Leo emocionado por primera vez Entre zarzas y asfalto, el nuevo libro de poemas en prosa de Alejandro López Andrada, y al llegar al final, más emocionado aún que cuando lo empecé, no obstante, me queda una sensación extraña dentro de mi. ¿Por qué sus tres capítulos tienen el título de Invierno, Otoño y Verano, por este orden? ¿Dónde se esconde la Primavera? ¿Es que a Alejandro López Andrada como a Joaquín Sabina alguien le ha robado el mes de abril? Me siento en parte desconcertado. La belleza de la palabra del poeta sigue inalterable pero hay algo que se me escapa. El poemario parece que es una de esas cajas mágicas o un papiro largos años escondido al que hay que descubrir la clave que oculta que te ilumine el prodigio. Cierro el libro, contemplo su portada en blanco y rojo cuajada de esos pajarillos a los que tanto ama el autor y releo la contraportada con la sinopsis del libro y las opiniones de Julio Llamazares y de Antonio Colinas sobre él. Decido volver de nuevo a leer el libro, sé que lo haría sin duda para volver a impregnarme de su espectacular lirismo, y, al abrirlo, de repente me doy cuenta de sus subtítulo abrazado por paréntesis... (Diario inverso)... y decido empezarlo pero de la última página a la primera, al revés. Ahora todo me empieza a cuadrar. Después del verano llega el otoño al que le sucede el invierno... Y es entonces cuando surge el espectáculo en todo su esplendor donde un hombre, que nos confiesa que si no escribiese enloquecería porque en él la claridad se hace palabra y declara que saber que uno está solo es siempre un don, nos sumerge en su mundo hermosísimo en el que las palabras cobran vida al son de su pluma, cual varita mágica, en su íntima y particular voz puesta al servicio del arraigo que siente por su mundo rural del Valle de los Pedroches, en el que nació y vivió hasta hace dos años teniendo que irse a vivir a la capital cordobesa, aunque su alma sigue anclada en su terruño de Villanueva del Duque y en sus campos y paisajes de dehesas a los que regresa periódicamente porque sin ellos le falta el aire.
En Entre zarzas y asfalto, el poeta camina y camina en largos paseos y sus ojos observan todo lo que vive y respira a su alrededor: sombras, luces que suturan cielos oscurecidos, nubes, mendigos sentados en las aceras pidiendo amor metálico, perros que reflejan árboles deshojados, viejos postes de telégrafos que poblaban nuestros campos y ya han desaparecido, semáforos en el asfalto donde antes crecían zarzas que ya tampoco están pero que él las sigue viendo junto al río que lleva naranjas derramadas cuando pasa bajo el puente, cielos de puertas abiertas, ropa tendida al sol, gorriones que vienen a saludarle, hierba dolorida que la tarde torna añil, soledad que lava las colinas, escaramujos que hacia el oeste trazan garabatos, parques de donde brota un susurro de hojas que se anudan para vencer el frío, piscinas donde reman libélulas desordenadas por la luz incandescente hacia un naufragio lleno de rosas, médicos que hablan con la enfermedad solemne y amarilla de los árboles que yacen fuera junto a los edificios, álamos, chopos, encinas, alcaravanes, autillos, palomas torcaces, patria que es una mantis abandonada en los escombros del corazón, ... Se produce una catarsis entre el paisaje rural y el de la urbe, completándose el uno al otro, ambos.
Alejandro López Andrada sabe muy bien, yo creo que yo también, que la tierra, los lugares y las personas a las que se ama se llevan dentro del corazón y describe los paisajes rurales y urbanos, que observa bajo una perspectiva de magia poética de un mundo aprendido y enseñado cuando era niño en su pueblo. Y aquí viene lo que para mi es lo más bello, si cabe la expresión más bello, de este diario poético inverso: la pérdida, la obsesión por el paso del tiempo y el hondo arraigo que Alejandro López Andrada tiene con sus mayores y que le ha permitido observar desde su niñez que entre los más humildes y pobres abunda la generosidad y el altruismo, motivo que le hizo descubrir un modo de vida que le iluminó desde su infancia y que ha perdurado desde entonces en el tiempo. Esas ausencias, padre, madre, los abuelos, Paco, Bibiana, siguen viviendo dentro del autor. Lo autobiográfico y el recuerdo de lo que un día fue y ahora ya ha desaparecido es una constante en Entre zarzas y asfalto, donde la infancia vertebra todo el poemario, estructurándolo, con una visión melancólica y serena donde existe y se halla la satisfacción feliz de vivir cada día, y lo vuelca en este diario atípico en el que se encuentra dentro de un mundo urbano lleno de ruido cuando él siempre ha estado sumergido en el silencio de sus dehesas y caminos.
Las palabras de Entre zarzas y asfalto van dibujando un camino emotivo con grandes dosis de reflexión y parecen ejercer en Alejandro López Andrada la capacidad de reencontrarse, de forma mágica y sentimental, en el mundo vivido en su infancia, como si transitase por el camino de Swann en busca del mundo perdido, frente a la sociedad malsana que ahora nos ha tocado vivir, en un intento, también mágico y sentimental reitero, de iluminar todo lo oscuro actual y, al mismo tiempo, recuperar ese mundo anterior ya definitivamente extraviado como si aún se encontrara escondido y latente entre sus dedos y caminara hacia el pasado de forma continua y nunca hacia el futuro.
Todo el poemario en prosa se manifiesta con un traje estético, como ocurre siempre en todas las obras del autor, y con una base ética y honesta, fundamental y necesaria, cimientos de toda su ya dilatada e ingente obra tanto poética como narrativa que, de esta manera muy perceptible en su profunda poesía, persiste el deber de justicia y honradez y su lealtad inamovible a unos principios que siempre le enseñaron y que él nunca va a traicionar.
He terminado la segunda lectura de Entre zarzas y asfalto, esta vez en orden inverso, desde su final a su principio y la emoción ha aumentado dentro de mí aún más. Pero me sigue quedando una duda, ¡ay! ¿qué seríamos si no dudásemos?, que me intriga: ¿por qué falta la primavera? Sé, porque Alejandro López Andrada me lo ha confesado en varias ocasiones, que él dice no tener esperanza en el futuro tras este martirio de presente que vivimos y por ello viaja al pasado. Supongo, es por supuesto una mera opinión, que la primavera es vida y futuro y que siempre llega después del oscuro y frío invierno. Vuelve a explosionar la vida con fuerza. Aquí me asalta el recuerdo del día que Alejandro López Andrada y yo nos conocimos personalmente y ocurrió algo espontáneo que luego fue germen para un homenaje que escribí posteriormente a un hombre, uno de mis mayores, que había decidido pocos días después abandonarnos. Yo no tengo esa imagen tan pesimista, ni por supuesto tan lírica, ¡ya quisiera yo!, del futuro y en ese escrito cito a la primavera. Por si fuera poco, además, ahora que ya he gozado con la lectura de Entre zarzas y asfalto veo asombrado que es tanta la magia que destila la pluma de este mago de las palabras que descubro que seguramente cuando escribía mi texto estaba influenciado por ella.
"...Caen las hojas muertas en los campos. Bailan su postrera trova balanceadas por el viento. Caen y se abrazan al suelo y a la tierra para permanecer unidos el largo invierno. Caen las hojas muertas en la ciudad esperando que las recoja un rastrillo, como también se recogen los recuerdos y las penas. La vida separa con la muerte, como una copia exacta de esas hojas muertas que cuajan las calles, a los que se aman. Lo hace muy lentamente, sin estruendo. Pero mi amor enmudecido y leal, imperecederamente sonríe y agradece el vigor de la vida. ¿Cómo pretendes que te olvide? Me resistiré a tener recuerdos tristes.
Un impreciso fulgor se reanimará en el aladar de la memoria. Pueden germinar en un minuto, como si se tratara de un prodigio asombrado que esperaba su momento, el verbo preciso, las palabras olvidadas que no supieron vencer, en estos años transcurridos, a la vida.
Caen las hojas. El hielo y los témpanos cercanos concebirán el esplendor de una nueva primavera. Caen las hojas muertas en otoño y nuevas hojas florecerán, fornidas y poderosas. Contemplarán una flamante y lozana vida por exhibir en un descubrimiento milagroso. Se colmarán de gorjeos y cantos, de sonidos al mecerlas la brisa y zumbidos de insectos, de pájaros en sus nidos que cantarán al amanecer, aún con el rocío húmedo y helado, y con la remembranza en el núcleo de su seno. El páramo y el bosque se convertirán en cadencia y musicalidad natural y limpia. Las hojas muertas renacerán. Así ha ocurrido siempre y así sucederá en la perpetuidad del tiempo y de las estaciones.
Hoy camino por las calles frías y desiertas mientras escucho el crujido de las hojas muertas protestando bajo mis pies. Mis recuerdos avanzan hacia ti en este momento en que te despides de nosotros mientras el corazón se me ahoga en la pena y tú te hundes en el silencio".
Alejandro López Andrada es así: sencillo, honesto, leal, esencial y mágico. Hay que agradecer y mucho a esos mayores suyos que le enseñaron cuál es la verdadera vida, la única importante por vivir, la suya, la de su campo y naturaleza que él, seguramente sólo él, es capaz de trasladar a la ciudad.
Gracias, muchas gracias, amigo.
©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega
©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega