viernes, 9 de junio de 2017

Cinco sentidos enardecidos durante una noche de verano ardiente en la soledad de un bar desierto



Estoy sentado en el sofá del salón de mi casa, aunque sería más correcto decir que me encuentro tirado sobre él. ¿Cuántas horas llevo aquí? El cenicero repleto de colillas reposa en el suelo próximo a un vaso donde quedan los restos de unos hielos licuados que se han ido deshaciendo y una botella terciada, más vacía que llena, de bourbon. No tengo muy seguro de cuántos días hace que mi mujer, se ha marchado, abandonándome, y estoy convencido de que no volverá ya. La empresa de mi propiedad, una academia de idiomas en la que imparto inglés a adolescentes desmotivados, no pasa por una buena época y es cada día más posible que la tenga que cerrar, por lo que mi empleo se encuentra en el aire, y no sé qué es lo que voy a hacer con el resto del tiempo que me queda pendiente y que aún no he logrado destrozar.
Un hombre no puede subsistir con esa melancolía de sí mismo acuchillándole las entrañas. Y la mía me produce una pérdida de sangre continua, gradual, invisible, pero que está agotando mi vida. Parezco una persona que sólo es el contorno sombrío de un hombre, o así me lo imagino yo, que ha dejado de tener interés por nada y que no tiene ningún deseo de seguir luchando, porque tengo la certeza de que un hombre apesadumbrado y taciturno es la más que posible materialización de todas las traiciones y ruindades inminentes, prólogo de un hombre enfrentado al mundo y en contra de todos los que le rodean para combatir sus propias penurias. Pero también quiero llegar al convencimiento de que la vida no tiene confines, ni se le deben poner cortapisas ni reproches ni rótulos de ninguna clase porque quiero desear que la vida puede superar, espléndida y desprendida, todos los males desgraciados y los infames trances hasta ahora padecidos.
En estos lúgubres pensamientos y desidia me encuentro cuando decido salir a dar una vuelta después de estar encerrado entre estas cuatro paredes. Es ya muy tarde y me veo sumergido en una de esas noches habituales de agosto en Madrid, seguramente cuajada de estrellas aunque la contaminación lumínica de la ciudad no permita distinguirlas,
muy cálida, casi irrespirable, sin el más mínimo soplo de aire que refresque este ambiente sofocante. El tráfico nocturno de agosto llena de luces centelleantes la calle y rebotan contra las aceras y el asfalto salpicados por diversos charcos, producto del chaparrón que ha descargado hace poco sobre la ciudad, asemejándose a luminosos espejos donde se reflejan las farolas encendidas. El ambiente, acrecentado por el vapor que surge del suelo mojado al condensarse el agua, es húmedo y abrasador. Las calles a estas horas de la noche se hayan casi desiertas, producto de las fechas en la que mucha gente pasa sus vacaciones estivales junto al mar o en la sierra. Los callejones de este barrio del Madrid del Barrio de las Letras exhiben contenedores de basura maloliente, tan llenos, que varios están vigilados por bolsas de plástico atadas y otras inmundicias que descansan en el suelo a su alrededor, a la espera de que pase el camión a recogerlos, en un caos desordenado y un olor a podredumbre. Seguramente sólo el diluvio universal puede limpiar este ambiente fétido de miseria, desechos e iniquidad injusta, y lo que ha jarreado antes durante tan pocos minutos es evidente que no se le asemeja.
Voy andando por la acera, pegado a paredes ennegrecidas para que no me mojen los goterones que caen de tejados, canalones y voladizos. Una pareja muy joven se besa y se acaricia sin ningún recato entre dos coches aparcados en doble fila. Al fondo, rompe el silencio el griterío de una cuadrilla escandalosa que permanece imperceptible y escondida a mi vista, y al pasar junto a un mendigo, que ha montado su cama de cartones sobre un banco en el que se sienta bebiendo directamente de un envase, también de cartón, de vino barato, me pide, con voz aguardentosa y ronca, que le dé un cigarrillo.
Sigo avanzando sin saber muy bien hacia dónde dirigirme y sin dejar de pensar en las baratas filosofías que me abruman y que siempre me llevan al convencimiento de que mi vida no es, para nada, la que un hombre se merece y que el tener tanta mala suerte de manera permanente me produce la sensación de estar acostumbrado a que sólo me ocurran desgracias, cuando al volver una esquina, aparece ante mí la claridad de un letrero de neón que emite un sonido de chicharra bajo la noche bochornosa y asfixiante y unos fluorescentes de colores de los que uno, próximo a fundirse, se enciende y apaga de forma intermitente. Me detengo, alzo la vista y leo:

La guarida
Copas y otras cosas

Un portón de dos hojas de madera, protegido por una cancela de hierro forjado, me invita a que empuje una puerta de cuarterones de vidrios esmerilados de colores. Me terminan de convencer para entrar el calor y el sudor que hace que mi camisa y mis pantalones de lino se peguen al cuerpo y a las piernas, creándome una sensación de agobio.
El espacio es amplio, seguramente así me lo parece pues no se ve a ningún cliente allí dentro, recargado en su decoración con diversas figuras y cuadros con fotografías de brujas, vampiros y otras criaturas inquietantes que pueblan las películas de terror y nuestras peores pesadillas, de techo elevado desde donde me saluda colgado una especie de robot de plástico, y una sala rectangular con suelo de terrazo oscuro. Al fondo, una pantalla gigante proyecta un vídeo que no acompaña sus imágenes con la canción que en ese momento se escucha, y una escalera de peldaños empinados y divergentes según ascienden, que debe de llevar, con toda seguridad, a los servicios. Un banco corrido, sin mesas delante suyo, de ajado terciopelo rojo y cuero cuarteado por el uso, decora el lateral izquierdo frente a una barra recta de mármol, en el lado derecho, con columnas de madera y lámparas de tulipas rojas y verdes que emiten una luz mortecina que malamente ilumina las botellas de alcohol que se alinean en los estantes que se sitúan detrás de ella. Sobre su superficie reposan candelabros con velones encendidos que derriten la cera que cae formando gotas por el cilindro de su tronco amarillento.
Aparte de la música que sale de unos bafles suspendidos en las cuatro esquinas del local, no se oye el vuelo de una mosca, y a mí no me gusta el bullicio y detesto las moscas, así que decido sentarme en una de las banquetas alineadas frente a la barra de ese bar tan solitario y vacío.
¿Cómo un hombre como yo, licenciado universitario, instruido, cultivado y refinado cuando es necesario aparentarlo o serlo, puede ponerse a beber solo en un bar en el que no ha estado nunca, una noche tórrida de verano cuando la ciudad se ha quedado vacía pues todo el mundo ha decidido abandonarla buscando otros lugares de clima más benigno?
Allí, ni en la sala ni detrás de la barra, hay nadie, hasta que de pronto de una habitación lateral aparece ella, y así fue como comenzó todo en ese bar de copas en penumbra, desierto y vacío.

––Hola, buenas noches, ¿qué te pongo? ––me tutea mientras se acerca con paso resuelto hacia donde me encuentro sentado en la esquina opuesta de donde ha salido.

––Un Four Roses con hielo en vaso corto, por favor.

Debe de tener cerca de treinta años, tacones que engrandecen su menuda figura y alargan sus bronceadas piernas que emergen de una minúscula minifalda naranja que ciñe sus caderas. Su cara, no especialmente bonita, de boca con labios gruesos, carnales y apetitosos, resplandece a causa del color miel de unos ojos rasgados y miopes. Tiene el pelo muy corto, casi rasurado en la nuca, con mechas de tonos dorados y plateados que me recuerda por su semejanza al de Marie Fredriksson, la cantante del grupo sueco Roxette, que está sonando en ese momento en el equipo de música: «I`m going to get dressed for succes, shaping me up for the big time, baby…», que por mi deformación profesional, de manera automática traduzco en mi cabeza: Me voy a vestir para el éxito, me voy a poner en forma para el gran momento, cariño. Me visto para el éxito; me pongo en forma para tu amor…
Coge un vaso de cristal grueso y pone dentro de él unos hielos. Se gira hacia la estantería de forma cadenciosa, como pensando, y alza un brazo para alcanzar una de las botellas, dejando a la vista una axila depilada y sensual que hipnotiza mis asombrados ojos.
Vuelve a acercarse a mí y comienza a verter el líquido de color ambarino como sus ojos que cae melodioso y cadente en el vaso, sorteando las paredes resbaladizas de los hielos que se astillan a su contacto. La chica exhala un aroma arrebatador a perfume insólito, aunque yo estoy convencido que el olor intenso que emana de su cuerpo no es perfume, sino otra cosa, extraordinaria, venenosa, mortífera. Algo que sube por su cuello, largo y moreno por el sol, y que me produce una perturbación que nunca hasta ahora he experimentado y que me empuja a unos niveles de ansiedad y deseo incomprensible e inaudito para mí hasta entonces.
La muchacha se aparta de mí unos pasos y empieza a secar unas copas que ha sacado del lavavajillas con una gamuza y yo la observo, tímido y azorado, mientras doy pequeños sorbos de mi consumición. El pelo un poco alborotado en su flequillo, la carnosa depresión que intuyo o adivino entre los pliegues que forman la tela de su blusa que seguramente lleva algún botón desabrochado de más, el brillo metálico de su cabello, la cordialidad cálida de su mirada cuando levanta hacia mí la vista y la sonrisa vivaracha de su boca, pintada de rojo brillante, la longitud de los muslos bronceados y los pechos que oscilan al ritmo de sus brazos pugnando por salir del escote de su blusa vaporosa, producen en mí un estado apasionado y excitado que no apacigua el olor a naranjas y limones recién cortados ni el de humo de vela encendida que impregna el ambiente, acrecentado por el hecho de encontrarnos solos en medio de una atmósfera que me hace estremecer.

––Oye, perdona, ¿me puedes poner otro, por favor? –le pido tras beberme la copa en tres tragos largos.

––¿De lo mismo? ––me pregunta clavando su mirada turbadora en mis ojos, sin dejar de secar los vasos.

––Sí, otro Four Roses con hielo.

Deja el trapo sobre las cámaras y se va acercando hacia mí con el movimiento de delicada elegancia de un gato y una gracia, volátil y abstracta, de un ser mágico que mora en un bosque encantado pese a sus altísimos tacones.

––Un bourbon con hielo… ¿no has probado nunca el Jack Daniel´s? ––me pregunta––. A mí me gusta mucho más. Esta bebida me hace sentir feliz y nostálgica a partes iguales.

Y sin esperar a que yo diga nada, mira hacia la estantería más alta donde reposa la botella marrón y cuadrada con etiqueta negra y letras blancas con el nombre de Tennessee que tanto me recuerda a mis discos de country de mi juventud. Acerca un taburete que tiene a su lado y que, seguro, le sirve, aparte de lo que va a realizar a continuación, para descansar cuando no tenga nada que hacer, y alza su pierna izquierda posando su rodilla en el asiento acolchado, dejando la otra en el aire y se impulsa hacia las alturas. La falda, ya de sí muy corta, se sube aún más enseñando la entera plenitud de sus muslos, mientras mis ojos no pueden dejar de mirar fijamente esa atracción fabulosa hasta contemplar su culo atrapado por unas braguitas negras, espléndido, escapándose de ellas unas rotundas nalgas que se mueven ante mí. Se demora unos segundos en esa postura hasta que agarra la botella, permitiéndome observar bien toda esa carne deliciosa.
Se coloca frente a mí, se inclina para buscar un vaso y la cubitera de hielo. Un soplo de brisa, procedente del ventilador alojado a su izquierda, le ahueca la tela de su blusa mostrando dos pechos turgentes, redondos, repletos y, seguramente, cálidos y suaves y, desprovistos de sujetador, en cuya cúspide dos pezones tiernos, sonrosados y encendidos se ponen erectos y firmes de golpe ante la sorpresa de mi mirada.
Estoy convencido de que los abrumadores efectos de la bebida pueden dar alas al ánimo más entorpecido, unas alas etílicas que pueden hacerte imaginar hasta lo que no existe, pero no es éste el caso. Yo que soy el único sobreviviente de la menguada clientela que ha tenido esa noche sé que aquello no es un espejismo fruto del alcohol.
Me sirve hasta casi el borde del vaso y se queda allí parada delante mío con los brazos separados de su cuerpo apoyada de manos sobre la barra. Bebo un trago largo sin quitar la mirada de sus senos, de nuevo exhibidos sin ningún pudor y consciente de ello cuando se vuelve a agachar para coger un cuenco de frutos secos y pasas que deposita sobre el mármol. Cojo una de ellas entre mis dedos y me la llevo lentamente a la boca, después de abandonar el vaso en la encimera, y mi lengua se inunda de saliva y explota con su dulzura, mientras imagino a que pueden saber esos pezones, ahora de un color más oscuro, hinchados, del mismo color que el del fruto que saboreo con delectación ensoñadora, al percatarme como una gota, que le ha debido saltar al cuello al servir la bebida, le resbala por el escote bajando por el valle de sus pechos hasta perderse dentro de su ombligo.
Ella sigue impertérrita observándome mientras bebo hasta que vacío el vaso. Me gusta el olor que emana de su piel aunque sé que no se ha puesto perfume. La voz de la cantante de Roxette envuelve de nuevo cada rincón del bar acariciando a las personas
que ya no están y a nosotros que no dejamos de mirarnos.

––¿Qué te debo?

––Dame 7 euros. A la segunda te invito yo por venir esta noche a hacerme compañía cuando estaba sola.

Saco del bolsillo un billete de 10 euros y se lo doy rozando suavemente, sin intención, o quizás sí, la palma de su mano. Se da la vuelta y abre la caja registradora y coge tres monedas que me acerca a mi mano y sus dedos me rozan con toda su intención, lentamente.
Me levanto y, después de despedirme, camino hacia la puerta. Cuando estoy ya muy próximo a ella, escucho a mi espalda su voz.

––Oye, ¿vendrás mañana? Si lo haces a estas horas volveré a estar sola.
Vuelvo la cabeza y le sonrío.

––Hasta mañana.


Salgo a la calle y una bofetada de calor me golpea en la cara. En el cielo empieza a amanecer y la ciudad está aún más solitaria si cabe. Paseo sin rumbo hasta que decido regresar a mi casa. Empiezo a tararear esa vieja canción del rey del rock: «¿Estás sola esta noche? ¿Me extrañas esta noche? ¿Sientes nostalgia de mí? ¿Sientes nuestra separación? ¿Parece que todas las sillas de tu bar están vacías y desnudas? ¿Miras la entrada de reojo y te parece verme ahí? ¿Está tu corazón lleno de dolor y debería yo volver? ¿Estás sola esta noche?» Enciendo un cigarrillo y calculo cuántas horas faltan para volver en la madrugada al bar. Estoy seguro que la segunda parte de la vieja canción del cantante de Memphis no va a producirse porque la vida me da una nueva oportunidad y, por una vez en mi triste existencia, va a ocurrir algo afortunado en mucho tiempo.

©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega

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