A
José Carnicero Casco
¿Te acuerdas de esa mañana en
la que nos conocimos mientras los dos paseábamos por el parque de María Luisa?
Hacía mucho calor, ese calor que ya empieza a ser implacable a mediados de
junio en Sevilla. Yo me había sentado en un banco de azulejos cerámicos de
alegres colores a la sombra, frente a la fuente de los Toreros para hojear un
periódico en busca de un trabajo. Te vi que venías caminando desde la plaza de
los Hermanos Machado, te detuviste justo delante de donde yo me encontraba,
encendiste un cigarrillo y me miraste. Te acercaste despacio, te sentaste a mi
lado y ya sólo recuerdo que me empezaste a hablar de Berlín.
v
No sé qué hora es. No sé dónde
estoy. No me puedo mover, pero si puedo sentir y ver… solamente un techo blanco
porque parece que estoy tumbada boca arriba sobre una cama. También escucho un
murmullo lejano a mi izquierda, y más cercano a mí, como el sonido cadencioso
de un pitido, como si fuera el bombeo de un corazón, que no llego a adivinar
que puede ser. No sé que me ocurre. Ahora mismo no recuerdo nada, ni siquiera
cómo me llamo.
v
Todo ocurrió muy rápido. Al
día siguiente fui a una entrevista y me contrataron como auxiliar
administrativa en una compañía de seguros que se ubicaba en Plaza Nueva. Todo empezaba a irme bien desde
que me vine a esta ciudad hacía cinco meses. Él venía a buscarme todas las
tardes a la salida del trabajo y paseábamos o íbamos al cine. Y hablábamos sin
descanso de Berlín.
A los dos meses me pidió que
me fuera a vivir con él a su casa de Triana. Era una casa preciosa con suelo de
terrazo de colores siena y naranja, paredes de un blanco luminoso y ventanas de
madera azules que daban a un patio interior lleno de macetas con geranios de
flores rojas y lilas y con una claraboya de cristal en el techo por donde
entraba la luz del sol a raudales.
No podía dejar de pensar en mi
padre cuando, de niña, todas las noches al acostarme me contaba un cuento de
Las mil y una noches y se me quedó grabada esa frase que dice: “… vio que el interior del palacio era muy
bonito…, pero todavía era más bonito lo que se escondía en él”.
Así me encontraba yo. Con un
hombre al que amaba con locura y que me llenaba de atenciones. Viviendo en el
palacio más bonito del mundo.
v
Anoche he creído soñar que
volaba sobre Berlín. Ha sido una fantasía onírica imposible porque ni tengo la
capacidad de volar ni nunca he podido cruzar las calles de la ciudad de la que
tantas veces hemos hablado entre nosotros en esas innumerables conversaciones
en las que nuestros ojos se embebían fijos en sus anhelos y deseos de vivir y
viajar juntos a ese lugar del mundo. Pero, anoche soñé que era uno de esos
ángeles de seis alas que sobrevolaba la Alexanderplatz más alto que la Torre de
la Televisión.
No puedo pensar con claridad y
no sé si sigo dentro del sueño o si ya he despertado. Mis pensamientos son
confusos y sigo sin saber dónde me encuentro. Desde luego mi casa no es. Tengo
que esforzarme mucho para poder adivinar que me está ocurriendo y no lo
consigo. Tengo mucha sed y necesito beber, pero me es imposible. Siento mis
labios cuarteados y resecos y un dolor agudo no me deja pensar con claridad.
v
El amor no es una mierda. Lo
que me hace sentir como una mierda es no ver cumplidas mis expectativas de
fantasías que genero respecto al futuro. ¿Cuándo empezó todo a cambiar entre
nosotros? Empezaste a mostrar unos celos infundados hacia mí que sólo pensaba
en ti y vivía por ti. Primero fueron las prohibiciones de vestirme como siempre
lo había hecho para ir a trabajar. De hecho hasta elegías la ropa que me podía
poner cada día y me acompañabas siempre a comprarla. Luego me censuraste hablar
con mis compañeros para terminar poco a poco vedándome hasta hablar por
teléfono con mis padres y mi hermana. Sólo te tenía a ti y a ellos en una
ciudad tan lejana, y todo lo fui perdiendo poco a poco. Mi boca se llenó de una
rosa negra coloreada de fragancias de palabras cautivas. Mis ojos y mi sonrisa
fueron perdiendo la alegría y se sumieron en un océano de tristeza. ¿Cuándo
llegó el primer golpe? Han sido tantos que me confundo, pero si sé que me habías
prohibido hasta ver sola la televisión, fijabas mis horarios para volver a casa
cuando salía de trabajar y no podías venir a buscarme y no me dejabas hablar
con ningún hombre si no estabas tú presente. Una tarde al salir del trabajo
bajé en el ascensor con mi jefe y al despedirnos hasta el día siguiente nos
debiste ver en la calle aunque yo no lo supe hasta media hora más tarde al
llegar a casa. Me estabas esperando con la cara muy seria y nada más abrir la
puerta empezaste a insultarme a gritos porque, decías, estaba liada con uno de
la oficina. Te contesté que dejaras de decir tonterías y me cruzaste la cara
con una bofetada.
v
Salgo del ascensor y me dirijo
hacia la puerta de la izquierda. Toco el timbre y escucho unos pasos cansados
al otro lado de la puerta que se acercan como con un sonido de ir arrastrando
los pies. Se hace el silencio y supongo que alguien está observándome por la mirilla.
Pasan unos segundos, se oye descorrerse tres cerrojos y la puerta se va
abriendo muy despacio, apareciendo ante mí, como si fuera una imagen de la
repetición de las jugadas polémicas en los partidos de futbol retransmitidos
por la televisión, a cámara lenta, los rasgos de la amargura y la aflicción.
Los dos ojos no iluminan esa cara, pues son dos minúsculos atisbos en medio de
unos descomunales, abultados y tumefactos cardenales. El cabello, caótico y
enredado, sin peinar, cae abatido sobre unos hombros encogidos, el vestuario es
mugriento y descuidado, y los apósitos y gasas, que varios días atrás fueron
estériles, manchados con una sangre reseca advierten de una dejadez apática que
va mucho más lejos de lo meramente corporal para adentrarse en el campo de lo
emocional poblado de las más horripilantes pesadillas. Los golpes han terminado
con la voluntad y la comprensión, que, probablemente, se han guarecido en unos
días pasados más alegres, quizás incluso en otro cuerpo, sin cortes cosidos ni
cicatrices, sin huesos fracturados, sin sollozos de amarga pena y de dolor
inaguantable, de la mujer que me observa sin mover ni un solo músculo. Ante mí
se encuentra lo que persistía de una mujer joven que muy seguro fue, en tiempo
atrás, bonita, animosa, valiente libre, autosuficiente, una trabajadora tenaz e
infatigable, una excelente madre llena de sueños y alegrías.
Ahora en lo que su pareja le
ha convertido, sujeta la cancela con una mano mientras la otra reposa floja y
débil donde termina una venda aparatosa que le sube hasta su hombro y que lleva
adherida al tórax. Se aparta a un lado del rellano para permitirme entrar
mientras humilla la mirada hacia las losetas de gres de un suelo que lleva días
sin haber tenido la visita de una fregona, en una mueca de docilidad sumisa que
ya es ingrediente de su carácter, y me invita
a pasar a un angosto pasillo que desemboca en una pequeña sala de estar
muy luminosa, muy poco amueblada y con las paredes completamente desnudas de
cualquier lámina, cuadro o fotografía. Sobre una mesilla de formica, una
minúscula televisión emite anuncios publicitarios con su característica música
contagiosa y pegadiza, dando la sensación de que esa cantinela está totalmente
fuera de lugar en esta estancia con las voces alegres que salen del aparato. En
uno de los dos sofás tapizados con una desgastada tela amarillenta de flores,
cubiertos con una ajada manta de color parduzco, un niño de unos siete años se
sumerge con la frente fruncida frente a una consola de videojuegos sin darse
cuenta de que ha llegado otra persona. La mujer me dice que es su hijo y que no
quiere salir nunca a la calle ni que vengan a casa sus amigos a jugar,
pasándose las horas muertas frente a la maquinita. Le acaricia el pelo con la
mano de manera distraída mientras me habla y el la rechaza con una sacudida
fuerte de su cabeza.
v
Alguien se acerca a mí. Una
cara sonriente se asoma a mis ojos sin vida. Es una mujer más o menos de mi
edad vestida de blanco con el pelo rizado recogido en una coleta. Empieza a
hablarme aunque piensa que no le puedo escuchar.
-¿Qué te ha vuelto a hacer
cariño? ¿Cómo lo puedes permitir y no denunciarle a la policía si tienes toda
una vida por delante que cualquier día éste te la va a quitar? Hazlo por ti y
por tu hijo. Lo detuvieron por la denuncia de unos vecinos y te negaste a ir a
declarar al juicio. Poco ha tardado en encontrarte para darte esta paliza de
muerte.
v
¿Y cómo lo voy a denunciar si
le quiero tanto?, pensé por dentro. Me rendía a su autoridad sin entender muy
bien por qué lo hacía pues me daba terror hasta llegar a preguntárselo. Los
golpes y las palizas empezaron a ser cada vez más frecuentes, pero siempre se
alternaban con un arrepentimiento por su parte, besos, sexo, mimos y palabras
de amor apasionadas y tiernas después de haber marcado mi piel de moratones
cada vez más grandes. Tenía que haber llamado después de marcar esos tres
únicos números, pero nunca me atreví porque le creía cuando me pedía perdón y
me decía que él también me quería y que nunca iba a volver a suceder. Y
entonces ocurrió que confundí el terror con la culpa y sentí que yo era la
causa de su ira hacia mí por no saber hacer las cosas del modo que él quería
que las hiciera. Poco a poco me sentí que era una basura. Empecé a descuidarme,
adelgacé mucho, no me apetecía nada y cada vez pensaba que sería mejor estar
muerta para salir de esta situación tan horrible, como si fuera la única
solución posible mucho más preferible que la vida. Hace ya muchos años que
aguanto su violencia psicológica que una noche también se convirtió en física,
su manipulación, su egoísmo, sus mentiras, sus infidelidades, sus borracheras y
su vida de consumo desenfrenado mientras yo estaba sola en casa.
Una noche regresó fuera de
control, mucho más que otras. Nada más verme se acercó, me agarró del pelo y al
rogarle que no me pegara, a gritos me dijo ¡cállate puta!
Me lanzo a la pared
presionándome la cara contra ella y amenazándome de muerte si lo denunciaba.
Mis ojos arrasados en lágrimas pedían clemencia. Quise zafarme y gritar, pero
un puño se estrelló en las costillas dejándome sin aire y caí al suelo. El se puso
encima de mí y siguió pegándome muy fuerte en la cara, en el pecho, en los
riñones… Al poco, no sé muy bien por qué, llego la policía y una ambulancia. Me
hicieron muchas preguntas, pero yo solamente preguntaba dónde estaba mi hijo.
v
Le comunico que a su pareja le
han soltado por la mañana a la espera de juicio y ella, clavando sus ojos en
los míos, me dice que se irá de la casa con su hijo ese mismo día, sin decir a
nadie su destino para que ese cabrón nunca pueda encontrarlos, aunque sabe que
si no declara en el proceso, que se celebrará en muy poco tiempo, sólo le caerá
una condena menor pero su decisión será garantía de que puedan seguir vivos los
dos.
Le contesto que huir no es la
solución, y con voz queda me dice que su pareja es un borracho y un provocador
mal nacido que siempre está metido en broncas y peleas. También me dice con un
tono de voz más alto que, con suerte, el alcohol lo matará en pocos años, si
antes no lo hace un borracho como él, y que cuando esté muerto y enterrado
podrán volver. Mientras esto suceda, empezará una nueva vida con su hijo muy
lejos de allí.
Le digo que me tengo que
marchar y me encamino despacio hacia la salida. El niño sigue ensimismado en su
onírico mundo virtual, donde seguro que no hay padres que pegan a sus madres.
Ni siquiera me contesta cuando me despido de él. En el umbral, la mujer me dice
adiós con una apenada sonrisa que se dibuja en sus labios amoratados por la
inflamación, casi una mueca que desaparece al instante cuando la tirante y
tumefacta piel de sus pómulos se encoge provocándole un pinchazo de dolor.
No cojo el ascensor y bajo por
las escaleras. Mientras llego al portal voy pensando que su decisión no es la
más apropiada, aunque con toda seguridad, huir es la única posibilidad de poder
seguir viviendo. Pero huir me parece una cobardía que, además, posibilitará que
un despreciable hijo de puta, borracho y pendenciero, continuará viviendo en
una privilegiada libertad que él había robado a dos personas que una vez lo
amaron.
v
Estoy muy cansada. Voy recordando
lo que ha pasado. Al poco de irse de mi casa esa policía, llamaron al timbre y,
creyendo que era otra vez ella, abrí la puerta sin mirar por la mirilla y ahí
estaba él. Me volvió a pedir perdón suplicando mientras entraba en casa
diciéndome que no volvería a ocurrir y que no sabía qué le había ocurrido esa
noche.
¿Qué le he hecho para que me
trate así?, pensaba sintiéndome culpable de la denuncia de los vecinos y del
futuro juicio. Le dije que no pensaba declarar cuando saliese el juicio, pero
que lo mejor es que no volviésemos a vernos en un tiempo. Volvió a ponerse como
un loco gritando que no iba a consentir que le abandonase y un enorme puñetazo
en la cara me derribó en el suelo. Allí tendida
empezó a pegarme patadas hasta que perdí el conocimiento y no me acuerdo
de nada más.
v
Siento como me voy yendo poco
a poco. Mis oídos escuchan la melodía de los pitidos hasta que se convierte en
uno solo y prolongado. En mis manos reposa la bandera blanca de las víctimas
rendidas, donde se enjugan las penas de los anhelos naufragados y de nuestra
vida juntos en ese Berlín soñado que se adormece en las cicatrices de mi piel
por donde sangran las heridas del desconsuelo. Una luz blanca de estrellas
inunda todo y por mis venas fluyen ríos de promesas en una vida que se escapa.
Pude marcar el primer día esos
tres números o pude dejarte atrás, pero ya es tarde porque el reloj ha
enmudecido su inexorable marcha. Mi cabeza es un libro lleno de selvas, fábulas
y epopeyas y en el alma tu imagen de esa tarde lejana de junio, cuando
empezamos a fantasear con la quimera de un Berlín que ahora yace con nuestros
cadáveres, se enreda creciendo en abrazos de agua, luz, tierra y muerte. Yo lo
estoy viendo todo muy claro mientras vuelo sobre sus terrazas con mis seis alas
de ángel.
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