miércoles, 13 de marzo de 2019

La insondable amargura de la tristeza



Anna María vuelve a apoyar sus codos sobre el alfeizar de la misma ventana de su casa familiar como en esa tarde del verano de 1925 que estaba admirando la bahía de Cadaqués. Lo que observa sigue exactamente igual que entonces cuando, con el arrobo de sus diecisiete años, pasaba las horas emocionada mientras la brisa agitaba con suavidad las vaporosas cortinas azules y rizaba con levedad ese mar donde un barco velero se mece en la lejanía. Su pensamiento vuela perezoso y sensual sobre la ensenada y el horizonte bajo que la cierra, en un instante sobre ese Mediterráneo que navegaron los cretenses y los griegos, que los romanos hicieron suyo, y del que pudimos aprender todo lo que sabemos que está escrito sobre la Humanidad.

Anna María quiere volver a ser esa muchacha vestida de blanco, allí apoyada en el vano de la ventana, que juega con la punta de su pie derecho de forma inconsciente con el suelo, y dejar vagar su mente, relajada, en indescifrables ensoñaciones sobre ese paisaje que siempre ha sido su mundo.

Todo parece lo mismo, pero ya nada es igual. Todo se parece, pero casi todo ha cambiado. La habitación de Es Llané es la misma y parece que sus paredes han captado la esencia inmutable de las cosas por encima de cualquier sacudida del inexorable paso del tiempo. La misma ventana con sus cinco cuarterones de madera que ni el sol ha podido difuminar su radiante color azul parece mimetizarse con el añil de ese mar tranquilo; las mismas cortinas de idéntico color que se envuelven con la luminosa claridad de la tarde y que son mecidas por la suave brisa de Cadaqués. Incluso, parece que ese pañuelo blanco, con el que Anna María se cubría al atardecer los hombros, sigue reposando, después de dejarlo al desgaire, sobre el lado izquierdo del dintel.

Ahora ya, ni ella ni Cadaqués son como entonces. Allí pasó los veranos de su infancia y su juventud. Un Cadaqués de casitas blancas y aislado, donde toda su familia pasaba idílicos estíos rodeados de sus calas cristalinas. Ella tampoco es ya la de entonces. No es esa muchacha de diecisiete años que se asomaba a esa ventana. Ahora es una anciana de setenta y seis, delgada y consumida, carcomida por los remordimientos, que ya no exige como entonces una rotundidad voluptuosa en sus caderas y en sus nalgas.

Anna María desea volverse como lo hacía entonces, pero le entristece porque si lo hace hoy, ya no estará allí su hermano Salvador pintándola. Salvador que es cuatro años mayor que ella y que pintó su retrato esa tarde de tan lejano verano y que, tantos años después, añora que no pueda volver a suceder, aunque está sinceramente convencida de que merece ese golpe de óleo azul derramándose en su espalda y no ese profundo dolor de sentirse ignorada por aquel con el que compartió desde la infancia su universo, al que entendía sus gestos y excentricidades y aguantaba sus bromas y juegos. Salvador, que dijo el día en que su hermana nació, un seis de enero, que era el mejor regalo de Reyes que recibiría nunca, el que fue su compañero ideal, por su inteligencia aguda y penetrante, y su carácter alegre y divertido. Ese Salvador que le hizo posar en interminables sesiones como modelo incontables veces, para plasmar meros bocetos y estudios de los bucles de sus cabellos y de un hombro siempre descubierto, con paciencia infatigable porque a ella no le cansaba posar para él ya que nunca le aburrió permanecer quieta y silenciosa pues no se cansaba de observar ese paisaje que ya, para siempre, entró a formar parte de ella misma y en el que sus ojos oscuros tenían el tiempo suficiente para entretenerse en los detalles más pequeños.

La luz de la costa mediterránea, la comodidad de quien mira y de quien se sabe observado, el equilibrio y el orden de ese increíble mundo placentero y radiante en que los dos estaban tan unidos, hoy sólo apoyado en los recuerdos, donde Salvador retrataba el cuerpo inconscientemente voluptuoso de Anna María en un sobrevuelo sereno y sensual sobre la bahía, con una lenta contemplación de la escena que va a plasmar en el lienzo con la meticulosidad de un Vermeer, el equilibrio de un Rafael, pulida y acabada como la de un Tintoretto, atmosférica y etérea como un cielo velazqueño, que le van a conceder al artista, lejos de la mirada de nadie, ser él mismo, ese hombre frágil y sensible, asombrosamente dotado para el arte, elegante y exquisito en la técnica , delicado en la presencia y la representación, ya ha dejado de existir.

Como ya tampoco existe Federico, al que conoció Anna María esa primavera de 1925 cuando les visitó en Cadaqués y surgió entre ella y él una camaradería indestructible al tiempo que insólita, que duró el breve tiempo que le quedaba por vivir a ese muchacho granadino sensible, apoyada tan sólo en una correspondencia intimista que suplía las muy pocas ocasiones que pudieron verse en Cadaqués y en Granada. Ese Federico que le escribía “Querida Ana María, llevo varios días en Granada y a cada momento tengo necesidad de hacer un retrato tuyo para mis hermanas”, “Dichosa tú, Ana María, sirena y pastora al mismo tiempo, morena de aceitunas y blanca de espuma fría. ¡Hijita de los olivos y sobrina del mar!, en unas cartas de extraordinaria hermosura poética, de admirables imágenes, donde abunda la elegante sensibilidad y el tierno gracejo de Federico del que nunca se podrá olvidar Anna María en su casa de Es Llané, donde él se aferraba a la mano de ella cuando se bañaban en el mar por miedo a las insignificantes olas y el simple roce de un dedo en su piel hacía saltar enfebrecido el corazón de la muchacha.

Aquel era un tiempo que estaba a punto de disolverse para siempre y de convertirse en una pesadilla interminable e hipócrita, pues el enorme talento de un artista, todavía en formación, se encontraba preso en una mente endeble, inmadura y voluble que hará saltar por los aires ese tiempo perfecto y tan feliz. La bomba que explotó fue lo que Anna María llamó el “surrealismo”, el maldito “surrealismo”, al que Salvador abrazó para cambiar su estilo artístico. Lo que nunca ha confesado Anna María es el verdadero nombre como se llama ese “surrealismo” al que Salvador se entregó y nombró con todos los nombres que su torturada cabeza imaginaba, como eran los de Gala, Galuchka, Gradiva, Oliveta, por el óvalo de su rostro y el color de su piel, Oliueta, Oriueta, Buribeta, Buriueteta, Soliueta, Solibubuleta, Oliburibuleta, Ciueta, Liueta, Lionette, que ruge cuando se enoja, Ardilla, Tapir, Pequeño Negus, Abeja, Noisette Poilue, avellana peluda por es suave vello de sus mejillas, Campana de Piel, Leda Atómica, Galatea de las Esferas, Galarina, Mujer Visible, Madonna de Port Lligat, Diosa de la Victoria…, a la que conoció en el verano de de 1929 cuando le visitó, junto con su marido, Magritte y Buñuel, para conocerlo y al instante se percató que dejaría de ser Madame Eluard para unirse a ese hombre que ya incubaba un bigote único, era virgen y que, como él mismo confesó en repetidas ocasiones, se temía homosexual. Anna María perdió su condición de musa y se ahogó en los celos más intensos.

El “surrealismo” destrozará todo lo que existía hasta entonces y hará que Anna María deje de posar de espaldas en una ventana y que se dé la vuelta, para que Salvador retome sus muecas de niño terrible y despótico y su tono de voz ampuloso y pedante, con su forma de hablar silabeando, que también hará sacar de quicio al padre, el cual, furioso, le expulsará de la casa por una inscripción que Salvador ha escrito en un dibujo y que dice la frase “a veces escupo con placer sobre el retrato de mi madre”, abocando al artista a su método paranoico crítico para convertirse en una caricatura macabra de sí mismo.

Anna María se sintió abandonada e incubó una profunda envidia hacia quien le había arrebatado el amor de su hermano, sufriendo graves problemas psicológicos. Todo se apagó para ella. Todo desapareció. Tenía tanto… y lo perdió todo. La guerra civil le hizo también perder a Federico que fue asesinado por los falangistas, y ese cariño mutuo que se tuvieron desde el primer momento de conocerse se perdió en la triste noche en un barranco. Anna María es detenida por el temible Servicio de Inteligencia Militar y es enviada a Barcelona a una checa donde, acusada de fascista y espía, es cruelmente torturada durante dos semanas, gritando noche y día, que la dejó traumatizada, sufriendo amnesia, y que casi le hace volverse loca y que le costó muchos años para poder recuperarse.

Hay un dicho que sostiene que lo que no mejora, empeora. Y todavía quedaba mucho por empeorar porque la mejora era imposible entre los dos hermanos hasta que finalmente todo termine entre ellos. La familia ha sido borrada: él, Salvador, niño casi candoroso y angelical, se transforma en un ser insincero, agresivo y despótico, que terminará volcando en sus cuadros verdaderas pesadillas, abandonando de esta manera los dulces paisajes de Cadaqués y a la misma Anna María como modelo. Parece como si Salvador hubiese muerto, y todo por culpa de ese maldito “surrealismo” con cuerpo de mujer. No saciado con ese rencor que le corroe, Salvador escribe en 1942 su libro “Vida secreta” en cuyas páginas desprecia e injuria a la familia a la que acusa de vender cuadros suyos sin su permiso. Su hermana le da la respuesta publicando en 1949 sus memorias donde da la visión que tiene de Salvador y que sella, definitivamente, la ruptura entre ambos. La venganza del artista será pintar en 1954 por última vez a su hermana en un cuadro que titula “Joven virgen autosodomizada por los cuernos de su propia castidad”, donde vuelve a aparecer Anna María de espaldas, asomada a una ventana con sus tirabuzones, solamente vestida con unos zapatos, con unas nalgas desnudas rotundas y unos cuernos de rinoceronte de forma fálica que la intentan penetrar por cada una de sus zonas más íntimas sin poder conseguirlo. Una venganza muy cruel la que perpetró contra Anna María, al definir con el lienzo su personalidad de anacoreta, amargada y deseosa de perder su virginidad aún patente, ya que nunca se casó ni tuvo hijos ni está claro que estuviese nunca con ningún hombre, excepto con Federico en esas vacaciones del 25 en Cadaqués y en la visita que le devolvió en Granada. Salvador jura no volver a dirigir la palabra a Anna María, que tampoco parece importarle nada. Los dos seguirán viviendo donde lo hacen desde que nacieron. Se cruzarán por la calle y ni se mirarán, como si fuesen dos extraños.

Todo parece lo mismo, pero ya nada es igual. El “surrealismo” ha muerto y está bajo tierra. Salvador no pude con la pena y se ha abandonado. Ha sufrido un accidente y está ingresado en un hospital. Tiene quemaduras graves y pesa tan sólo cuarenta kilos. Llevan también cuarenta años sin hablarse. Anna María entra en la habitación donde yace su hermano y al poco rato sale de ella incapaz de reprimir las lágrimas que mojan las manos con las que se cubre el rostro. Vuelve a su casa y se asoma a la ventana como esa tarde en que, vestida de blanco, con el arrobo de sus diecisiete años trucados por la congoja de los setenta y seis que tiene ahora; la brisa agita suavemente las cortinas de gasa azul y riza con levedad ese mar donde un barquito de vela se mece en la lejanía; y recuerda que una vez hubo un artista, que fue su hermano más querido, que antes de sumergirse en su propia paranoia, disolviéndose en el proceso que le convertiría en un fantoche, fue capaz de captar la esencia inmutable de las cosas por encima de cualquier vaivén, interior o exterior, con una mirada sagaz, exquisita y penetrante. Anna María se arroba en el paisaje invariable como entonces, mientras por su mejilla, marcada con un arañazo profundo que será el último desprecio de Salvador hacia ella, se desliza la insondable amargura de una lágrima.

©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega

lunes, 11 de marzo de 2019

La vida en trece minutos




Esta noche he tenido un sueño muy extraño. Me habían nacido dos alas blancas en la espalda y volaba sobre las cúpulas de las mezquitas de Bagdad. O, quizás, no sea un sueño tan extraño, después de un año escuchando el lema de “No a la guerra” en las bocas de la gente que se manifestaba por las calles desde la Cumbre de las Azores, cuando Bush, Blair, Durao Barroso y Aznar dieron un ultimátum de veinticuatro horas al régimen de Saddam Hussein para que destruyera unas supuestas armas de destrucción masiva que decían que tenían en su poder, aunque nunca han aparecido, bajo la amenaza de declararle la guerra que comenzó cuatro días después.

Parecía que los días de este marzo de 2004 eran eternos y que no iba a llegar nunca este jueves 11, pero ya está aquí. Es un día muy especial en mi vida porque va a ser el último que voy a tener que ir a trabajar ya que me jubilo, y aquí estoy, como todas las mañanas desde hace un porrón de años, a las 7 y 24 minutos de la mañana, esperando en el concurrido andén de la estación de Coslada el tren que dentro de un minuto, puntual y fiel como siempre a la cita, llegará para llevarme hasta la estación de Atocha camino del trabajo del que hoy me despido.

Ahí llega el tren, mamá, –oigo a mi lado la voz de un niño que se aferra a la mano de una chica joven vestida con una bata azul, bajo un abrigo pardo bastante ajado por el uso y el tiempo, que lleva bordado el nombre de una empresa de limpieza en el bolsillo superior- en Atocha ¿me comprarás un bollo para comerlo luego en el recreo?

Y es que este tren, rebosante de pasajeros en las primeras horas de la mañana, nos lleva a muchos desde los barrios obreros del corredor del Henares en el extrarradio de Madrid hasta donde nos ganamos el pan de nuestras familias con el sudor de nuestra frente como parece que fuimos condenados los que poca cosa tenemos.

El tren ya viene casi lleno, pero he tenido la suerte de encontrar un asiento justo al lado de la puerta por donde he accedido a su interior. Abro el periódico que he comprado en el quiosco de Matías. Parecen que son siempre las mismas noticias en los últimos meses: la guerra de Irak, el hundimiento del petrolero Prestige frente a la costa de Galicia, las elecciones generales del domingo… Me voy a la sección de deportes para ver a qué hora jugará mi Atleti el domingo contra la Real Sociedad en San Sebastián, aunque me parece que este año tampoco nos toca ganar la Liga, y más después de haber empatado a uno el otro día en el Manzanares, gracias a una nueva pifia del Mono Burgos, contra el Murcia que es el farolillo rojo. Pero qué más da si hoy por fin me jubilo y a partir de mañana empezaré una nueva vida.

Nací muy pocos días antes de que las radios se llenaran con la voz engolada y triunfal de ese locutor que clamaba eso de: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”. Sí, la guerra había terminado, pero para nosotros no empezaba la paz, sino que íbamos a sufrir amargamente la victoria.

A mi padre, trabajador en una imprenta en la que entró como aprendiz nada más proclamarse la República y en donde se imprimió la cartelería propagandística del Madrid sitiado, se lo llevaron de casa, según tantas veces me contó mi pobre madre, una noche del mes de mayo de 1939 por cinco individuos de camisa azul acusado de rojo y ugetista, como si eso fuese un crimen, y a la mañana siguiente apareció con un tiro en la nuca, despatarrado junto a las tapias de la Almudena. Tenía tan sólo veinticuatro años y su pecado había sido ser sindicalista y socialista de los de Largo Caballero.

Con catorce años, entré a trabajar en un bar de Carabanchel como camarero hasta que un cliente asiduo me dijo en el verano de 1963 que iba a poner un taller de forja y cerrajería en el barrio de Usera y que me ofrecía trabajo. Como el sueldo, aunque pequeño, era mejor que el que me daban en el bar, no lo dudé ni un minuto y empecé al mes siguiente en mi nuevo puesto de trabajo como forjador.

En la calle de Amparo Usera, muy cerca del taller, está el Mercado municipal del barrio, y una tarde, en que mi madre me encargó que comprara un poco de fruta para la cena de la noche, conocí a Toñi que era dependienta de una de las fruterías que allí se ubicaban, seguramente más caras que otras, pero su sonrisa, su pelo moreno recogido con gracia en una cola de caballo y sus profundos ojos marrones me abocaron a comprar en esa bancada de la que ya no era la tarde, al terminar el trabajo, que no visitara. Dos años después, en el mes de mayo de 1967, Toñi y yo nos casamos y ya nunca hemos dejado de estar juntos, siempre muy felices, y nadie podrá separarnos hasta que uno de los dos muera. Con el trabajo de ambos pudimos ahorrar algún dinerillo que dimos de entrada para comprar un piso pequeño en Coslada y nos fuimos a vivir en él después de las navidades de 1972. Desde hace dos años ya es completamente nuestro pues terminamos de pagar la hipoteca al banco.

Mi jefe, en el otoño de 1989 sufrió un infarto y cerró el taller, pero tuve la gran suerte de que me cogieran con cincuenta años ya cumplidos en el hotel Nacional del Paseo del Prado con la plaza de Atocha, hacia donde, como todos los días, me dirijo en este tren atestado de trabajadores como yo y de estudiantes, pasando a engrosar la plantilla de su equipo de mantenimiento.

Hoy, ya lo he dicho antes, es un día muy especial. Ya mañana no tendré que hacer este viaje después de tantos años. Esta tarde me despediré de mis jefes y de todos mis compañeros y llegaré al anochecer a mi casa como un hombre jubilado después de cincuenta y un años sin parar de trabajar. El sábado invitaremos a comer en casa a mis dos hijos, mi nuera y mis tres nietos, dos niñas y un niño a los que adoro, para celebrarlo. El domingo por la mañana iremos a votar con la esperanza de que gane este joven llamado José Luis Rodríguez Zapatero, y por la tarde me bajaré al bar de la esquina a ver qué hace el Atleti contra los donostiarras. Y el lunes, la gran sorpresa para mi Toñi, porque he reservado quince días en Benidorm para disfrutar por fin unas vacaciones en la playa que nunca hemos tenido.

El tren se ha detenido. El reloj marca las 7,38. Estación de El Pozo. Entra más gente al tren de dos pisos y se van colocando como pueden porque no cabe ni una aguja ya. Desde que entré hace trece minutos, al lado de donde estoy sentado, pegada a la pared me he percatado de que hay una mochila negra que alguien se ha debido dejar olvidada y que parece como que nadie le hace caso porque no se han fijado en ella. La voy a recoger y en Atocha la entregaré a algún revisor para que la lleve a objetos perdidos por si alguien la reclama.

Suena el pitido. Se cierran las puertas. El tren comienza de nuevo a andar. Hoy es mi último día de trabajo. Hoy me jubilo. En nada comienza para mí una nueva vida.

©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega



jueves, 7 de marzo de 2019

¡Ya está bien!



Camino hacia mis habitaciones cuando escucho un murmullo en las de doña Inés que hablaba para sí muy afligida por lo que entiendo sobre mi persona. Imaginen sus señorías que, aunque crean escuchar mi voz, es la de esa por la que me salvé de los infiernos que así se dolía:
Pasa y pasa el tiempo y aquí estoy desde hace ya casi cuatrocientos setenta y cinco años, y lo que me queda, que para eso lo llaman eternidad al sitio donde habito, es decir, la duración que no tiene ni principio ni fin, el tiempo que perdura siempre.

Para que vuestras mercedes estén informadas, e ir poniendo los cimientos de lo que les quiero desvelar, diré que mi nombre es doña Inés de Ulloa. Nací en Sevilla allá por el año 1525 cuando nos gobernaba nuestro Señor, el buen rey don Carlos, que será muy bueno pero que por aquí, en las Españas, se le ha visto poco por estar siempre dando mandobles a diestro y siniestro por toda la faz de la Tierra, y que a la postre llegará a ser coronado como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Ahí, precisamente ahí, es donde empiezan todas mis desgracias que no me han abandonado nunca, salvo unos simples instantes de felicidad en un cortijo al lado del Guadalquivir, una noche del año del Señor de 1545, con tanta monserga de moral cristiana, amor divino ensalzado frente al amor humano, sufrimiento identificado con la pasión de Cristo, adorar a la amada como una virgen mientras todas las demás no paran de divertirse y de gozar, conventos, misas, madres superioras, salvación eterna y demás zarandajas, pamplinas, chuminadas y tonterías que, al menos a mí, me han dejado a dos velas en esto de los placeres carnales.

Y vamos a ver si se me entiende con claridad lo que a vuestras mercedes les quiero explicar y lo disciernen e interpretan en su justo término, que ni por asomo es echar por tierra el precioso y excelente drama, escrito por un autor romántico que nos dio a conocer al mundo entero no sólo a mi humilde persona, sino también a todos los que me rodearon en mi afligida existencia.

Era mi padre el muy cristiano y católico don Gonzalo de Ulloa, Comendador de la muy religiosa y militar Orden de Calatrava, por lo que pertenecí a una familia de rango muy elevado. Huérfana de madre, fui recluida por mi progenitor y criada en un convento del barrio de Santa Cruz donde me sentí ahogada como si se tratase de una cárcel. En el noviciado me encontraba cuando mi criada Brígida me empezó a musitar al oído palabras que me turbaron sobre un tal don Juan Tenorio, burlador, calavera, canalla y mujeriego, para después hacerme leer sus cartas que me dejaron trastornada, por lo que yo, una muchacha joven, bella, inocente, virginal, que no conocía la malicia, el falso fingimiento, ni la hipocresía, comencé a llenar mi cabeza de deseo carnal, antes para mí inconcebible, hasta explotar cuando le tuve frente a mis ojos y de mi boca salió del mismo alma:

-Tu presencia me enajena, tus palabras me alucinan, y tus ojos me fascinan, y tu aliento me envenena. ¡Don Juan!, ¡don Juan! Yo te imploro de tu hidalga compasión: o arráncame el corazón, o ámame porque te adoro.

¡Oh, Dios mío! Allí en ese sofá en el que se me saltaban los pulsos; en ese diván en el que quería yacer con ese hombre y deleitarme por fin con voluptuosidad lujuriosa del sexo siempre vedado para mi persona.

Pero no pudo ser. Tuvo que aparecer por la casa, antes de la consumación, mi señor padre para mandar todo a tomar vientos. ¿Por qué tuvo que presentarse? ¿Por qué no escuchó a mi amado cómo le pedía perdón arrepentido postrado de rodillas ante él? ¿Por qué no lo creyó? ¿Por qué lo despreció, lo provocó y se batió a muerte con él? Don Juan tuvo que huir de España y yo morí de pena y tristeza por motivo de su ausencia, no sin antes ofrecer mi alma al mismo Dios, a cambio de la de él, que en su infinita sabiduría y misericordia aplazó su sentencia si se arrepentía de sus pecados, lo cual sucedió cinco años después cuando, momentos antes de morir, lanzó a los cuatro vientos estas palabras:

-Suéltala, que si es verdad que un punto de contrición da a un alma la salvación de toda una eternidad, yo, Santo Dios, creo en Ti: si es mi maldad inaudita, tu piedad es infinita… ¡Señor, ten piedad de mí!

¡Albricias! Parecieron unas palabras mágicas. Dios no sólo salvó a don Juan de la condenación eterna, sino que también me salvó a mí. ¡Toda una eternidad iba a pasar junto a este hombre al que amé con locura!

Pero la perpetuación infinita ya me está saliendo por las orejas. El llamado Tenorio, que una vez llamó al Cielo y no le oyó cerrándole sus puertas, a la segunda intentona lo consiguió. Ahora se pasa las horas platicando con San Pedro en la puerta, le da la paliza a Jesús con denuedo, pide consejos sin descanso al Espíritu Santo para ser más virtuoso, y hasta el mismo Dios Padre huye despavorido cuando le ve aparecer. A mí, su doña Inés, ni me mira porque se ha hecho un beato y un santurrón.

Desesperada, no hago más que preguntarme qué fue de ese sinvergüenza que tardaba un día en enamorar a una mujer, otro para acostarse con ella, el siguiente para abandonarla, dos para buscarse a otra y una hora para olvidarla. Y aquí sigo aburrida, añorando aquella noche en un sofá donde mi respiración se agitaba porque, por fin, iba a abandonar mi casta pureza y catar la fruición carnal lasciva y lúbrica. ¡Naranjas de la China!. Aquí continúo, tantos siglos después, aún casta y virginal. ¡Ya está bien, hombre! Pero, ¿qué he hecho yo para merecer esto? ¿Tan mal me he portado en mi vida terrenal de la que nunca salí de un convento? Maldito sea mil veces mi padre, don Gonzalo, por meterse donde no le llamaban y maldita sea la beatería y la religión que ha vuelto gilipollas a don Juan, que por mi amor ha salido ganando con su salvación, y a mí, doña Inés de Ulloa, la del eterno hábito blanco con la cruz roja de Calatrava en el pecho, me ha destrozado y me encuentro dando alaridos como una gata en celo por poder algún día saborear las delicias de la carne.

-¡Hay que joderse!”.

©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega