jueves, 3 de julio de 2014
La pequeña capital de provincias de Paco Umbral - Juan Pedro Martín Escolar-Noriega
Hace unos días navegando por internet me encontré con un vídeo titulado Valladolid, ¡cómo me gustas! Y viéndolo me vino a la memoria Francisco Umbral (1932-2007) ese domador de palabras, gran narrador, memorialista, diseccionador de la vida y la sociedad de nuestro país, articulista todoterreno e intimista poeta.
La pequeña ciudad plateresca que tanto inspiró a Paco Umbral para escribir novelas de ambiente provinciano con Valladolid siempre en el fondo como marco indeleble del artista adolescente que empieza a vivir. De ella decía emocionado: “Valladolid, mi Valladolid de entonces, era una fiesta. Una fiesta triste y negra, de guerra y de luto, pero cantaba la edad dorada de la infancia y yo era un niño en una calle larga y fría, calle de San Blas, con huertas y monjas y ebanistas y sombrererías. Habían puesto en las fachadas unos carteles como para anunciar la guerra, carteles con alambradas y palomas, y cascos y cañones. Los moros y los regulares venían al anochecer. Los regulares venían en sus camiones, desde Capitanía, y los moros aparecían, lentos, entre las sombras de la Plaza de San Miguel”.
Paco Umbral pasó frío y hambre en su casa de la Plaza de San Miguel, estudió en el José Zorrilla, fue botones en el Banco Central, fue contertulio en la cafetería Maga y en el Hostal Florida y empezó a trabajar en el principal periódico de nuestra ciudad, El Norte de Castilla, el que lleva en su portada “con sus letras góticas, muy negras, sobre gran fondo blanco, una catedral del periodismo”. Como Proust se envenenó con su magdalena y como Baudelaire se drogó con el láudano. Su destino era la literatura y vivía en la magia de tantos libros y escritores. Y Valladolid protagoniza varias novelas de una infancia cruel y de una atroz adolescencia. Comió como muchos niños vallisoletanos pan negro hecho de salvado y porciones de miedo. Valladolid era esa ciudad “que todo lo había tenido y todo lo había perdido" por lo que en su obra se huele y se siente la melancolía. Valladolid era para él memoria, lirismo, temor, temblor, ciudad de procesiones, ciudad de culpas y provincia de tedio, y aunque no la nombre nunca, a diferencia de Madrid, su segunda ciudad, a la que nombra continuamente y la cita, ahí está omnisciente. Sus libros de Madrid son el presente. Los de Valladolid son el pasado. En los de Madrid predomina la prosa. En los de Valladolid, el lirismo.
“Vieja ciudad. Pequeña ciudad. A veces vuelvo a la ciudad de provincias, gris y melancólica, ayer perfil de galeón, hoy navío desguazado, de donde han nacido alguno de mis libros –los pocos que merecen la pena leerse- y donde ha nacido uno mismo, aunque uno no haya nacido allí.”
En su novela vallisoletana Capital del dolor (1996), nos relata la guerra civil en la pequeña ciudad, donde vuelve a ser su ciudad de tedio y plateresco, a convertirse en escenario de su educación sentimental. Nos cuenta la guerra cruel. Al principio la ciudad es sólo un precioso magnolio en el patio de las Teresianas y acaba siendo el eco de las campanas de las Clarisas y el de los partes de guerra que escupían los altavoces de la Plaza Mayor. Pasamos de una manera traumática de la ciudad de alegres colores de los pavos reales del Campo Grande al blanco y negro de las pistolas falangistas, dejando entre ambos el camino de su protagonista que sueña su ciudad en un mágico itinerario sentimental. Sus rincones aparecen continuamente. La calle Pasión es “larga y misteriosa, con iglesias y menestralía”; la Plaza Mayor es “espaciosa, mal lograda, con su acera de San Francisco, salón de la vieja corte, y la estatua del Conde Ansúrez”; la Fuente Dorada “con soportales y fotógrafos es una plaza irregular, de plano inclinado, como una plaza soñada por Chirico, el italiano de moda”; la calle Angustias “de una plata sucia, de un adoquinado ilustre, toda de tiendas y teatros que acaba convirtiéndose en un descenso a la judería castellana, como el secreto vaginal y viejo de la ciudad”; la casa de Cervantes es “céntrica y hundida, sombría y bella, prestigiada de yedras y perfumes de maderas antiguas y cuarterones”; la Catedral es “grandiosa como una tumba de gigantes, fría como las bodegas de Dios, frustrada como una gran nave que se hunde, escorada, inmensa, descomunal y fea”; el bar Cantábrico en la Plaza Mayor esquina a la calle Santiago es “capilla Sixtina del vino y primera catedral del cubismo decorativo, con sus chicas penagos vestidas de parisinas para tomar el aperitivo”; el teatro Calderón al principio es una “corralada enorme de la cultura local, con un siglo XIX dormido en sus terciopelos rojos, con sueño de peluche, con un pasado reciente ilustrado en sus pasamanos de oro y sus barandales de alta comedia” y es asaltado al comienzo de la guerra por unos “políticos grises y unos madrileños azules, violentos, negros, refulgentes de hebillas y pistolas”.
Y vienen los fusilamientos y el protagonista cada vez tiene más amigos fusilados en “Cocheras” que estaba por el Paseo de Filipinos y era donde se guardaban los tranvías azules y amarillos, “hasta que llegaron los falangistas y convirtieron los tranvías en cárceles, para arrestar ugetistas y fusilar poetas” que “atados en cuerda en fila llega andando a media tarde al Fondor (el Campo Grande recién regado en la novela) desde donde llegaba un hechizo verde del interior del parque modernista, y el grito de los pavos reales ponía un versallismo agrio y elegante sobre el rugido de la pólvora y los colores sucios de la guerra”. La represión militar tiene lugar en el cerro de San Cristóbal donde la gente asiste a los fusilamientos “como las tricoteuses de París que iban a hacer calceta a la sombra de la guillotina”. El cerro de San Cristóbal es “piedra y cielo, plata y sangre, y las elegantes de la ciudad llevan sombrillas blancas, anacrónicas y alegres, para protegerse del sol casi vertical guilleniano, que ilumina con su grandeza siniestra el ritual de los fusilamientos”.
Pero al principio del libro ese camino sentimental no es tan agrio y atroz en esa ciudad salvaje “donde la luna se derrama todas las noches en cascada sobre el gótico plateresco de San Pablo”. El protagonista, Paulo, se inicia en el sexo con una prostituta, Rosa Luguillano, y su camino hacia donde trabaja es un “camino plateresco y juzgados, de palacios y Reyes Católicos, la entraña histórica de la ciudad, un camino de rías populares y torres góticas, el camino de la Esgueva, de los tontos al sol, de las clarisas, de la infancia y los entierros”.
Después se enamora de la hija de un ferroviario, Constitución, y pasea con ella por los barrios ferroviarios, por la plaza Circular y por la calle Estación “con su larga tapia hasta llegar al puente negro sobre los trenes deslumbrantes del anochecer”.
¿Se puede escribir mejor que Francisco Umbral? Es un mago de las letras que ha sido el gran cronista poético de esta ciudad a la que yo vine, haciendo el camino inverso que hizo él, a vivir desde Madrid y que gracias a su verbo duro y lírico aprendí a conocerla y a enamorarme de ella. Pero no sólo en esta Capital del dolor. También en otras muchas, novelas de iniciación adolescente protagonizadas por esta capital de provincias llena de tedio y desencanto donde muchachos deshonran a niñas gitanas, niños de derechas y de centros católicos llevan a las muchachitas en flor y guantes amarillos a remar a las barcas del Pisuerga, jóvenes que juegan en los billares situados junto a la Catedral, mañanas de plata y niebla, procesiones y culpas con un Cristo en cada esquina y una procesión en cada calle, “barrio de las Delicias, calles ferroviarias, largas, húmedas y habitadas por los personajes de humo de los trenes”.
Pequeña capital de provincias, pequeña ciudad plateresca, pequeña ciudad de pavos reales, guardas forestales y peces de colores, capital del dolor. Valladolid.
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