Miedo, vencido, derrota, silencio, tristeza. Cinco disparos ensordecedores que impactan violentamente en el centro de nuestro pecho desgarrando con dolor lacerante nuestro corazón es la sensación que se tiene al leer Los girasoles ciegos de Alberto Méndez.
Miedo atroz de los vencidos en una derrota cruenta que no va a dar paso a una paz, sino a una victoria que les sumirá en el silencio y la tristeza. Derrotas individuales, derrotas anónimas. Derrota, persecución y represión crueles hacia unos vencidos por unos vencedores que no querían ganar una guerra, sino matar y aniquilar a sus enemigos. Perturbación angustiosas del ánimo por un riesgo real y para nada imaginario que sufren los vencidos en su derrota, absteniéndose de hablar en una falta absoluta de ruido y palabras en un apesadumbramiento afligido, angustioso, amargo, depresivo, desconsolado, melancólico, atormentado y doloroso de unos personajes que perdieron oficialmente, pero que ganaron por el solo hecho de resistir y de luchar por sus ideas y por su libertad en vez de bajar los brazos, rebelándose y resintiendo por orgullo, por honor o por sus ancestros de los que descendían.
Los girasoles ciegos es un pequeño libro excelso de ciento cincuenta y cinco páginas compuesto por cuatro relatos independientes pero interconectados entre sí y con el título de cuatro derrotas que nos llevan desde pocas horas antes de que se produzca la victoria del ejército sedicioso y fascista contra la República española el 1 de abril de 1939, y 1940, 1941 y 1942 en la durísima posguerra que se abatió en la población vencida y derrotada. Los girasoles ciegos nos ofrece una lectura fascinante que viene a manifestar que es necesario conocer nuestra historia para entender el presente y proyectar el futuro. Es un libro sobre la memoria colectiva que ayuda a superar la tragedia de una España de represión, marchas militares y ruidos de sables que exige que asumamos, no pasemos página o echemos en el olvido.
Los personajes de Los girasoles ciegos son seres vencidos. Seres que se encuentran en un camino, sin vuelta atrás posible, recorriendo una senda de entrega y resistencia sin ser conscientes del momento en el que se abrirá la puerta de la tragedia.
Alberto Méndez demuestra con su escritura el enorme poder de la palabra que nos hace conocer el horrible sufrimiento de estos seres anónimos en sus particulares historias de derrota que es la derrota de la humanidad. Sus personajes son víctimas de la barbarie y la sinrazón que anegó de sangre los surcos de los campos españoles al grito bastardo y espeluznante de ¡Muera la inteligencia traidora, viva la muerte!
Personajes inolvidables e irrepetibles como Carlos Alegría que se alistó en el bando nacional porque así pensaba que defendía todo lo que era suyo y que, en un acto de dignidad personal para no sentirse cómplice de una matanza, aunque él no ha disparado un solo tiro, se rinde, ni deserta ni traiciona, porque un enemigo rendido sigue siendo un enemigo, al bando republicano cuando a éste le quedaban horas
para perder la guerra, acto que nos será comprendido ni por unos ni por otros y le costará dos muertes.
O Eulalio Ceballos Suárez, el poeta, que con dieciséis años se pasa a la zona republicana en Madrid desde su pueblo cántabro de Caviedes, y allí se hace amigo de Miguel Hernández. Tampoco entiende la saña con que
se aplican contra los vencidos los vencedores: “yo no hubiera dejado
que mis enemigos huyeran desvalidos, que yo no hubiera condenado
a nadie por ser sólo un poeta”. Pero el tiene que huir con su mujer embarazada de muchos meses y que muere en el parto en una braña de los montes de Somiedo, dejándole solo con el niño recién nacido pasando un cruel invierno a la intemperie donde quiere dejar todo escrito a quien encuentre sus cadáveres que él también es culpable, a no ser que sea otra víctima. Un escrito realizado por alguien que con dieciocho años no tiene edad para tanto sufrimiento.
O Juan Senra Sama, masón, organizador del presidio popular,
comunista, soltero y criminal de guerra, nacido en Miraflores de la
Sierra (Madrid), en 1906, profesor de chelo y estudiante de medicina,
de ahí su adjudicación al cuerpo de enfermeros, preso en la cárcel de Porlier donde se gestionaban asuntos a cambio de cosas miserables como un anillo de boda, un chisquero, una funda dental de oro, o cualquier cosa que valiera algo más que un ser humano, cuando declaró ante
el tribunal que conoció a Miguel Eymar, hijo del coronel que le juzga en un tribunal que no es de justicia, sino de odio y de muerte ya que no entiende la guerra como una desgracia, sino como la ocasión de aniquilar sin miramiento alguno al enemigo, “salvó momentáneamente su
vida”. Y poco tardó en darse cuenta de que podría alargar el tiempo de
supervivencia en la misma medida en que daba rienda suelta a las
mentiras, a esa vida heroica de Miguel Eymar que se va inventando
para consolar al coronel y, sobre todo, a su mujer, madre destrozada,
prematuramente avejentada por el sufrimiento de la pérdida de su
hijo. Él ya se sabe un cadáver más entre los
vivos y quiere saldar todas sus cuentas: con su amigo, Eugenio Paz, que se pasó al bando republicano por despecho contra su tío, que maltrataba a su madre, y que se tomó la guerra como un juego de tiros ya que apenas tenía dieciséis años, a
quien no puede darle el último abrazo; con su hermano, de quien se
despide emotivamente, y con los vencedores a quienes les arroja en su
propia cara la cobardía y lo miserable que fue su hijo.
O el hermano Salvador que expresa la ceguera de unos vencedores condenados a no ver su propia derrota y que es la gran ironía, clave del libro, y lección moral que es la victoria de unos vencidos que mueren por sus ideales, y la derrota de unos vencedores que los tienen que matar para acallarlos. Salvador comete un pecado que no tiene perdón, lo reconoce, porque ni piensa arrepentirse de lo que ha hecho pues se cree el dueño de los demás y puede violentar sus derechos.
O Lorenzo Mazo que ha perdido su infancia por la guerra y no puede ser feliz, aunque quiera comportarse como se comportaría un niño de su edad. Pero no puede hablar de su padre, no puede destacar en el colegio, no debe caer en la indiscreción que pueda poner en peligro a su familia. Es un niño viejo al que la guerra le ha robado su inocencia, la espontaneidad, la naturalidad de ese niño que quiere ser. Un niño que mira un espejo tras el que su padre se esconde tras la otra parte sin entender nada pero sin decir nada. Su narración cuando ya es adulto rezuma la tristeza del sufrimiento de todos los días y, sobre todo, la tristeza por aquella infancia que le robaron.
O Ricardo Mazo que es profesor de lengua y literatura, comunista activo e intelectual de vida desahogada que la guerra aniquila. Sufre un progresivo deterioro personal, familiar y profesional que acabará trágicamente. El paso del tiempo va desgastando a este hombre bueno que se tiene que esconder en un armario como un topo, con todos sus miedos, porque se da cuenta que no hay salida para los vencidos. Un tiempo donde copular con su mujer hay que hacerlo en el suelo para eludir los chirridos de la cama de latón, sin un jadeo, sin un grito, sin un te quiero, para guardar el silencio de la vida. Una persona digna que aún cree en la bondad del ser humano por lo que no puede caber en su cabeza que se pueda matar a un semejante por no tener las mismas ideas a las tuyas y que cuando se da cuenta que si es posible ya ha perdido la guerra y la libertad que recuperará en la escena final.
O, finalmente, Elena, la madre, que tiene una gran fortaleza de ánimo y una gran valentía. Mujer enorme que se agiganta en las dificultades y en la desgracia y que debe proteger a su familia sin renunciar a unos valores, a unas ideas por las que ha luchado, pero sabe que debe guardarse del hermano Salvador, en un difícil equilibrio de no menospreciarle, aunque le repugne, para no levantar sospechas. Es el único personaje adulto que sobrevive a los oscuros años de la posguerra porque de su supervivencia depende la vida de su hijo y, con ella, los ideales por los que demás murieron. Elena y Lorenzo son los únicos personajes que se elevan por encima de las páginas de Los girasoles ciegos para mostrarnos el camino de la victoria sobre la derrota, de la verdad sobre la realidad, del ser humano sobre el terrible y despiadado enemigo.
Alberto Méndez con Los girasoles ciegos escribió un libro que destila sensibilidad y respeto por ambos bandos, por las circunstancias de cada cual que les obligaron a hacer lo que hicieron abogando por la libertad y por hacer un canto a la memoria de todos aquellos que cayeron y que murieron por lo que creían y por amor a los suyos.
Miedo, vencido, derrota, silencio, tristeza... Esperanza.
©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega
©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega