Manuel González, alias “Plinio”, el genial personaje creado por Francisco García Pavón (1919-1989), es un hombre tranquilo, escéptico y liberal, que no destaca por su atractivo físico, por sus crisis existenciales, por sus problemas morales, ni “goza” de un pasado oscuro. Manuel González es sencillamente el jefe de la Policía Municipal de un pueblo manchego: ¡Tomelloso! Provinciano, rural … tan lejos de lugares cosmopolitas como París o Londres, de los oropeles de Venecia, de las grandes urbes americanas; pero tan cerca… La Mancha, el gran escenario de la literatura hispana.
Nuestro detective es un tipo cercano, de condición humilde, “cachazas” y socarrón, un anti-héroe que resuelve sus casos por el sentido común y por el buen conocimiento que tiene de sus vecinos. No necesita laboratorios, ni policía científica. Es un hombre pragmático que presta atención a todo lo que le rodea, incluso a las habladurías de la gente si es necesario, “con la endemoniada costumbre de mirar entre pestañas”, de manera que es muy difícil saber dónde posa sus ojos. Su mejor arma es su intuición, “sus pálpitos”, que casi nunca le fallan. Un “sabueso puro” al que los crímenes le ponen contento y le sacan del aburrimiento.
Pero Plinio no trabaja solo; cuenta con la ayuda inestimable de Don Lotario, el veterinario del pueblo. Don Lotario, un hombre pequeño y anticlerical, no se limita a contar las aventuras del policía, a pesar de la admiración que le profesa. Es un ayudante aficionado, sí, pero fiel, un interlocutor fiable y el mejor amigo de Plinio y además… tiene coche, hecho que facilita mucho las investigaciones: un Ford T en la época de Primo de Rivera, y un Seat 600 en las andanzas posteriores.
Profundo conocedor del alma humana, Plinio se enfrenta al lado más oscuro del comportamiento de sus vecinos: la pobreza, la envida, la mezquindad en sus diversas manifestaciones -criadas que quieren ser señoras, disputas por herencias, padres y hermanos que cometen crímenes de honor. Y a “los señoritos”, la gente bien del pueblo tan amarrada a su poder y a sus prebendas, que le pueden arruinar la vida con una simple llamada a Madrid.
La muerte, el sexo y el misterio no faltan nunca en sus aventuras. Y gracias a ellas, a sus investigaciones, el autor va tejiendo un tapiz costumbrista de la España profunda y un muestrario maravilloso del lenguaje popular que hace las delicias del lector: “Si hubiese sido de condición zorra, hubiese arruinado a todos los hombres de Tomelloso y aun de Socuéllamos y Villa Robledo. Pero nació decente y con su mera presencia atormentaba a todas las braguetas del contorno… ¿A qué digo verdad, Manuel?” (El rapto de las Sabinas).
Las primeras andanzas de Plinio se ambientan en los años veinte, durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera, pero a partir de El reinado de Witiza (1968) se sitúan en época contemporánea a su publicación, el franquismo y la transición. En las primeras viste gorra de plato, guerrera azul y sable. Posteriormente, uniforme gris, correajes y revólver.
Plinio es un hombre de su tiempo y, como tal, no nos engañemos, machista y homófobo. Su mujer y su hija están en casa, entregadas al cuidado del marido y padre, procurado que su comida esté en hora, que tenga una bebida fresca al llegar, que su uniforme resplandezca, que no le falte de nada. La homosexualidad, que aparece en algunas de sus historias, se trata con cierta sorna.
Nuestro policía fuma sin parar, cigarrillos de liar cuando hay tiempo, cuando no, Celtas, durísimo tabaco negro donde los haya, o Farias. Le gusta tontear con Rocío, la buñuelera andaluza, y es asiduo de tertulias y partidas en el casino con las fuerzas vivas de la localidad.
Su curiosidad, sus habilidades deductivas, su socarronería, su buen hacer y su bonhomía lo convirtieron hace muchos, muchos años en uno de mis detectives favoritos y sus aventuras fueron de mis preferidas en mi juventud.
Plinio es considerado el pionero de la novela policíaca española, muy lejos de los estereotipos anglosajones. Es un personaje humano, complejo, sembrando el camino para posteriores investigadores compatriotas: el Carvalho de Manuel Vázquez Montalbán o el sargento Bevilacqua de Lorenzo Silva.
Me he puesto a releer en estos días El rapto de las Sabinas y tengo que reconocer que me sigo divirtiendo con estas historias muy bien escritas con ese lenguaje tan especial y localista que emplea Francisco García Pavón. Palabras tales como alpear, alujero, asura, bacín, bombizo, casquete, catral, chuchurrio, cicato, copero, cuartillejo, francisquilla, gobanilla, hurre, parcilla, picholero, quiquilicuatre, relicenciao, semeje, soñarra, tapial o zurra del habla de lo profundo de La Mancha aparecen en el relato dando a la lengua española un gran poderío y belleza.
Y ahí se encuentra La Mancha por donde pasean estos dos singulares personajes dignos sucesores de sus geniales paisanos del siglo XVII. Una región que ya no es como antes. El tiempo la ha transformado. Ya no hay mulas sino tractores, pero su paisaje permanece inmortal: "Carretera de Záncara adelante, entre risas y choteos solemnísimos, dejaron atrás el bombo de Menora, Pinilla, la casa de don Sergio, Guadiela, Sagastizábal, el Coto, Bodega del Sevillano, Casa de los Árboles, el Carril de la Moscarda (que lleva a Escarramán y Pocopán). Lejos: Coreóles. Aquél es campo raso, de llanura sin pliegues, muelas, gajos, motas y ni siquiera tetas que alzasen una cuarta el nivel del camino y de sus viñas aledañas. Por allí los autos corrían de verdad, sin más temor que la estrechez de la carretera."
Esa Mancha que tanto disfruté hace años. Esos campos de Albacete, Ciudad Real, Cuenca y Toledo que tan feliz me hicieron y que cada vez que puedo vuelvo a ellos a extasiarme en su contemplación.
El rapto de las Sabinas y Plinio me han devuelto esa visión gozosa y esos años que por allí estuve con sus tierras y sus maravillosas gentes.
Cuando el sol esté en lo más alto y castigue con ferocidad sus terrones y espigas en ese mar amarillo sin fin, levantando calima, si miramos hacia el horizonte quiza nos parezca ver cabalgar a Don Quijote y a Sancho a lomos de Rocinante y Rucio... o quizás nos equivoquemos y sean Plinio y Don Lotario en su Seat 600.
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