiosis perfecta con el integrismo eclesiástico».

Suárez no se arredró: ésa era sin duda la acogida que esperaba -dada su trayectoria, no podía esperar otra-, y ésa era también la acogida que más le convenía. Porque si el encargo. que había recibido del Rey consistía en desmontar el franquismo para montar con sus mimbres una monarquía parlamentaria, liquidando lo muerto que aún parecía vivir y haciendo vivir lo que ya parecía muerto, con lo primero que debía contar era con la complicidad (o al menos con la confianza, o al menos con la pasividad) de la ortodoxia franquista; con lo segundo que debía contar era con la comprensión (o al menos con la tolerancia, o al menos con la paciencia) de la oposición clandestina. A esa doble conquista a priori imposible se lanzó desde el primer momento. Maquiavelo recomienda al político «mantener en suspenso y asombrados los ánimos de sus súbditos», encadenando sus acciones con objeto de no conceder a sus adversarios «espacio para poder urdir algo tranquilamente contra él». Tal vez Suárez no había leído a Maquiavelo, pero siguió a rajatabla su consejo, y en cuanto fue nombrado presidente del gobierno empezó a correr un sprint de golpes de efecto con tal rapidez y seguridad en sí mismo que nadie encontró razones, recursos o ánimos con que frenarlo: al día siguiente de su toma de posesión leyó un mensaje televisado en que, con un lenguaje, un tono y unas formas de político incompatible con el andrajoso almidón del franquismo, prometía concordia y reconciliación a través de una democracia en la que los gobiernos fueran «el resultado de la voluntad de la mayoría de los españoles», y al otro día formó con la ayuda de su vicepresidente Alfonso Osorio un gabinete jovencísimo compuesto por falangistas y por democristianos bien relacionados con la oposición democrática y con los poderes económicos; un día presentaba una declaración programática casi rupturista en la que el gobierno se comprometía a «la devolución de la soberanía al pueblo español» y anunciaba elecciones generales antes del3ü de junio del año próximo, al día siguiente reformaba por decreto el Código Penal que impedía la legalización de los partidos y al día siguiente decretaba una amnistía para los delitos políticos; un día declaraba la cooficialidad de la lengua catalana proscrita hasta entonces y al día siguiente declaraba legal la proscrita bandera vasca; un día anunciaba una ley que autorizaba a derogar las Leyes Fundamentales del franquismo y al día siguiente conseguía que la aceptasen las Cortes franquistas y al día siguiente convocaba un referéndum para aprobarla y al día siguiente lo ganaba; un día suprimía por decreto el Movimiento Nacional y al día siguiente ordenaba retirar de noche y a escondidas los símbolos falangistas de las fachadas de todos los edificios del Movimiento y al día siguiente legalizaba por sorpresa el partido comunista y al día siguiente convocaba las primeras elecciones libres en cuarenta años. Ésa fue su forma de proceder durante su primer gobierno de once meses: tomaba una decisión inusitada y, cuando el país todavía intentaba asimilarla, tomaba otra decisión más inusitada, y luego otra más inusitada todavía, y luego otra más; improvisaba constantemente; arrastraba a los acontecimientos, pero también se dejaba arrastrar por ellos; no daba tiempo para reaccionar, ni para urdir algo contra él, ni para advertir la disparidad entre lo que hacía y lo que decía, ni siquiera para asombrarse, o no más del que se daba a sí mismo: casi lo único que podían hacer sus adversarios era mantenerse en suspenso, intentar entender lo que hacía y tratar de no perder el paso.

Al principio de su mandato su objetivo principal fue convencer a los franquistas y a la oposición democrática de que la reforma que iba a llevar a cabo era el único modo de que ambos consiguieran sus opuestos propósitos. A los franquistas les aseguraba que había que renunciar a ciertos elementos del franquismo con el fin de asegurar la perduración del franquismo; a la oposición democrática le aseguraba que había que renunciar a ciertos elementos de la ruptura con el franquismo con el fin de asegurar la ruptura con el franquismo. 
Para sorpresa de todos, los convenció a todos. Primero convenció a los franquistas y, cuando los hubo convencido, convenció a la oposición: a los franquistas los engañó por completo; a la oposición no, o no del todo, o no más de lo que se engañó a sí mismo, pero la manejó a su antojo, la obligó a jugar en el terreno y con las reglas que él eligió y diseñó y, una vez que le hubo ganado la partida, la puso a trabajar a su servicio. ¿Cómo lo consiguió? Si en la televisión fue casi siempre imbatible, porque la dominaba mejor que cualquier político, en el mano a mano lo era todavía más: podía sentarse a solas con un falangista, con un tecnócrata del Opus o con un guerrillero de Cristo Rey y el falangista, el tecnócrata y el guerrillero se despedían de él con la certeza de que en el fondo era un guerrillero, un falangista o un defensor del Opus; podía sentarse con un militar y, recordando sus tiempos de alférez de complemento, decir: No te preocupes, en el fondo sigo siendo un militar; podía sentarse con un monárquico y decir: Yo ante todo soy monárquico; podía sentarse con un democristiano y decir: En realidad, siempre he sido un democristiano; podía sentarse con un socialdemócrata y decir: Lo que yo soy, en el fondo, es un socialdemócrata; podía sentarse con un socialista o un comunista y decir: Comunista no soy, no (o socialista), pero soy de los tuyos, porque mi familia fue republicana y en el fondo yo no he dejado de serlo. A los franquistas les decía: Hay que ceder poder para ganar legitimidad y conservar el poder; a la oposición democrática le decía: Yo tengo el poder y vosotros la legitimidad: tenemos que entendernos.

Fue un pase de magia espectacular, y el mayor éxito de su vida. En España la oposición democrática se frotaba los ojos; fuera de España la incredulidad era total: «Asombrosa victoria de Adolfo Suárez», titulaba The New York Times; «Las Cortes nombradas por el dictador han enterrado el franquismo», titulaba Le Monde. Pocos días después, sin concederse un instante de tregua ni permitir que sus adversarios salieran del estupor, convocó un referéndum sobre la ley recién aprobada; se celebró el 15 de diciembre y lo ganó con casi un 80 por ciento de participación y casi un 95 por ciento de votos afirmativos. Para los franquistas y para la oposición democrática, que habían propugnado el voto negativo y la abstención, el revés fue concluyente; mucho más para los primeros que para la segunda, claro está: a partir de aquel momento los franquistas ya sólo podían apelar a la violencia, y la semana del 23 al 28 de enero -en la que grupos de ultraderecha asesinaron a nueve personas en una atmósfera prebélica y en la que Suárez tuvo la certeza de que alguien intentaba un golpe de estado- fue el primer aviso de que estaban dispuestos á utilizarla; respecto a la oposición democrática, se vio obligada a arrumbar la quimera de imponer su limpia ruptura frontal con el franquismo para aceptar la inesperada y trapacera reforma con ruptura impuesta por Suárez y empezar a negociar con éste, dividida, descolocada y debilitada, en los términos que él había elegido y que más le convenían. Por lo demás, a aquellas alturas, hacia febrero de 1977, ya estaba claro para todos que Suárez iba a cumplir en un tiempo récord el encargo que le habían confiado el Rey y Fernández Miranda; de hecho, cruzado el Rubicón de la Ley para la Reforma Política, a Suárez no le quedaba más que finalizar el desmontaje del esqueleto legal e institucional del franquismo y convocar elecciones libres después de pactar con los partidos políticos los requisitos de su legalización y su participación en los comicios. Ahí terminaba en teoría su trabajo, ése era en teoría el final del espectáculo, pero para entonces Suárez ya se había creído su personaje y estaba exultante, navegando en la ola más gruesa del tsunami de sus éxitos, así que nada le hubiera parecido tan absurdo como abandonar el cargo con el que había soñado desde siempre; puede que ése hubiera sido sin embargo el propósito del Rey y Fernández Miranda al entregarle el papel estelar en aquel drama de seducciones, medias verdades y engaños, seguros como estaban quizá de que el chisgarabís encantador y marrullero se quemaría en el escenario, seguros como estaban en cualquier caso deque sería incapaz de manejar las complejidades del estado en condiciones normales, y más aún tras unas elecciones democráticas: una vez convocadas éstas y concluida su tarea, Suárez debería retirarse tras el telón, entré aplausos y muestras de gratitud, para ceder la gracia de los focos a un verdadero estadista, tal vez el propio Fernández Miranda, tal vez el eterno presidenciable Fraga, tal vez el vicepresidente Alfonso Osorio, tal vez el culto, elegante y aristocrático José María de Areilza. Por supuesto, Suárez habría podido ignorar el propósito del Rey, forzar la mano y presentarse a las elecciones sin su consentimiento, pero él era el presidente nombrado por el Rey y quería ser el candidato del Rey y luego el presidente electo del Rey, y durante aquellos meses fulgurantes, mientras se liberaba poco a poco de la tutela de Fernández Miranda y hacía cada vez menos caso de Osorio, se aplicó a demostrarle al Rey con los hechos que él era el presidente que necesitaba porque era el único político capaz de arraigar la monarquía montando una democracia igual que estaba desmontando el franquismo; también se aplicó a demostrarle por contraste que Fernández Miranda era sólo un viejo jurista timorato e irreal, Fraga un bulldozer indiscriminado, Osorio un político tan pomposo como inane y Areilza un figurín sin media hostia.

Todo esto acabaría de quedar claro para el Rey cuando a principios del mes de abril Suárez dio el golpe más audaz de su carrera, otro salto mortal político, pero esta vez sin red: la legalización del partido comunista. Esa medida era el límite que los militares habían puesto a la reforma y que Suárez había parecido aceptar o les había hecho creer que aceptaba; tal vez en principio la aceptó de veras, pero, conforme se imbuía de su personaje de presidente democrático sin democracia y se impregnaba de las razones de una oposición que lo empujaba desde la calle con movilizaciones populares y le forzaba a llegar mucho más lejos de lo que había previsto en el camino de la reforma, Suárez comprendió que necesitaba al partido comunista tanto como el partido comunista lo necesitaba a él. Hacia finales de febrero ya había tomado una decisión y había ideado un malabarismo de funambulista como el que permitió que las Cortes de Franco se inmolaran, sólo que esta vez optó por realizarlo prácticamente en solitario y prácticamente a escondidas: primero, con la disconformidad de Fernández Miranda y Osario pero con la conformidad del Rey, se entrevistó a escondidas con Santiago Carrillo y selló con él un pacto de acero; luego buscó cubrirse las espaldas con un dictamen jurídico del Tribunal Supremo favorable a la legalización y, cuando se lo denegaron, maniobró para arrancárselo a la Junta de Fiscales; luego sondeó a los ministros militares y sembró la confusión entre ellos ordenando al general Gutiérrez Mellado que les advirtiese de que el PCE podía ser legalizado (estaban a la espera de un trámite judicial, les dijo Gutiérrez Mellado, y también que si deseaban alguna aclaración el presidente estaba dispuesto a proporcionársela), aunque no les dijo cuándo ni cómo ni si efectivamente iba a ser legalizado, un malabarismo dentro del malabarismo con el que pretendía evitar que los ministros militares le acusaran de no haberlos informado y al mismo tiempo que pudieran reaccionar contra su decisión antes de que la anunciase; luego esperó a las vacaciones de Semana Santa, mandó a los reyes de viaje por Francia, a Carrillo a Cannes, a sus ministros de vacaciones y, con las calles de las grandes ciudades desiertas y los cuarteles desiertos y las redacciones de los periódicos y las radios y la televisión desiertas, se quedó solo en Madrid, jugando a las cartas con el general Gutiérrez Mellado. Por fin, otra vez con el apoyo del Rey y la oposición de Osario y ya sin consultar siquiera con Fernández Miranda, el Sábado Santo -el día más desierto de aquellos días desiertos-legalizó el PCE. Era una bomba, y a punto estuvo de estallarle en las manos: había tomado aquella decisión salvaje porque sus triunfos le habían dotado de una confianza absoluta en sí mismo y, aunque esperaba que la sacudida en el ejército sería brutal y que habría protestas y amenazas y tal vez amagos de rebelión, la realidad superó sus peores presagios, y en algunos momentos, durante los cuatro días de locos que siguieron al Sábado Santo, Suárez quizá pensó en más de un momento que había sobrevalorado sus fuerzas y que el golpe de estado era inevitable, hasta que al quinto tradujo de nuevo en beneficio propio la catástrofe anunciada: presionó hasta el límite a Carrillo y éste consiguió que el partido renunciara públicamente a algunos de sus símbolos y aceptara todos los que el ejército consideraba amenazados con su legalización: la monarquía, la unidad de la patria y la bandera rojigualda. En ese punto acabó todo. Los militares permanecieron en sus cuarteles, el país entero dejó de contener la respiración y Suárez se anotó un triunfo por partida doble: de un lado consiguió domesticar a los militares -o al menos domesticarlos por el momento-, obligándolos a digerir una decisión indigerible para ellos e indispensable para él (y para la democracia); de otro lado consiguió domesticar al partido comunista -y con el partido comunista, no mucho después, a toda la oposición democrática-, obligándolo a sumarse sin reservas al proyecto de la monarquía parlamentaria y trocando al adversario de siempre en el principal soporte del sistema. Para acabar de rematar la carambola, Suárez había convertido a Fernández Miranda y Osario en dos políticos súbitamente anticuados, a punto para la jubilación, y todo estaba listo para que convocara las primeras elecciones democráticas en cuarenta años y las ganara capitalizando el éxito de sus reformas.



Las convocó y las ganó, y por el camino también eliminó a Fraga y a Areilza, sus dos últimos rivales. Al primero lo arrinconó en un partido antediluviano donde manoteaban las glorias fugitivas de la desbandada franquista; con el segundo no tuvo piedad. Suárez carecía de un partido propio con que acudir a los comicios, así que durante meses, agazapado, maquinando a distancia y jugando de farol con la pamema de que no iba a presentarse siquiera como candidato, aguardó a que se formase una gran coalición de partidos centristas en torno a un partido encabezado por Areilza; una vez formada la coalición, cayó en picado sobre ella y, fortalecido por la certidumbre generalizada de que la lista electoral que él encabezase con su prestigio de partero de la reforma sería la vencedora de las elecciones, colocó a los dirigentes de la nueva formación ante una disyuntiva diáfana: o Areilza o él. No hizo falta que respondieran: Areilza tuvo que retirarse, él remodeló la coalición como quiso y el 3 de mayo de 1977, el mismo día en que se fundaba UCD, anunció su candidatura a las elecciones. Menos de mes y medio más tarde las ganó. Tal vez Suárez pensó con razón que las había ganado él, no UCD, porque sin él UCD no sería lo que era; pero, con razón o sin ella, tal vez también empezó a pensar otras cosas. Tal vez pensó que sin él no sólo no existiría UCD: tampoco existirían los demás partidos. Tal vez pensó que sin él no sólo no existirían los demás partidos: tampoco existiría la democracia. Tal vez pensó que su partido era él, que el gobierno era él, que la democracia era él, porque él era el líder carismático que había terminado en once meses y de forma pacífica con cuarenta años de dictadura mediante una operación inédita en la historia. Tal vez pensó que iba a gobernar durante décadas. Tal vez pensó que, por tanto, no iba a gobernar con la vista sólo puesta en la derecha y el centro -que eran los suyos, los que lo habían llevado al poder con sus votos-, sino también con la vista puesta en la izquierda: al fin y al cabo, pensaría, un gobernante de verdad de izquierdas. No gobernaba para unos pocos, sino para todos; al fin y al cabo, pensaría, también necesitaba a la izquierda para gobernar; al fin y al cabo, pensaría, en el fondo él era un socialdemócrata, casi un socialista; al fin y al cabo, pensaría, él ya no era un falangista pero lo había sido y el falangismo y la izquierda compartían la misma retórica anticapitalista, la misma preocupación social, el mismo desprecio por los potentados; al fin y al cabo, pensaría, él era cualquier cosa menos un potentado, él era un chusquero de la política y de la vida, él conocía el desamparo de las calles y las pensiones miserables y los sueldos de hambre y de ninguna manera iba a aceptar que lo calificasen de político de derechas, él era de centro izquierda, cada vez más de izquierda y menos de centro aunque lo votase el centro y la derecha, él se hallaba a años luz de Fraga y sus paquidermos franquistas, ser de derechas era ser viejo de cuerpo y de espíritu, estar contra la historia y contra los oprimidos, cargar con la culpa y la vergüenza de cuarenta años de franquismo, mientras que ser progresista era lo más justo, lo más moderno y lo más audaz y él siempre -siempre: desde que mandaba su pandilla de adolescentes en Ávila y encarnaba a la perfección el ideal juvenil de la dictadura- había sido el más justo, el más moderno y el más audaz, su pasado franquista quedaba a la vez muy lejos y demasiado cerca y lo humillaba con su cercanía, él ya no era quien había sido, él era ahora no sólo el hacedor de la democracia sino su campeón, el principal baluarte de su defensa, él la había construido con sus manos y él iba a defenderla de los militares y de los terroristas, de la ultraderecha y de la ultraizquierda, de los banqueros y de los empresarios, de políticos y periodistas y aventureros, de Roma y Washington, de casi todos los comunistas a excepción de Carrillo, de los socialistas, de los sindicatos del CESID, de la mismísima UCD y de hasta el Rey, ya que todos estaban en su contra al poco de ganar las elecciones de 1977 y querían quitárselo del medio a cualquier costa.

Tal vez fue eso lo que sintió con los años Adolfo Suárez; eso o una parte de eso o algo muy semejante a eso, un sentimiento que se le impuso de forma paulatina tan pronto como resultó elegido presidente del gobierno en las primeras elecciones democráticas y que a partir de aquel instante empezó a operar sobre él una metamorfosis radical: el antiguo falangista de provincias, el antiguo arribista del franquismo de los años sesenta acabó invistiéndose de la dignidad del héroe de la democracia, y el plebeyo fascista se soñó convertido en un aristócrata de izquierdas. No lo hizo por soberbia, porque la soberbia no estaba en su naturaleza, sino porque un instinto estético y político que lo excedía le empujó a interpretar con una fidelidad anterior a la razón el papel que la historia le había asignado o que él sintió que le había asignado. He dicho con los años, he dicho de forma paulatina: la mutación de Suárez no fue, casi sobra aclararlo, una epifanía instantánea, sino un trámite lento, zigzagueante y a menudo secreto para todo el mundo o para casi todo el mundo, pero quizá sobre todo para el propio Suárez. Aunque sería razonable remontar el origen de todo al mismo día en que el Rey lo nombró presidente del gobierno y, ennoblecido por el cargo, se propuso actuar como si fuera un presidente del gobierno nombrado por los ciudadanos, abriéndose a la razón política y moral de la oposición democrática, lo cierto es que su nuevo personaje no dio señales de vida hasta que, a fin de desmarcarse de la derecha, poco antes de las elecciones Suárez insistió en conceder un peso desproporcionado en UCD al pequeño partido socialdemócrata de la coalición, y hasta que, justo después -mientras en su grupo parlamentario se discutía la posibilidad de que sus diputados ocuparan el ala izquierda del hemiciclo del Congreso, simbólicamente reservada a los partidos de izquierda-, él se declaraba socialdemócrata ante su antiguo vicepresidente y le anunciaba la formación de un gobierno de centro izquierda. Estos ademanes anticipan la deriva que Suárez experimentó durante los cuatro años en que todavía estuvo en el gobierno. Fueron años de declive: nunca volvió a ser el político explosivo de sus primeros once meses de mandato, pero hasta marzo del 79, cuando ganó sus segundas elecciones generales, fue todavía un político resuelto y eficaz; desde entonces hasta 1981 fue un político mediocre, a veces nefasto. Tres proyectos monopolizaron el primer período; tres proyectos colectivos, que Suárez pilotó pero en los que tomaron parte los principales partidos políticos: los Pactos de la Moncloa, la elaboración de la Constitución y el diseño del llamado Estado de las Autonomías. No eran las empresas épicas que habían espoleado su imaginación y multiplicado su talento durante su primer año en la presidencia, hazañas que exigieran embelecos jurídicos, pases de magia nunca vistos, falsos duelos contra enemigos falsos, entrevistas secretas, decisiones a vida o muerte y escenografías de paladín a solas con su escudero ante el peligro; no era ese tipo de empresas, pero eran asuntos de envergadura histórica; no los acometió con el ímpetu depredador que había exhibido hasta entonces, pero al menos lo hizo con la convicción que le daban la fuerza de sus triunfos y la autoridad de los votos. Así, los Pactos de la Moncloa fueron un intento en gran parte logrado de pacificar una vida social en pie de guerra desde los estertores del franquismo y convulsionada por las consecuencias devastadoras de la primera crisis del petróleo; pero esos pactos fueron ante todo un acuerdo entre el gobierno y la izquierda y, aunque los firmaron los principales partidos políticos, recibieron ásperas críticas de los empresarios, de la derecha y de determinados sectores de UCD, que acusaron al presidente de haberse rendido a los sindicatos y a los comunistas. Así también, la Constitución fue un intento logrado de dotar a la democracia de un marco legal duradero; pero lo más probable es que Suárez sólo accediera a elaborarla presionado por las exigencias de la izquierda, y es seguro que, pese a que al principio hizo lo posible por que el texto se ciñese al pie de la letra a sus intereses, cuando comprendió que su pretensión era inútil y perniciosa se esforzó más que nadie para que el resultado fuera obra del acuerdo de todos los partidos, y no, como lo habían sido todas o casi todas las constituciones anteriores, un motivo continuo de discordia y a la larga un lastre para la democracia, igual que es verdad que para conseguirlo siempre buscó aliarse con la izquierda y no con la derecha, lo que produjo más resquemores en su propio partido. Estos dos grandes proyectos -el primero aprobado en el Congreso en octubre de 1977 y el segundo aprobado en referéndum en diciembre de 1978- representaron dos éxitos para Suárez (y para la democracia). el tercero tiene la diferencia de que en esta ocasión el proyecto se le escapó a Suárez de las manos y acabó convirtiéndose en uno de los principales causantes del desorden político que condujo a su salida del poder y al golpe del 23 de febrero.

No hubiera debido ocurrir, porque la idea del Estado de las Autonomías era por lo menos tan válida como la de los Pactos de la Moncloa y casi tan necesaria como la de elaborar una Constitución. Tal vez Suárez no sabía una sola palabra de historia, según repetían sus detractores, pero lo que sí sabía es que la democracia no iba a funcionar en España si no satisfacía las aspiraciones del País Vasco, Cataluña y Galicia a ver reconocidas sus singularidades históricas. y lingüísticas y a gozar de una cierta autonomía política. El título VIII de la Constitución, donde se define la organización territorial del estado, pretendía responder a esas antiguas demandas; previsiblemente, su redacción encendió una batalla entre los partidos políticos cuyo saldo fue un texto híbrido, confuso y ambiguo que dejaba casi todas las puertas abiertas y que, para ser aplicado con un éxito inmediato, hubiera exigido una astucia, una sutileza, una capacidad de conciliar lo inconciliable y una intuición histórica o un sentido de la realidad que hacia principios de 1979 Suárez perdía ya de forma acelerada.

Todo empezó mucho antes de la aprobación de la Constitución y empezó bien, o como mínimo empezó bien para Suárez, que realizó en Cataluña un nuevo pase de magia: a fin de conjurar el peligro de que la izquierda que había ganado allí las elecciones generales formara un gobierno autonómico de izquierdas, Suárez se sacó de la manga a Josep Tarradellas, el último presidente del gobierno catalán en el exilio, un viejo político pragmático que garantizaba a la vez el apoyo de todos los partidos catalanes y el respeto a la Corona, el ejército y la unidad de España, de forma que su regreso en octubre de 1977 tradujo el restablecimiento tras cuarenta años de una institución republicana en una herramienta legitimadora de la monarquía parlamentaria y en una victoria del gobierno de Madrid. En Galicia las cosas no funcionaron tan bien, y en el País Vasco aún menos. Muchos militares acogieron el anuncio de la autonomía de esos tres territorios como el anuncio del desmembramiento de España, pero los auténticos problemas surgieron más tarde; más tarde y en más de un sentido por culpa de Suárez: dado que con manifiesta incongruencia en la España de aquellos años nacionalismo e izquierda se identificaban, dado que con manifiesta congruencia se identificaban izquierda y descentralización del estado, en parte para arrimarse a la izquierda y en todo caso para que nadie pudiera acusarlo de discriminar a nadie -para continuar siendo el más justo, el más moderno y el más audaz- Suárez se apresuró a conceder la autonomía a todos los territorios, incluidos aquellos que nunca la habían solicitado porque carecían de conciencia o ambición de singularidad, con el corolario de que antes incluso de que se celebrara el referéndum constitucional aparecieran casi de un día para otro catorce gobiernos preautonómicos y empezaran a discutirse catorce estatutos de autonomía cuya aprobación hubiera exigido celebrar a toda prisa decenas y decenas de referendos y elecciones regionales en medio de una floración improvisada de particularismos vernáculos y de una guerra larvada de recelos y agravios comparativos entre comunidades. Era más de lo que un estado secularmente centralista podía soportar en pocos meses sin amenazar con desarbolarse, y empezó a cundir la alarma incluso entre los nacionalistas y los partidarios más entusiastas de la descentralización ante una huida hacia delante cuyo final nadie vislumbraba y cuyas consecuencias casi todos empezaron a temer. Hacia finales de 1979 el propio Suárez pareció advertir que el desorden galopante con que se estaba llevando a cabo la descentralización del estado democrático entrañaba una amenaza para la democracia y para el estado, así que intentó dar marcha atrás, racionalizarla o ralentizarla, pero para entonces ya se había transformado en un político ortopédico y sin recursos, y el amago de frenazo sólo consiguió dividir al gobierno y a su partido y hacerle acreedor de una impopularidad que a principios del año siguiente le llevó a perder en menos de un mes, de forma sucesiva y aparatosa, un referéndum en Andalucía, unas elecciones en el País Vasco y otras en Cataluña. 

Es verdad que nadie le ayudó a arreglar el desaguisado: durante la primavera y el verano de 1980 ya todo valía contra él y, en vez de intentar apuntalarlo como habían hecho durante sus primeros años de mandato -porque entendieron que apuntalarlo significaba apuntalar la democracia-, los partidos políticos se obsesionaron con derribarlo a cualquier precio, sin entender que derribarlo a cualquier precio significaba contribuir a derribar la democracia; pero no fue sólo esa obsesión: articular territorialmente el estado era quizá el problema central del momento, y ningún asunto como éste desnudó la indigencia y la frivolidad temeraria de una clase política que a cuenta de él se enzarzó a lo largo de 1980 en reyertas delirantes, persiguió sin escrúpulos posiciones de ventaja, fomentó una apariencia de caos universal y se ganó un descrédito acelerado, colocando al país en una tesitura cada vez más precaria mientras la segunda crisis del petróleo disipaba la fugaz bonanza atraída por los Pactos de la Moncloa, estrangulaba la economía y abandonaba a la mitad de los trabajadores en el paro, y mientras ETA buscaba el golpe de estado asesinando militares en la campaña terrorista más despiadada de su historia. Ése fue el humus omnívoro en que nació y creció el 23 de febrero, y la torpeza de Suárez para manejar el arranque del Estado de las Autonomías alimentó su voracidad como no lo hizo acaso ninguna de las torpezas que cometió por entonces. Visto con la perspectiva del tiempo, sin embargo, es por lo menos exagerado afirmar que en aquellos días la situación era objetivamente catastrófica y que el país se precipitaba sin control hacia su desintegración, pero eso es al parecer lo que pensaba todo el mundo en vísperas del golpe de estado; no sólo los militares golpistas: todo el mundo, incluidos algunos de los pocos que el 23 de febrero tuvieron el valor de dar la cara por la democracia desde el primer momento.

El penúltimo día de diciembre de 1980 El País pintaba un cuadro de fin del mundo en el que el desbarajuste territorial auguraba una solución violenta; después de acusar de irresponsabilidad a todos los partidos políticos sin excepción y de reprocharles su ignorancia culpable del punto de llegada del Estado de las Autonomías, o su interesado desinterés por definirlo, concluía el editorial: «Una descomposición política menos grave que la que aquí […] se apunta llevó a Companys a sublevarse, el 6 de octubre de 1934, contra un gobierno central de coalición derechista, y a una fracción socialista a promover la desesperada intentona de Asturias». Puesto que ése era el diagnóstico prerrevolucionario del periódico que mejor representaba a la izquierda española, tal vez cabría preguntarse si gran parte de la sociedad democrática no les estaba proporcionando a los golpistas excusas diarias con que reafirmar su certeza de que el país se hallaba en una situación de máxima emergencia que exigía soluciones de máxima emergencia; tal vez cabría preguntarse incluso -es sólo una manera más incómoda de formular la misma pregunta- si gran parte de la sociedad democrática no se confabuló a su pesar para facilitarles involuntariamente la tarea a los enemigos de la democracia.

Al Suárez de aquellas fechas puede acusársele de pasividad y de incapacidad, también de indigencia política, pero no de ser un irresponsable o un frívolo o un ventajista sin escrúpulos: Suárez seguía siendo Suárez. Antes de ser elegido por segunda vez presidente del gobierno, en marzo del 79; ante el temor de una victoria del PSOE, ensayó entonces su último número de ilusionista, la última gran trapacería del pícaro de provincias: compareció en televisión la vigilia de las elecciones clamando contra el peligro de que triunfara la izquierda revolucionaria y destruyera la familia y el estado; él sabía muy bien que ese clamor no era más que un espantaviejas, pero quizá sospechaba que sólo arriesgándose a una cabriola demagógica podría ganar las elecciones, y no dudó en arriesgarse. La treta funcionó, ganó las elecciones, y tras ganarlas acaparó más poder del que había tenido nunca. Al cabo de muy poco tiempo, sin embargo, entró en caída libre; conocemos el resto de la historia: 1979 fue para él un año malo; 1980 fue peor. Pese a ello, es probable que durante esa época de desastres -mientras se acercaba el momento de su renuncia a la presidencia y el momento del golpe militar y se imaginaba a sí mismo en el centro del ring, ciego y tambaleándose y resollando entre el aullido del público y el calor de los focos, políticamente hundido y personalmente roto, Suárez se imbuyera más que nunca de su papel aristocrático de hombre de estado progresista, cada vez más convencido de ser el último baluarte de la democracia cuando todas las defensas de la democracia se derrumbaban, cada vez más seguro de que las innumerables maniobras políticas emprendidas contra él entreabrían las puertas de la democracia a los enemigos de la democracia, cada vez más profundamente investido de la dignidad de su cargo de presidente de la democracia y de su responsabilidad como hacedor de la democracia, cada vez más incorporado el personaje a su persona, como un Suárez inventado pero más real que el Suárez real porque se sobreponía al real trascendiéndolo, como un actor a punto de interpretar la escena que lo justificará ante la historia escondido tras una máscara que antes que ocultarlo revela su auténtico rostro que en la tarde del 23 de febrero, en el momento de la verdad, mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo del Congreso y los diputados buscaban refugio bajo sus escaños, hubiera permanecido en el suyo en medio de aquel estruendo de batalla para aplacar el temor de sus compañeros y ayudarles a encarar el infortunio con estas palabras: «Amigos, os habla vuestro presidente. Calma, dignidad, control. Sed hombres». Y también con estas palabras: «Demostrad a esos canallas que no teméis a la muerte». Y también con éstas: «En estos momentos supremos dediquemos nuestros pensamientos a nuestras familias, a la patria y a la majestad del Rey». 


Suárez no fue un buen presidente del gobierno durante sus dos últimos años en el poder, cuando la democracia parecía empezar a estabilizarse en España, pero quizá era el mejor presidente con que afrontar un golpe de estado, porque ningún político español del momento sabía manejarse mejor que él en circunstancias extremas ni poseía su sentido dramático, su fe de converso en el valor de la democracia, su concepto mitificado de la dignidad de un presidente del gobierno, su conocimiento del ejército y su valentía para oponerse a los militares rebeldes. «Es preciso dejar muy claro que en España no existe un poder civil y un poder militar -escribió Suárez en junio de 1982, en un artículo donde protestaba por la benevolencia de las condenas impuestas a los procesados por el 23 de febrero-. El poder es sólo civil.» Ésa fue una de sus obsesiones durante sus cinco años al frente del gobierno: él era el presidente del país y la única obligación de los militares consistía en obedecer sus órdenes. Hasta el último instante de su mandato consiguió que las obedecieran, hasta el último instante de su mandato creyó haber sometido a los militares, pero justo en el último instante de su mandato el 23 de febrero desbarató esa creencia; quizá le faltó mano izquierda para someterlos, o quizá era imposible someterlos. En todo caso, Suárez no ignoraba cómo usar su mano izquierda, pero no siempre consideraba que debiera usarla con los militares, y desde el mismo día en que se convirtió en presidente y sobre todo a medida que fue afianzándose en el cargo tendió a recordarles sin más sus obligaciones con órdenes o desplantes: por eso le gustaba bajarles los humos a los generales haciéndoles esperar a la puerta de su despacho y no vacilaba en encararse con cualquier militar que pusiera en entredicho su autoridad o le faltara al respeto (o le amenazara: en septiembre de 1976, durante una violentísima discusión en el despacho de Suárez, que acababa de aceptar o de exigir su dimisión como vicepresidente del gobierno, el general De Santiago le dijo: «Te recuerdo, presidente, que en este país ha habido más de un golpe de estado». «y yo te recuerdo, general-le contestó Suárez-, que en este país sigue existiendo la pena de muerte»); por eso tuvo el valor de tomar decisiones vitales como la legalización del partido comunista sin contar con la aprobación del ejército y contra su parecer casi unánime; y por eso el anecdotario del 23 de febrero rebosa de ejemplos de su tajante negativa a dejarse amedrentar por los rebeldes o a ceder un solo centímetro de su poder de presidente del gobierno. Algunos de tales ejemplos son invenciones de la hagiografía de Suárez; dos de ellos son sin duda ciertos. El primero ocurrió durante la madrugada del día 23, en el pequeño despacho cercano al hemiciclo donde Suárez fue recluido a solas tras su intento de parlamentar con los golpistas. Según el testimonio de los guardias civiles que lo custodiaban, en determinado momento irrumpió en el despacho el teniente coronel Tejero y sin mediar palabra sacó de su funda su pistola y le puso el cañón en el pecho; la respuesta de Suárez consistió en levantarse de su asiento y en formular por dos veces en la cara del oficial rebelde la misma orden taxativa: «¡Cuádrese!». La segunda anécdota ocurrió en la tarde del día 24, una vez fracasado el golpe, durante una reunión de la Junta de Defensa Nacional en la Zarzuela, bajo la presidencia del Rey; fue entonces cuando Suárez comprendió que Armada había sido el principal cabecilla del golpe y, tras escuchar las pruebas que inculpaban al antiguo secretario del Rey, entre ellas la grabación de las conversaciones telefónicas de los ocupantes del Congreso, el presidente ordenó al general Gabeiras que lo arrestara en el acto. Gabeiras pareció dudar -era el superior inmediato de Armada en el Cuartel General del ejército, apenas se había separado de él en toda la noche y la medida debió de parecerle prematura y desproporcionada-; luego el general miró al Rey buscando una ratificación o un desmentido a la orden de Suárez, quien, porque sabía muy bien quién era el auténtico jefe del ejército, fulminó al general con dos frases furiosas: «No mire al Rey. Míreme a mí». Eso era en el fondo Adolfo Suárez o eso le gustaba imaginar que era: un gallito de provincias encaramado en el gobierno e imbuido por completo de su papel de presidente. Así intentó comportarse durante los casi cinco años en que estuvo en el poder y así se comportó durante el 23 de febrero. Su gesto de levantarse de su escaño e intentar parlamentar con los golpistas no es en el fondo distinto de su gesto de enfrentarse a Tejero o a Gabeiras: los tres son intentos de afirmarse como presidente del gobierno; tampoco es en el fondo distinto de su gesto de permanecer en su escaño mientras a su alrededor zumbaban las balas en el hemiciclo: éste es un gesto de coraje y de gracia y de rebeldía, un gesto histriónico y un gesto libérrimo y un gesto póstumo, el gesto de un hombre acabado que concibe la política como aventura y que intenta agónicamente legitimarse y que por un instante parece encarnar la democracia con plenitud, pero también es un gesto de autoridad. Es decir: un gesto de violencia. Es decir: el gesto de un político puro.

No se trataba sólo de que cuando Suárez llegó al poder el ejército fuera casi uniformemente franquista; se trataba de que era, por mandato explícito de Franco, el guardián del franquismo. La frase más famosa de la transición desde la dictadura a la democracia («Todo está atado y bien atado») no la pronunció ninguno de los protagonistas de la transición; la pronunció Franco, lo que tal vez sugiere que Franco fue el verdadero protagonista de la transición, o por lo menos uno de los protagonistas. Todo el mundo recuerda esa frase pronunciada el 30 de diciembre de 1969 en el discurso de fin de año, y todo el mundo la interpreta como lo que es: una garantía extendida por el dictador a sus fieles de que después de su muerte todo continuaría exactamente igual que antes de su muerte o de que, como dijo el intelectual falangista Jesús Fueyo, «después de Franco, las Instituciones»; no todo el mundo recuerda, en cambio, que siete años antes Franco pronunció en un discurso ante una asamblea de ex combatientes de la guerra civil reunidos en el cerro de Garabitas una frase casi idéntica (todo está atado y garantizado»), y que en aquella ocasión añadió: «Bajo la guardia fiel e insuperable de nuestro ejército». Era una orden: tras su muerte, la misión del ejército consistía en preservar el franquismo. Pero poco antes de morir Franco dio a los militares en su testamento una orden distinta, y es que obedecieran al Rey con la misma lealtad con que lo habían obedecido a él. Por supuesto, ni Franco ni los militares imaginaban que ambas órdenes podían llegar a ser contradictorias y, cuando las reformas políticas internaron al país en la democracia demostrando que sí lo eran, porque el Rey desertaba del franquismo, la mayoría de los militares vaciló: debían elegir entre obedecer la primera orden de Franco, impidiendo la democracia por la fuerza, y obedecer la segunda, aceptando que era contradictoria con la primera y la anulaba, y aceptando por consiguiente la democracia.

Adolfo Suárez -un colaboracionista del franquismo convertido en héroe de la España democrática-, porque Suárez fue un político y su peripecia sugiere que en un político los vicios privados pueden ser virtudes públicas o que en política es posible llegar al bien a través del malo que no basta juzgar éticamente a un político y antes hay que juzgarlo políticamente o que la ética y la política son incompatibles y la expresión ética política es un oxímoron o tal vez que los vicios y las virtudes no existen en abstracto, sino sólo en función de las circunstancias en que se practican: Suárez no fue un hombre éticamente irreprochable, pero es muy posible que nunca hubiera podido hacerlo que hizo si durante años no hubiese sido un pícaro con la moral del superviviente y el don del engaño, un arribista sin mucha cultura ni ideas políticas firmes, un gallito falangista, adulador y trapacero. Es razonable conjeturar que lo que hizo Suárez hubiera podido hacerlo cualquiera de los jóvenes políticos franquistas que a la muerte de Franco sabían o intuían como él que el franquismo carecía de futuro y que era preciso ensancharlo o transformarlo; es razonable, pero la realidad es que aunque casi todos ellos compartían sus vicios privados ninguno reunía su coraje, su audacia, su fortaleza, su excluyente vocación política, su histrionismo, su seriedad, su encanto, su modestia, su inteligencia natural, su aptitud para conciliar lo inconciliable y sobre todo un sentido de la realidad y una intuición histórica que le permitieron entender muy pronto, empujado por la oposición democrática, que más que tratar de imponerse a la realidad debía dejarse moldear por ella, que ensanchar o transformar el franquismo sólo acarrearía desventuras y. que lo único que se podía hacer con él era matarlo de una vez por todas, traicionando el pasado. Suárez fue un hombre básicamente honesto: mientras ocupó la presidencia del gobierno sus pecados no fueron mortales -o fueron sólo los pecados mortales que conlleva el ejercicio del poder-, y antes de ocupar la presidencia del gobierno sus pecados fueron los pecados comunes de una época podrida. Además de los éxitos políticos que cosechó, esto último quizá explique que durante años tanta gente lo admirara y no dejara de votarle; quiero decir que no es verdad que la gente votase a Suárez porque se engañara sobre sus defectos y limitaciones, o porque Suárez consiguiera engañarles: le votaban en parte porque era como a ellos les hubiera gustado ser, pero sobre todo le votaban porque, menos por sus virtudes que por sus defectos, era igual que ellos. Así era más o menos la España de los años setenta: un país poblado de hombres vulgares, incultos, trapaceros, jugadores, mujeriegos y sin muchos escrúpulos, provincianos con moral de supervivientes educados entre Acción Católica y Falange que habían vivido con comodidad bajo el franquismo, colaboracionistas que ni siquiera hubiesen admitido su colaboración pero en secreto se avergonzaban cada vez más de ella y que confiaron en Suárez porque sabían que, aunque quisiera ser el más justo y el más moderno y el más audaz -o precisamente porque quería serlo-, nunca dejaría de ser uno de los suyos y nunca les llevaría a donde no quisieran ir. Suárez no los defraudó: construyó para ellos un futuro, y construyéndolo limpió su pasado, o intentó limpiarlo. 

Abandonó a su sucesor, Leopoldo Calvo Sotelo. También abandonó a su partido. De regreso de sus vacaciones, Suárez montó un despacho de abogados con un manojo de fieles procedentes de su gabinete presidencial, y durante algún tiempo se esforzó por permanecer alejado de la política; y después creó el CDS para presentarse a las elecciones de 1982 en las que solo cosechó dos escaños frente a la mayoría absoluta socialista.


Durante la sesión de investidura del nuevo presidente entregó su voto a Felipe González, que había sido su adversario más encarnizado mientras presidía el gobierno y que ni siquiera le agradeció su apoyo, sin duda porque la mayoría absoluta obtenida por el PSOE en las elecciones lo volvía superfluo. «No debemos contribuir al desencanto -dijo ese día Suárez desde la tribuna de oradores del Congreso-. No nos alegrarán los posibles errores del gobierno. No participaremos, ni en la Cámara ni fuera de ella, en operaciones de desestabilización del gobierno. No somos partidarios del irresponsable y peligroso juego de capitalizar en beneficio propio las dificultades de quien tiene la honrosa carga de gobernar España.» Estas palabras fueron acogidas por la sonora indiferencia o el desprecio silencioso de un hemiciclo casi vacío, pero contenían una declaración de principios y una lección de ética política que durante los cuatro años siguientes no se cansaría de impartir: no estaba dispuesto a hacer con los demás lo que los demás habían hecho con él al precio de provocar una crisis de estado como la que había conducido a su dimisión y al 23 de febrero. Era una forma de defensa retroactiva y, aunque nadie le reconoció autoridad para dar lecciones de ética política a nadie, Suárez continuó impertérrito predicando su nuevo evangelio. La verdad es que se atuvo a él, en parte porque se lo permitía su insignificancia parlamentaria, pero ante todo porque por encima de cualquier otra cosa deseaba ser fiel a la idiosincrasia de su nuevo personaje. Fue así como empezó a forjar su resurrección: poco a poco la gente empezó a enterrar al político desnortado de sus últimos años de mandato y a desenterrar al vibrante hacedor de la democracia, y poco a poco, y sobre todo a medida que algunos se desengañaban de la ilusión socialista, empezaron a calar sus gestos y su retórica de hombre de estado, su regeneracionismo ético y un confuso discurso progresista que le permitió tanto coquetear con la izquierda intelectual de las capitales, a la que siempre quiso pertenecer, como recuperar parte de su atractivo sobre la derecha tradicional de las provincias, a la que siempre había pertenecido.

Cuatro años después de su primer discurso en el Congreso como diputado de a pie sintió que las elecciones generales lo colocaban de nuevo a las puertas del gobierno. Se celebraron en junio del 86 y se presentó otra vez a ellas sin apenas dinero ni respaldo mediático, pero con un mensaje radical que minó a sus adversarios y le entregó casi dos millones de votos y casi veinte parlamentarios. Aquel triunfo abultado e imprevisto sumió a la derecha en la aflicción («Si este país da diecinueve escaños a Suárez es que no tiene remedio», declaró por entonces Fraga, quien al poco tiempo abandonaría el liderazgo de su partido) y en el desconcierto a la izquierda, que se vio obligada a tomarse en serio el ascenso de Suárez y que a partir de aquel momento no paró de pedirle que dejara de disputarle sus votantes y recuperara su discurso y su lugar en la derecha. Si su único propósito hubiese sido reconquistar la presidencia, hubiera debido hacerlo: liquidado Fraga y resignados los llamados poderes fácticos a su vuelta a la política, Suárez era para casi todos el líder natural del centro derecha, y por eso el sucesor de Fraga le ofreció una y otra vez convertirse en el cartel electoral de una gran coalición capaz de derrotar a los socialistas. Hubiera debido hacerlo, pero no lo hizo: había perdido su fiereza juvenil de político puro y ya no estaba dispuesto a volver al gobierno pasando por encima de las ideas que había hecho suyas; era un político de convicciones y no una piraña del poder; se sentía más próximo a la izquierda generosa que velaba por los desfavorecidos que a la mezquina derecha celosa de sus privilegios; en suma: había resuelto interpretar su personaje hasta el final. Además, después de un lustro de penalidades políticas el éxito lo volvía a propulsar con una euforia que por momentos parecía resarcirlo de las agonías de sus últimos años en la Moncloa: enarbolando el idealismo de los valores y el monto real de sus logros frente a lo que consideraba el pragmatismo sin vuelo de los socialistas y la impotencia sin futuro de la derecha, como si nunca hubiera perdido su antiguo carisma y su capacidad de conciliar lo inconciliable y su intuición histórica Suárez volvió en los meses siguientes a encandilar a muchos de sus viejos partidarios y atrajo a políticos, profesionales e intelectuales de izquierda o de centro izquierda, y en muy poco tiempo consiguió que un partido de perfume caudillista, sin otras garantías que el empecinamiento y el historial de su líder, quedara implantado en toda la geografía española, y que algunos pudieran imaginarlo erigido en una seria alternativa de poder al poder socialista.

Se me ocurre que este cambio es por lo menos consecuencia de dos hechos: el primero es la llegada al poder político, económico e intelectual de una generación de izquierdistas, la mía, que no tomó parte activa en el cambio de la dictadura a la democracia y que considera que ese cambio se hizo mal, o que hubiera podido hacerse mucho mejor de lo que se hizo; el segundo es la renovación en los centros de poder intelectual de un viejo discurso de extrema izquierda que argumenta que la transición fue consecuencia de un fraude pactado entre franquistas deseosos de mantenerse en el poder a toda costa, capitaneados por Adolfo Suárez, e izquierdistas claudicantes capitaneados por Santiago Carrillo, un fraude cuyo resultado no fue una auténtica ruptura con el franquismo y dejó el poder real del país en las mismas manos que lo usurpaban durante la dictadura, configurando una democracia roma e insuficiente, defectuosa. A medias fruto de una buena conciencia tan pétrea como la de los golpistas del 23 de febrero, de una nostalgia irreprimible de las claridades del autoritarismo y a veces del simple desconocimiento de la historia reciente, ambos hechos corren el riesgo de entregar el monopolio de la transición a la derecha -que ya se ha apresurado a aceptarlo glorificando esa época hasta el ridículo, es decir mistificándola-, mientras que la izquierda, cediendo al chantaje combinado de una juventud narcisista y de una izquierda ultramontana, parece por momentos dispuesta a desentenderse de ella como quien se desentiende de un legado enojoso.

Yo creo que es un error. Aunque no tuviera la alegría del derrumbe instantáneo de un régimen de espantos, la ruptura con el franquismo fue una ruptura genuina. Para conseguirla la izquierda hizo muchas concesiones, pero hacer política consiste en hacer concesiones, porque consiste en ceder en lo accesorio para no ceder en lo esencial; la izquierda cedió en lo accesorio, pero los franquistas cedieron en lo esencial, porque el franquismo desapareció y ellos tuvieron que renunciar al poder absoluto que habían detentado durante casi medio siglo. 

Es cierto que no se hizo del todo justicia, que no se restauró la legitimidad republicana conculcada por el franquismo ni se juzgó a los responsables de la dictadura ni se resarció a fondo y de inmediato a sus víctimas, pero también es cierto que a cambio de ello se construyó una democracia que hubiese sido imposible construir si el objetivo prioritario no hubiese sido fabricar el futuro sino -Fíat íustítía et pereat mundus- enmendar el pasado: el 23 de febrero de 1981, cuando parecía que el sistema de libertades ya no peligraba tras cuatro años de gobierno democrático, el ejército intentó un golpe de estado que a punto estuvo de triunfar, así que es fácil imaginar cuánto tiempo hubiera durado la democracia si cuatro años antes, cuando apenas arrancaba, un gobierno hubiera decidido hacer del todo justicia, aunque pereciera el mundo. Es cierto también que el poder político y económico no cambió de manos de un día para otro -cosa que probablemente tampoco hubiera ocurrido si en vez de una ruptura pactada con el franquismo se hubiera producido una ruptura frontal-, pero es evidente que en seguida empezó a someterse a las restricciones impuestas por el nuevo régimen, lo que al cabo de cinco años produjo la llegada de la izquierda al gobierno y desde mucho antes el inicio de la reorganización profunda del poder económico. Por lo demás, afirmar que el sistema político surgido de aquellos años no es una democracia perfecta es incurrir en la perogrullada: tal vez exista la dictadura perfecta -todas aspiran a serlo, de algún modo todas sienten que lo son-, pero no existe la democracia perfecta, porque lo que define a una democracia de verdad es su carácter flexible, abierto, maleable -es decir, permanentemente mejorable-, de forma que la única democracia perfecta es la que es perfectible hasta el infinito. La democracia española no lo es, pero es una democracia de verdad, peor que algunas y mejor que muchas, y en cualquier caso, por cierto, más sólida y más profunda que la frágil democracia que derribó por la fuerza el general Franco. Todo eso fue en grandísima parte un triunfo del antifranquismo, un triunfo de la oposición democrática, un triunfo de la izquierda, que obligó a los franquistas a entender que el franquismo no tenía otro futuro que su extinción total. Suárez lo entendió en seguida y obró en consecuencia; todo eso que le debemos; todo eso y, en grandísima parte, también lo obvio: el período más largo de libertad de que ha gozado España en su historia. No otra cosa han sido los últimos treinta años.

Negarlo es negar la realidad, el vicio inveterado de cierta izquierda a la que continúa incomodando la democracia y de ciertos intelectuales cuya dificultad para emanciparse de la abstracción y el absoluto impide conectar las ideas con la experiencia. En fin, el franquismo fue una mala historia, pero el final de aquella historia no ha sido malo. Pudo haberlo sido: la prueba es que a mediados de los setenta muchos de los más lúcidos analistas extranjeros auguraban una salida catastrófica de la dictadura; quizá la mejor prueba es el 23 de febrero.

Pudo haberlo sido, pero no lo fue, y no veo ninguna razón para que quienes por edad no intervinieron en aquella historia no deban celebrarlo; tampoco para pensar que, de haber tenido edad para intervenir,hubieran cometido menos errores que los que cometieron estos protagonistas de mi juventud.



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