A la memoria de mi abuelo Pedro Escolar-Noriega Puig que sufrió muchos años de reclusión en las cárceles franquistas por ser únicamente militante del Partido Socialista Obrero Español.
En el verano de 1999 hice un viaje a Austria y la recorrí entera durante una semana en automóvil. Una mañana llegué a un pueblo a orillas del Danubio y de repente al ver su nombre me vino a la memoria una autobiografía de Mariano Constante titulada Los años rojos que leí en mi juventud en un bonito libro editado por Círculo de Lectores. Seguí por la carretera y me di de bruces con un cartel indicador que ponía Memorial Campo de Concentración de Mauthausen (Gedenskstätte KZ Mauthausen) y no dudé ni un instante en recorrer los cinco kilómetros que separaban la civilización del monumento al infierno que se construyó allí hacía cerca de sesenta años y que riadas de personas tuvieron que recorrer a pie entonces. Nunca podré olvidar la macabra fortaleza, su patio de cocheras, su plaza, sus barracones con camastros estrechos donde tenían que dormir cinco seres humanos, su avenida central, sus cámaras de gas, sus hornos crematorios, su enfermería donde en vez de curar se asesinaba a los enfermos con inyecciones de gasolina en el corazón, su chimenea por donde salían del campo los que en este siniestro lugar se encontraban detenidos en régimen de esclavitud en forma de humo, sus placas indicadoras escritas en alemán, inglés y francés que explicaban a los visitantes las atrocidades allí cometidas, los pabellones donde vivían los SS con sus familias, el salto del paracaidista y la cantera con su impresionante escalera de la muerte con sus horribles y desiguales 186 escalones donde murieron tantos y tantos hombres aplastados por las piedras de 50 kilos que tenían que transportar en su espalda. La temperatura era alta pero te sobrecogías pensando en esos inviernos centro europeos donde gente mal alimentada, mal vestida y exhausta de trabajar muchas horas al día como esclavos y con un peso inferior a los 40 kilos, tenían que soportar temperaturas a la intemperie de 35º bajo cero, muchas veces calados por el agua con la que les rociaban.
Quince años después llega a mis manos el libro Los últimos españoles de Mauthausen de Carlos Hernández de Miguel como un gran homenaje en el año que se cumplen en el mes de mayo los 70 años de la liberación de los campos de concentración nazis por las tropas aliadas y los 75 años de que más de 9.000 españoles y españolas empezaron a llegar a Mauthausen, Buchenwald, Ravensbrücck o Dachau y de los que solamente lograron sobrevivir unos 4.000, y que me ha vuelto a recordar, ahora con palabras en español, el horror que viví esa mañana de agosto en Austria.
Esta es la historia que cuenta nueve mil historias, una por cada una de esas personas que sufrieron la ignominia y donde se reflejan sus vidas, anhelos, viajes en funestos de trenes de la muerte, sus sufrimientos en los campos, la solidaridad en la que se apoyaron para tratar de sobrevivir, su alegría por la liberación y su frustración ante la imposibilidad de no poder volver a la patria. Esta es la historia que habla de víctimas y que habla de sus verdugos. Esta es una historia de sufrimiento, muerte, torturas inimaginables a manos de los siniestros miembros de las SS, dignidad, solidaridad y resistencia.
En febrero de 1939, con frío y lluvia constante, las carreteras de Cataluña, ante su inminente caída en manos de las sediciosas tropas al mando del general Franco, se llenan de hombres, mujeres y niños en una marcha desesperada que les lleve a cruzar la frontera francesa hacia un futuro incierto para huir de la muerte segura y de la patria, la suya, por el único motivo de haber luchado para defender a la República defendiendo la libertad del pueblo traicionado por el fascismo que había aniquilado todas las esperanzas democráticas conseguidas. Pero en vez de encontrar una vida digna y libre, el Gobierno francés los encerró en campos de concentración como si fuesen bestias donde morían de frío, de hambre y de todo tipo de enfermedades. Este fue el trato recibido por los republicanos españoles en el país de la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Cuando Adolf Hitler invadió Polonia, Francia declaró la guerra a Alemania que en muy pocos meses conquistó su territorio pactando con el general fascista francés Petain. Ante la más absoluta indiferencia del Gobierno de Franco, más de 9.000 españoles abocados a una nueva guerra, fueron entregados a los alemanes que los hacinaron en terribles trenes de la muerte camino de los campos de concentración a donde pudieron, los que no fallecieron allí dentro durante el agónico viaje, llegar con vida lamiendo el agua que se condensaba en los tornillos de los vagones.
Pero les quedaba por vivir algo verdaderamente peor. Iban derechos al infierno del que, en palabras a ellos dirigidas, nunca podrían salir con vida sino en forma de humo por la chimenea. Y empezó la carrera por la supervivencia. Correr para sobrevivir. Correr para lavarse. Correr para llegar el primero a uno de los kommandos de trabajo menos duro y salvarse de la cantera y de los ciento ochenta y seis terribles peldaños de la escalera de la muerte. Correr para la distribución de la sopa aguada. Correr para evitar los golpes. Correr, siempre correr para poder sobrevivir.
Un infierno insufrible donde los deportados por la noche soñaban que eran libres y que estaban con su familia porque por las noches no tenían pesadillas; la pesadilla comenzaba cuando despertaban. Un infierno en el que había que llegar a ser fuerte llegando al egoísmo para si mismo y no pensar ni en esposa ni hijos porque si lo hacían acababan muertos, siendo menos costoso para los que a nadie tenían y su única preocupación era comer esa infame sopa con alguna patata y algún nabo y de permanecer con vida hasta la noche.
Así pasaban las interminables horas y los interminables días de trabajo agotador y noches en vela, de comida insuficiente, de golpes y vejaciones continuas, de temor y pánico a caer enfermo y obtener el pasaporte hacia la cámara de gas, la inyección de gasolina en el corazón o el tiro en la nuca. Descubriendo hasta donde puede llegar el hombre cuando odia sin límites, aunque también encontrando la capacidad que tiene para hacer el bien, con una generalizada solidaridad para ayudar al compañero más débil.
Los republicanos españoles tenían la ventaja frente al resto de prisioneros de otras nacionalidades por haber pasado tres años de sufrimiento y lucha en la guerra civil por su supervivencia por lo que en Mauthausen eran capaces de convertirse en ratas perspicaces que comen el queso sin caer en la trampa, frente a unos fanáticos que lo único que querían era tener mano de obra esclava hasta que pudieran ser capaces de trabajar, mientras ellos, la raza pura, se dedicaba a la lucha para ganar la guerra e imponer el nuevo orden. Para conseguirlo lo tenían muy claro. El que valía para el trabajo, vivía. El que no valía, ya fueran hombres, mujeres o niños, eran exterminados, es decir, más tarde o más temprano eran asesinados todos, si no morían por si mismos o se suicidaban, y más en esas condiciones.
Pero la entrada en la guerra de Estados Unidos y la debacle alemana en la invasión de Rusia, torcieron a la Alemania nazi todos sus planes. Los dirigentes nazis vieron que llegaba su derrota y no se podía permitir que ningún prisionero de los campos de concentración pudiera llegar con vida y caer en manos del enemigo para ser testigos de tanta atrocidad cometida. Por ello se condenó a todos los concentrados como prisioneros a una aniquilación masiva.
Pero la liberación llegó y la alegría para todos los supervivientes fue inmensa, aunque muy pronto para los españoles se volvió en amargura teniendo que permanecer en Mauthausen porque nadie les quería. Los soviéticos se iban a Rusia, los franceses a Francia y los españoles se quedaban allí... solos, llegando muchos a preguntarse si habían sido más afortunados por llegar vivos que los que habían muerto en los campos.
Carlos Hernández de Miguel ha escrito un grandioso alegato de homenaje a estos españoles olvidados en nuestro país. Los últimos españoles de Mauthausen es un libro emocionante y sobrecogedor cuya lectura te pone el corazón en un puño y que en palabras de su autor "no es un libro fácil porque nunca pretendió serlo, pero espero que resulte útil, ya que la historia de nuestros deportados no tiene fecha de caducidad".
Los últimos españoles de Mauthausen es un monumento a esos patriotas que lucharon por la libertad recibiendo como pago la negación de la suya propia y la muerte, en este aniversario que se va a celebrar en los próximos meses. Es un grito desgarrador para que dejen de ser olvidados en nuestra tierra y que se les reconozca de una vez por todas su abnegación y sacrificio frente a la intolerancia, el racismo, el populismo, las traiciones que sufrieron, los pactos que firmaron sus verdugos y la pasividad de quienes eran considerados como los buenos de la película en esos días en que la vida no significaba nada para quienes querían gobernar el mundo y tenerlo humillado a sus pies.
Los últimos españoles de Mauthausen nos deja muy claro que todo lo que se relata en él puede ser extrapolado a nuestros días. Es un libro que debería ser de lectura obligada para todos y en especial para los jóvenes, para que vean, sepan y no olviden nunca. Es deber de la memoria. Hay que recordar lo que ocurrió en los campos de concentración nazis para que hechos tan lamentables no se repitan ni vuelvan a ocurrir nunca. Hay que hacerlo por todos y especialmente por los que no lograron salir con vida de allí. Es obligatorio saber y no olvidar, pues si no se sabe o se olvida se volverá a votar por el fascismo porque creeremos nuevamente en su discurso populista.
Hay que tener muy presente que como mínimo 136.000 desaparecidos en la Guerra Civil yacen en las cunetas de las carreteras y en fosas comunes bajo toneladas de tierra, enterrados como perros, mientras desaparecen las ayudas a las Asociaciones de la Memoria Histórica por el gobierno del Partido Popular que no duda en homenajear a los que lucharon en la División Azul bajo las órdenes de Adolf Hitler mientras éste arrasaba Europa y aniquilaba a seis millones de judíos y a veinte millones de soviéticos. Esos gobernantes del Partido Popular que miran para otro lado y mantienen calles y monumentos a mayor gloria de militares fascistas y dirigentes falangistas o que imponen libros de texto que tienen que leer nuestros niños y niñas en la escuela de primaria donde se dice que Federico García Lorca murió, cerca de su pueblo, durante la guerra de España, o que Antonio Machado se había marchado a Francia con su familia y que allí había vivido hasta su muerte.Ese Partido Popular, heredero de los que segaron la libertad de la República, que gobierna España con una mayoría absoluta gracias al voto de muchos españoles y que ha paralizado la Ley de la Memoria Histórica, volviendo a poner a los verdugos de nuevo en un nivel superior al de las víctimas con las cuales tenemos el deber moral de recordarles siempre para que nunca mueran.
Me está saliendo una reseña muy larga de Los últimos españoles de Mauthausen, pero escribiría durante horas y horas sobre este libro. Solamente me queda agradecer a Carlos Hernández de Miguel su trabajo exhaustivo de documentación y de entrevistas con la escasa treintena de superviviente que nos quedan del horror y con sus familiares, y su escritura clara, limpia y vibrante empleada para narrar y escribir durante año y medio esta crónica excelente. Y por supuesto, agradecer también a Ediciones B por publicarla y facilitarme un ejemplar de ella que ocupará un lugar preferente en mi biblioteca siempre.
Hace unas horas finalizaba la lectura con el alma encogida, profundamente emocionado y absolutamente sobrecogido por lo que mis ojos han leído durante estos últimos días. Mis pensamientos vuelven a esa plomiza y calurosa mañana de agosto de 1999 y observo de nuevo muy claramente el monumento erigido en la explanada de los campos de Mauthausen a la memoria de los republicanos españoles que murieron allí por ser luchadores y defensores de la libertad. Recuerdo que como no tenía nada a mano, recogí del suelo una pequeña piedra que puse junto a las innumerables que pueblan todos sus recovecos y un pequeño ramillete de flores silvestres como humilde tributo a su sacrificio. Como reza su placa, siento profunda pena y congoja. ¡Cuánto os lloro, compañeros! Nunca os olvidaré porque sois ejemplo de lo más grande de lo que es capaz de alcanzar el hombre.
En nuestra memoria siempre todos los que murieron. En nuestra memoria siempre todos los que ni el tren del exilio ni la deportación os consiguió quitar la viada, pero si os robó la vida.
©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega