miércoles, 7 de agosto de 2019

Un ángel vuela sobre Berlín






A José Carnicero Casco


¿Te acuerdas de esa mañana en la que nos conocimos mientras los dos paseábamos por el parque de María Luisa? Hacía mucho calor, ese calor que ya empieza a ser implacable a mediados de junio en Sevilla. Yo me había sentado en un banco de azulejos cerámicos de alegres colores a la sombra, frente a la fuente de los Toreros para hojear un periódico en busca de un trabajo. Te vi que venías caminando desde la plaza de los Hermanos Machado, te detuviste justo delante de donde yo me encontraba, encendiste un cigarrillo y me miraste. Te acercaste despacio, te sentaste a mi lado y ya sólo recuerdo que me empezaste a hablar de Berlín.

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No sé qué hora es. No sé dónde estoy. No me puedo mover, pero si puedo sentir y ver… solamente un techo blanco porque parece que estoy tumbada boca arriba sobre una cama. También escucho un murmullo lejano a mi izquierda, y más cercano a mí, como el sonido cadencioso de un pitido, como si fuera el bombeo de un corazón, que no llego a adivinar que puede ser. No sé que me ocurre. Ahora mismo no recuerdo nada, ni siquiera cómo me llamo.

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Todo ocurrió muy rápido. Al día siguiente fui a una entrevista y me contrataron como auxiliar administrativa en una compañía de seguros que se ubicaba en  Plaza Nueva. Todo empezaba a irme bien desde que me vine a esta ciudad hacía cinco meses. Él venía a buscarme todas las tardes a la salida del trabajo y paseábamos o íbamos al cine. Y hablábamos sin descanso de Berlín.
A los dos meses me pidió que me fuera a vivir con él a su casa de Triana. Era una casa preciosa con suelo de terrazo de colores siena y naranja, paredes de un blanco luminoso y ventanas de madera azules que daban a un patio interior lleno de macetas con geranios de flores rojas y lilas y con una claraboya de cristal en el techo por donde entraba la luz del sol a raudales.
No podía dejar de pensar en mi padre cuando, de niña, todas las noches al acostarme me contaba un cuento de Las mil y una noches y se me quedó grabada esa frase que dice: “… vio que el interior del palacio era muy bonito…, pero todavía era más bonito lo que se escondía en él”.
Así me encontraba yo. Con un hombre al que amaba con locura y que me llenaba de atenciones. Viviendo en el palacio más bonito del mundo.

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Anoche he creído soñar que volaba sobre Berlín. Ha sido una fantasía onírica imposible porque ni tengo la capacidad de volar ni nunca he podido cruzar las calles de la ciudad de la que tantas veces hemos hablado entre nosotros en esas innumerables conversaciones en las que nuestros ojos se embebían fijos en sus anhelos y deseos de vivir y viajar juntos a ese lugar del mundo. Pero, anoche soñé que era uno de esos ángeles de seis alas que sobrevolaba la Alexanderplatz más alto que la Torre de la Televisión.
No puedo pensar con claridad y no sé si sigo dentro del sueño o si ya he despertado. Mis pensamientos son confusos y sigo sin saber dónde me encuentro. Desde luego mi casa no es. Tengo que esforzarme mucho para poder adivinar que me está ocurriendo y no lo consigo. Tengo mucha sed y necesito beber, pero me es imposible. Siento mis labios cuarteados y resecos y un dolor agudo no me deja pensar con claridad.

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El amor no es una mierda. Lo que me hace sentir como una mierda es no ver cumplidas mis expectativas de fantasías que genero respecto al futuro. ¿Cuándo empezó todo a cambiar entre nosotros? Empezaste a mostrar unos celos infundados hacia mí que sólo pensaba en ti y vivía por ti. Primero fueron las prohibiciones de vestirme como siempre lo había hecho para ir a trabajar. De hecho hasta elegías la ropa que me podía poner cada día y me acompañabas siempre a comprarla. Luego me censuraste hablar con mis compañeros para terminar poco a poco vedándome hasta hablar por teléfono con mis padres y mi hermana. Sólo te tenía a ti y a ellos en una ciudad tan lejana, y todo lo fui perdiendo poco a poco. Mi boca se llenó de una rosa negra coloreada de fragancias de palabras cautivas. Mis ojos y mi sonrisa fueron perdiendo la alegría y se sumieron en un océano de tristeza. ¿Cuándo llegó el primer golpe? Han sido tantos que me confundo, pero si sé que me habías prohibido hasta ver sola la televisión, fijabas mis horarios para volver a casa cuando salía de trabajar y no podías venir a buscarme y no me dejabas hablar con ningún hombre si no estabas tú presente. Una tarde al salir del trabajo bajé en el ascensor con mi jefe y al despedirnos hasta el día siguiente nos debiste ver en la calle aunque yo no lo supe hasta media hora más tarde al llegar a casa. Me estabas esperando con la cara muy seria y nada más abrir la puerta empezaste a insultarme a gritos porque, decías, estaba liada con uno de la oficina. Te contesté que dejaras de decir tonterías y me cruzaste la cara con una bofetada.

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Salgo del ascensor y me dirijo hacia la puerta de la izquierda. Toco el timbre y escucho unos pasos cansados al otro lado de la puerta que se acercan como con un sonido de ir arrastrando los pies. Se hace el silencio y supongo que alguien está observándome por la mirilla. Pasan unos segundos, se oye descorrerse tres cerrojos y la puerta se va abriendo muy despacio, apareciendo ante mí, como si fuera una imagen de la repetición de las jugadas polémicas en los partidos de futbol retransmitidos por la televisión, a cámara lenta, los rasgos de la amargura y la aflicción. Los dos ojos no iluminan esa cara, pues son dos minúsculos atisbos en medio de unos descomunales, abultados y tumefactos cardenales. El cabello, caótico y enredado, sin peinar, cae abatido sobre unos hombros encogidos, el vestuario es mugriento y descuidado, y los apósitos y gasas, que varios días atrás fueron estériles, manchados con una sangre reseca advierten de una dejadez apática que va mucho más lejos de lo meramente corporal para adentrarse en el campo de lo emocional poblado de las más horripilantes pesadillas. Los golpes han terminado con la voluntad y la comprensión, que, probablemente, se han guarecido en unos días pasados más alegres, quizás incluso en otro cuerpo, sin cortes cosidos ni cicatrices, sin huesos fracturados, sin sollozos de amarga pena y de dolor inaguantable, de la mujer que me observa sin mover ni un solo músculo. Ante mí se encuentra lo que persistía de una mujer joven que muy seguro fue, en tiempo atrás, bonita, animosa, valiente libre, autosuficiente, una trabajadora tenaz e infatigable, una excelente madre llena de sueños y alegrías.
Ahora en lo que su pareja le ha convertido, sujeta la cancela con una mano mientras la otra reposa floja y débil donde termina una venda aparatosa que le sube hasta su hombro y que lleva adherida al tórax. Se aparta a un lado del rellano para permitirme entrar mientras humilla la mirada hacia las losetas de gres de un suelo que lleva días sin haber tenido la visita de una fregona, en una mueca de docilidad sumisa que ya es ingrediente de su carácter, y me invita  a pasar a un angosto pasillo que desemboca en una pequeña sala de estar muy luminosa, muy poco amueblada y con las paredes completamente desnudas de cualquier lámina, cuadro o fotografía. Sobre una mesilla de formica, una minúscula televisión emite anuncios publicitarios con su característica música contagiosa y pegadiza, dando la sensación de que esa cantinela está totalmente fuera de lugar en esta estancia con las voces alegres que salen del aparato. En uno de los dos sofás tapizados con una desgastada tela amarillenta de flores, cubiertos con una ajada manta de color parduzco, un niño de unos siete años se sumerge con la frente fruncida frente a una consola de videojuegos sin darse cuenta de que ha llegado otra persona. La mujer me dice que es su hijo y que no quiere salir nunca a la calle ni que vengan a casa sus amigos a jugar, pasándose las horas muertas frente a la maquinita. Le acaricia el pelo con la mano de manera distraída mientras me habla y el la rechaza con una sacudida fuerte de su cabeza.

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Alguien se acerca a mí. Una cara sonriente se asoma a mis ojos sin vida. Es una mujer más o menos de mi edad vestida de blanco con el pelo rizado recogido en una coleta. Empieza a hablarme aunque piensa que no le puedo escuchar.
-¿Qué te ha vuelto a hacer cariño? ¿Cómo lo puedes permitir y no denunciarle a la policía si tienes toda una vida por delante que cualquier día éste te la va a quitar? Hazlo por ti y por tu hijo. Lo detuvieron por la denuncia de unos vecinos y te negaste a ir a declarar al juicio. Poco ha tardado en encontrarte para darte esta paliza de muerte.

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¿Y cómo lo voy a denunciar si le quiero tanto?, pensé por dentro. Me rendía a su autoridad sin entender muy bien por qué lo hacía pues me daba terror hasta llegar a preguntárselo. Los golpes y las palizas empezaron a ser cada vez más frecuentes, pero siempre se alternaban con un arrepentimiento por su parte, besos, sexo, mimos y palabras de amor apasionadas y tiernas después de haber marcado mi piel de moratones cada vez más grandes. Tenía que haber llamado después de marcar esos tres únicos números, pero nunca me atreví porque le creía cuando me pedía perdón y me decía que él también me quería y que nunca iba a volver a suceder. Y entonces ocurrió que confundí el terror con la culpa y sentí que yo era la causa de su ira hacia mí por no saber hacer las cosas del modo que él quería que las hiciera. Poco a poco me sentí que era una basura. Empecé a descuidarme, adelgacé mucho, no me apetecía nada y cada vez pensaba que sería mejor estar muerta para salir de esta situación tan horrible, como si fuera la única solución posible mucho más preferible que la vida. Hace ya muchos años que aguanto su violencia psicológica que una noche también se convirtió en física, su manipulación, su egoísmo, sus mentiras, sus infidelidades, sus borracheras y su vida de consumo desenfrenado mientras yo estaba sola en casa.
Una noche regresó fuera de control, mucho más que otras. Nada más verme se acercó, me agarró del pelo y al rogarle que no me pegara, a gritos me dijo ¡cállate puta!
Me lanzo a la pared presionándome la cara contra ella y amenazándome de muerte si lo denunciaba. Mis ojos arrasados en lágrimas pedían clemencia. Quise zafarme y gritar, pero un puño se estrelló en las costillas dejándome sin aire y caí al suelo. El se puso encima de mí y siguió pegándome muy fuerte en la cara, en el pecho, en los riñones… Al poco, no sé muy bien por qué, llego la policía y una ambulancia. Me hicieron muchas preguntas, pero yo solamente preguntaba dónde estaba mi hijo.

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Le comunico que a su pareja le han soltado por la mañana a la espera de juicio y ella, clavando sus ojos en los míos, me dice que se irá de la casa con su hijo ese mismo día, sin decir a nadie su destino para que ese cabrón nunca pueda encontrarlos, aunque sabe que si no declara en el proceso, que se celebrará en muy poco tiempo, sólo le caerá una condena menor pero su decisión será garantía de que puedan seguir vivos los dos.
Le contesto que huir no es la solución, y con voz queda me dice que su pareja es un borracho y un provocador mal nacido que siempre está metido en broncas y peleas. También me dice con un tono de voz más alto que, con suerte, el alcohol lo matará en pocos años, si antes no lo hace un borracho como él, y que cuando esté muerto y enterrado podrán volver. Mientras esto suceda, empezará una nueva vida con su hijo muy lejos de allí.
Le digo que me tengo que marchar y me encamino despacio hacia la salida. El niño sigue ensimismado en su onírico mundo virtual, donde seguro que no hay padres que pegan a sus madres. Ni siquiera me contesta cuando me despido de él. En el umbral, la mujer me dice adiós con una apenada sonrisa que se dibuja en sus labios amoratados por la inflamación, casi una mueca que desaparece al instante cuando la tirante y tumefacta piel de sus pómulos se encoge provocándole un pinchazo de dolor.
No cojo el ascensor y bajo por las escaleras. Mientras llego al portal voy pensando que su decisión no es la más apropiada, aunque con toda seguridad, huir es la única posibilidad de poder seguir viviendo. Pero huir me parece una cobardía que, además, posibilitará que un despreciable hijo de puta, borracho y pendenciero, continuará viviendo en una privilegiada libertad que él había robado a dos personas que una vez lo amaron.

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Estoy muy cansada. Voy recordando lo que ha pasado. Al poco de irse de mi casa esa policía, llamaron al timbre y, creyendo que era otra vez ella, abrí la puerta sin mirar por la mirilla y ahí estaba él. Me volvió a pedir perdón suplicando mientras entraba en casa diciéndome que no volvería a ocurrir y que no sabía qué le había ocurrido esa noche.
¿Qué le he hecho para que me trate así?, pensaba sintiéndome culpable de la denuncia de los vecinos y del futuro juicio. Le dije que no pensaba declarar cuando saliese el juicio, pero que lo mejor es que no volviésemos a vernos en un tiempo. Volvió a ponerse como un loco gritando que no iba a consentir que le abandonase y un enorme puñetazo en la cara me derribó en el suelo. Allí tendida  empezó a pegarme patadas hasta que perdí el conocimiento y no me acuerdo de nada más.

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Siento como me voy yendo poco a poco. Mis oídos escuchan la melodía de los pitidos hasta que se convierte en uno solo y prolongado. En mis manos reposa la bandera blanca de las víctimas rendidas, donde se enjugan las penas de los anhelos naufragados y de nuestra vida juntos en ese Berlín soñado que se adormece en las cicatrices de mi piel por donde sangran las heridas del desconsuelo. Una luz blanca de estrellas inunda todo y por mis venas fluyen ríos de promesas en una vida que se escapa.
Pude marcar el primer día esos tres números o pude dejarte atrás, pero ya es tarde porque el reloj ha enmudecido su inexorable marcha. Mi cabeza es un libro lleno de selvas, fábulas y epopeyas y en el alma tu imagen de esa tarde lejana de junio, cuando empezamos a fantasear con la quimera de un Berlín que ahora yace con nuestros cadáveres, se enreda creciendo en abrazos de agua, luz, tierra y muerte. Yo lo estoy viendo todo muy claro mientras vuelo sobre sus terrazas con mis seis alas de ángel.

viernes, 2 de agosto de 2019

MI PRIMERA Y ULTIMA LÁGRIMA TE REGALO




Confieso que en mi vida he podido conocer el perfume de la aventura y el olor de la brisa del mar que mece la espesura de la jungla. Mi nombre es Corto Maltés y me tocó nacer en la capital de la isla de Malta, La Valeta, el 10 de julio de 1887, en una época de grandes transformaciones políticas, socio-económicas y culturales en la que terminaba el Romanticismo, del cual me adueñé de un idealismo individualista, y un materialismo pragmático y revolucionario como soldado de fortuna y aventurero con los que me enfrento al mundo. He vivido siempre mi existencia con una ética diferente al resto de los mortales y he tomado mis decisiones llevado siempre por mis sentimientos.
Soy un hombre delgado de miembros alargado, atlético, casi una figura del Art Nouveau, virilmente afeminado. Por mi sangre corre la herencia de mi padre, marino de Cornualles, y la de mi madre, una gitana de Sevilla, que se conocieron en Gibraltar. Mi padre murió pronto envuelto en una bruma de noticias dispares acerca del lugar y la manera de su muerte, y fui, siendo aún un niño, a Andalucía con mi madre para vivir en la judería de Córdoba donde pasé mi infancia jugando en las riberas del Guadalquivir y asistiendo a la pequeña escuela rabínica de Ezra Toledano.
Una tarde, ya en mi adolescencia, unas gitanas que paseaban por los alrededores de la Mezquita me leyeron la buenaventura y descubrí que en mi mano no se mostraba la línea de la fortuna por lo que en un arrebato agarré la navaja que mi padre me había regalado antes de partir a su última travesía y trace mi propio destino hendiendo con su afilado acero la palma de mi mano derecha. Y ese destino me deparó aventuras inimaginables, desde mi presencia en la guerra ruso-japonesa en la Manchuria, donde conocí e inicié mi amistad con el joven periodista Jack London, la yerma Patagonia, donde me encontré con Butch Cassidy y Sundance Kid, Italia, donde hallé a un tal Djougatchvili que será conocido en la Historia como Stalin, o salvado por una persona, Rasputín, a la que reencontraré en el futuro una y otra vez y que ese día, gracias a él, me libré de una muerte segura en medio del océano al encontrarme náufrago, con el buque del que era capitán.
He navegado por las costas de Hondura, Venezuela y Brasil donde me interné en la selva del Amazonas. He estado en Venecia, donde fui testigo de la batalla de Capuleto, las islas Británicas y en Stonehenge, entre hadas y cuervos charlatanes y lenguaraces, donde viví mi sueño de una mañana de invierno, Francia, donde asistí en la mañana del 21 de abril de 1918 como el Barón Rojo era abatido. He batallado con sociedades secretas chinas un tren que transportaba un enorme cargamento de oro del Zar a través de una gélida y helada Siberia en plena guerra civil entre rusos rojos y blancos. He conocido misterios insondables, mujeres enigmáticas y fascinantes, fábulas venecianas, aventuras en Turquía, Argentina, Etiopía, Suiza, donde conocí a Hermann Hesse, y la Atlántida. Ahora tengo previsto viajar a España alistado en las Brigadas Internacionales para combatir en la batalla del Ebro.
Una noche soñé que me hallaba en Venecia y desperté en Hong Kong y guardo una llave que en tiempos abría la puerta de una casa en Toledo y un juego de cartas árabes mágicas que llenan el aire de misterio. Mi vida ha estado plagada de aventuras, magia y romanticismo. Mi existencia ha sido extraña, seductora, inimitable... porque mi mano siempre ha buscado la cometa que pone, como inexplicable motor, en marcha el mundo que cada uno imaginamos.

Cada vez que atravieso la Mezquita y su bosque de columnas, siento un sordo resentimiento al pensar en la armonía que el exceso barroco de los obispos vencedores rompió. 
Hace años alguien me dijo algo así como "solo un soñador es capaz de encontrar un sueño”. Y yo soy un soñador. Un soñador cínico, pero un soñador que respondo de manera seca y cortante con palabras que salen de mis labios con sabor a cigarro, a ron del Caribe o a vino de barricas viejas en la Gran Guerra. Mis manos nerviosas han descorchado innumerables botellas y las yemas de mis dedos llevan el perfume de mil pieles femeninas, algunas con aromas de mares calmados, otras con regusto de tormentas saladas. Siempre en mi boca aparece una sonrisa, aunque la situación duela, porque si no duele, no merece la pena, y si no se puede hacer sonriendo, pienso que ni siquiera voy a preocuparme por intentarlo. 
Toda la vida he viajado por todo el mundo y siempre me he parado a pensar que pasaba por la cabeza de las gentes que allí vivieron. Por todo ello, en mis noches de travesía he estudiado a Mu, a los templarios, a Thule, he leído todo lo que ha caído en mis manos sobre los mitos celtas, cogí leyendas de aquí y de allá, leí y reescribí en bardo e investigué la vida de Malory, porque soñar no es algo que se termine en la infancia y soñando más quizás podamos soñar mejor, y soñando mejor se pueden hacer realidad nuestros sueños, que es casi siempre lo que un hombre necesita. Claro que es una necesidad. Tenemos que creer en las quimeras. Tenemos que aprender a hacerlas nuestras y, si existen, disfrutarlas, y si no, creándolas. 
Ya lo dice Dickens al principio de Historia de dos ciudades: "Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos...". Y también el sublime comienzo de Moby Dick: "Llamadme Ismael. Hace unos años teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo y nada concreto que me interesara en tierra, decidí que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte marítima del mundo. Es mi forma de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo con un gesto triste en la boca, cada vez que en mi alma se instala un nuevo noviembre húmedo y lluvioso, cada vez que me descubro parándome sin querer en las tiendas de ataúdes y, sobre todo, cada vez que la hipocondría me asalta de tal modo que hace falta un firme principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación para arrancar de un golpe el sombrero de los transeúntes, se que ha llegado la hora de embarcarme cuanto antes. Es mi sustituto de la pistola y la bala".
He paseado por las geografías más exóticas y peligrosas. No soy ni justiciero ni moralista, sino tan sólo un aventurero y testigo indiferente a menos que a mi vista se ofrezcan los ojos de un niño, una mujer angustiada o un hombre acorralado. 
He visto de todo y de todo, y lo que no veo por haber sucedido en el pasado me lo imagino. Quiero saber lo que allí ocurrió. Saber que pasaba por la mente del arquitecto de la Mezquita de Córdoba cuando soñaba ese bosque de columnas armónicas y el motivo que hizo al cristiano triunfador para romper la cadencia y el ritmo con ese despliegue de barroquismo al convertirla en iglesia. Sólo así puedo comprender en lo que ahora contemplo la emoción del hombre que supo imaginarlo. Así crecí y en eso me convertí.

Hace muchos años me enamoré de una bella muchacha que padecía misoneísmo y todo quedó en nada porque tenía aversión a las novedades. Manteníamos un desalentador juego. Hablábamos muy poco. Nos mirábamos mucho..., no nos tocábamos nada como si tuviésemos un miedo morboso y obsesivo de contaminarnos. Tiempo después, la bella muchacha, Pandora Groovesnore se llamaba, superó sus fobias, se casó con otro y ahí concluyó la historia. Pero nunca podré olvidarla por muchas mujeres que haya conocido en mi vida. Esa muchacha que me recordaba un tango de Arola que una noche escuché en el cabaret de la Parda Flora en Buenos Aires y que nunca reconocí en ninguna de las mujeres que allí se encontraban porque me gustaría encontrarla siempre en cualquier lugar. Me quedo con su mirada cuando en el momento de la despedida me quité el collar de flores que llevaba en el cuello y se lo coloqué alrededor del suyo y alzando con un dedo su mentón de mis labios salió: “adiós, Pandora”.
Después vinieron muchas. Me perdí en la mirada milenaria de de Boca de Oro, la misteriosa mujer de la playa de Itapoa, y en su contagiosa alegría y dotes adivinatorias que derruyeron mi innata impasibilidad. He tenido amores imposibles como fue el que sentí por Shangai Lil pero su lucha política no le permitió ver los sentimientos que tenía hacia ella. Me atrajo la duquesa Marina Seminova, pero enseguida me di cuenta que podía clavarte un cuchillo en la espalda o derribar el avión en el que viajas y pedirte luego perdón de una manera que no permite réplica posible. Han intentado asesinarme muchas, Soledad Lokaarth, Venexiana Stevenson,..., pero estoy seguro que su mano tembló un poco en el último momento, a la hora de enviarme al otro mundo. He tenido gran ternura por Esmeralda y pocas mujeres pueden decir tanto. He velado tres días a Louise Brookszowyc en la habitación de una vieja casa de Venecia cuando la encontré herida y la recogí, y le conté todos mis secretos y vacié para ella mi alma. Y cuando llevaba mi barco hacia Rodas o Heraklion siempre he hecho escala en la casa de Kasandra.
Los años me han enseñado que el amor romántico es una gran mentira y que los mayores misterios están dentro de uno mismo, pero en verdad os digo y aquí confieso que la mujer que me arrebató el corazón para después destrozármelo fue ella, esa rubia de La Valeta, alevosa, bella y discordante. Nunca saldrá de mi ensoñadora memoria su cuerpo desnudo bañándose en el mar al atardecer. Siempre le agradeceré esas cinco palabras que me ayudaron en cinco momentos esenciales de mi vida que me enseñó en mi adolescencia. Ella seguro que ha olvidado lo que yo le di a cambio y nunca he vuelto a regalar: mi primera y última lágrima.
Cuando conocí a Pandora Groovesnore recuerdo que escribí al principio de mi primera aventura lo siguiente: "Soy el Océano Pacífico. El mayor de todos. Me llaman así desde hace mucho. Pero no es cierto que esté siempre así. A veces me enfado y la emprendo con todo y con todos. Hoy mismo acabo de calmarme de la última rabieta. Creo que barrí tres o cuatro islas y destrocé otras tantas cáscaras de nuez, de esas que los hombres llaman barcos".
En ese inmenso océano me encontraba flotando, crucificado como un San Andrés, atado a una chalupa lanzada a la deriva por la tripulación amotinada de la nave pirata que capitaneaba, cuando me descubrió mi amigo Rasputín con su catamarán, salvándome la vida y haciéndome conocer a la mujer que desde entonces siempre quise, camino de la isla de La Escondida en las vísperas y comienzo de la Primera Guerra Mundial.
Esta inglesita, casi una niña, me movió toda mi estantería sentimental y ya nunca pude olvidarme de ella porque me enamoré profundamente desde la primera vez que la vi.
Todas mis aventuras amorosas desde entonces han sido fugaces pues vivo siempre en la búsqueda de algo como si quisiera escapar de otra cosa, pero siempre apareces en mis recuerdos en los que tú, Pandora, ocupas el lugar más privilegiado, aunque ni siquiera te busque cuando sé que te encuentras en la misma ciudad donde yo me hayo. Me abandonaste y te casaste con otro hombre, mi joya romántica, al decirme que no te quedarías conmigo esa tarde que vestías una falda larga blanca, una camisa del mismo color y una corbata y una chaqueta negra que empalidecían con tu pelo y esos ojos verdes azulados que encubrían el color y la luz del mar. “Adiós Pandora”, te dije al ponerte un collar de flores mirando extasiado tu cara. No intenté persuadirte porque sabía que sería imposible. Luego vino el resto de mi vida. Quisiera decir muchas cosas, hablar de grandes amores, de sentimientos hondos, de otras mujeres... pero fuiste la primera y ya no volví a caer en el amor de otras.
Te conocí en el mar y de tu región de sal tengo delirio, huelo el aroma de tu piel, deseo tus labios caminando sobre mi cuerpo. Me pierdo en tu pecho adolescente aún no asaltado y muero por acariciar la orilla de tu cuerpo. A las estatuas de la isla de Pascua les pregunto hoy: "¿Miráis las estrellas? ¡También yo miro las estrellas! ... Quizás también ella mira las estrellas". 
Después todo lo demás es un misterio en mi vida después de este último viaje. Dicen que existe una carta de Pandora en la que afirma que un hombre viejo llamado Corto Maltés vive en su casa y que sus hijos lo llaman tío; pero al mismo tiempo, otros cuentan que mis huellas se pierden en la Guerra Civil española, donde parece que he desaparecido. Sólo podéis hacer dos cosas: o transitar entre un sueño y vuestra imaginación o, si os encontráis algún día en vuestro devenir con Pandora Groovesnore, preguntarle a ella. Preguntadle si amó a un tipo cínico y romántico que se llama Corto Maltés. Preguntadle por la historia de ambos y, al terminar, no le digáis “adiós Pandora”, como yo hice al comienzo de la Gran Guerra en medio del Pacífico, dejándome el corazón maltrecho y deseando siempre navegar por el mapa físico de su piel con delirio.

Ahora que mi barco está atracado en los muelles de Venecia, abarloado a otro de bandera de la Guayana Francesa, me he puesto a caminar por sus calles. Paseo por callejuelas. Cruzo los canales, me detengo en los puentes y escucho en la lejanía unos pasos que me recuerdan el sonido leve de los tuyos como si vinieras de nuevo hacia mí. Despierto de mi ensoñación y me doy cuenta de que en las orillas ya no se ven esos cangrejos que por la tarde holgazaneaban al sol.
He venido a Venecia porque sé que esta ciudad será mi fin, y así lo grito al viento teniendo la basílica de San Marcos al fondo, porque Venecia es una sorpresa. Ella ha sido las puertas de la aventura, del mar, de Oriente, del oro, del amor, del color y del viaje. Has sido admirada por grandes personajes como Lord Byron, Casanova, Thomas Mann, Wagner o Henry James.
Es 1921 y he llegado a Venecia para descifrar un acertijo que por carta me ha mandado Barón Corvo y que resolviéndolo me permitirá encontrar esa esmeralda tan pura y tan bella a la que llaman la "Clavícula de Salomón". Me adentro en el barrio de Cannaregio, donde los niños juegan con sus cosas y los mayores cuentan viejas historias en voz baja sentados en los bancos de las plazas. Me maravillo con las piedras de sus casas de celosos muros y patios evocadores habitados por innumerables gatos silenciosos. Y pienso en ti, Pandora. Ahora que estoy inmerso en disputas entre masones y un grupo de esos recién aparecidos fascistas de camisas negras, pienso en ti. Yo que soy un vividor aventurero, un viajero impenitente, un agnóstico irredento que no entro ni en las iglesias de la ciudad, un anticolonialista, un anarquista vocacional y un apátrida convencido, pienso en ti mientras paseo por esta vieja ciudad inundada que tiene en sus puertas corazones pintados y llamadas urgentes a una revolución.
Venecia. Ciudad misteriosa y volátil, casi etérea, llena de mitos y leyendas, de leones de piedra y de gatos y ratones, reservada, intrigante y fundada en una mezcla de culturas, como así soy yo, y que tiene tres lugares mágicos y secretos: uno en la "Calle del amor de los amigos", otro cerca del "Puente de las maravillas" y otro en la "Calle dei marrani", cerca de San Geremía, en el viejo Ghetto donde paseo. Todo el mundo sabe que cuando los venecianos se cansan de las autoridades, van a esos lugares secretos y, tras abrir las puertas al fondo de sus patios, se van para siempre hacia países y hacia otra historias, como hicieron Bellini, Tiziano, Veronese y Canaletto o Marco Polo y Goldoni.
En esta ciudad de símbolos y juegos, de reliquias y órdenes religiosas, de escritores y artistas, de barcazas llenas de frutas y verduras, y de niños diestros en contar las cosas antiguas y en escalar los muros de los cercados prohibidos, yo voy paseando mientras pienso con nostalgia que en la tierra, en el mar, en donde sea que estés, amor mío, yo he de amarte porque soy preso de ti.

El tiempo es inenarrable y perseverante, acompasado. Yo que tanto he viajado por procelosos y peligrosos mares del Caribe, me encuentro ahora en este tranquilo pueblo de Suiza entre montañas, después de haber vuelto a la Argentina para reencontrarme con viejos conocidos. He llegado hasta aquí para hacer un nuevo viaje, un viaje hacia lo más profundo de mí mismo. 
Me interesa conocer toda la mitología de estos cantones y paso mis tardes leyendo con deleite la Interpretación de los sueños del Doctor Freud y las obras del escritor alemán Hermann Hesse que vive aquí y al que mañana conoceré en persona. 
También paseo por el campo aunque ahora en el hombro no lleve mi eterno petate caminando por uno de tantos puertos, con las gaviotas recortadas en el cielo, y pienso que a mis treinta y seis años, con el paso del tiempo, me empiezo a aburrir del trato con la gente y comienzo a interesarme cada vez más con lo que se podrían nombrar como temas esotéricos. Mis ideales juveniles, a medio camino entre un individualismo feroz, que aún me perdura, el anarquismo y el comunismo, van dejando paso a interrogantes sobre la condición humana y su transcendencia. Desde que muy joven conocí a Boca de Oro, la bruja de la macumba, me empecé a interesar en los sueños, el tarot o los presentimientos como moneda de cambio frecuente, lo cual me ha traído como recompensa el no permanecer por mucho tiempo unido a nadie.
Al conocer al Profesor Steiner, aquel al que ayudé a redimirse por su alcoholismo, me aportó conocimientos científicos a lo que hasta entonces era una simple y mera afición sobre el continente de Mu. Luego mis viajes por África y Sudamérica me hicieron conocer las magias que en esas tierras se realizaban con elementos mediúmnicos y chamánicos a los que fui añadiendo otros tipos de tradiciones mágicas y esotéricas, sobre todo las anglosajonas de origen céltico-artúrico que me llevaron a un carácter melancólico y poético y con el que descubrí que las luchas entre las naciones están avaladas por sus espíritus protectores. Más tarde vinieron las triadas chinas, las linternas rojas y todo tipo de confabulaciones en la Rusia blanca y los sueños, lo poético y lo histórico se adueñaron de mi pensamiento.
Aquí, en Suiza, he empezado a sentir extraños presentimientos sobre mi muerte de la que voy a poder sobrevivir bebiendo de la fuente de la eterna juventud. Todo puede parecer muy extraño, pero mi pensamiento siempre ha sido positivo y nunca he caído en la manía posesiva, siendo siempre un tono de optimismo que es lo que en mi adolescencia me llevó, al descubrir que en la palma de mi mano no existía la línea de la fortuna, lo remedié con decisión y rapidez, haciendo uso de una navaja porque cada hombre es el dueño de su propio destino. 
Y aquí estoy entre las montañas de los Alpes y lagos de aguas insondables y espejadas donde he venido para acompañar al Doctor Steiner para que pueda participar en una reunión sionista. Las lecturas que antes dije unidas a la de Parsifal me han hecho ser protagonista de la obra artúrica. Seguramente también ha debido ayudar ese brebaje, llamado “filtro de Paracelso”, que bebí esta tarde para tener este sueño donde he hablado con un espantapájaros, me he librado de la muerte, me he enfrentado a Klingsor, el caballero maldito, y le he prometido llevarle la rosa alquímica, he bailado una danza macabra con esqueletos, me he encontrado con hadas, cuervos y un gorila, que decía llamarse King Kong, al que confundí con un ogro y que desea volver a Nueva York. La rosa alquímica la conseguí tras pasar por un foso caminando por el filo de una espada gigantesca y poder beber agua de un cáliz que se hallaba al otro lado. Entonces me ha juzgado Rasputín por beber del Santo Grial, he conseguido la vida eterna y la muerte me ha regalado un anillo para poder reducir mi vida con el sueño de otras personas y, antes de conseguir despertar de este mágico y extraño sueño, he visto tres hojas muertas bajando por el río y anunciando que el otoño llega a mi vida.

Llegando ya el inevitable final, sólo queda pensar en lo vivido. Los recuerdos se vuelcan como un torrente en la noche de la memoria y a mi cabeza, como una película velada, viene de nuevo, en la sombría taberna de ese puerto perdido, allí, al fondo de la barra de desgastada madera, sentada en un taburete, alzaba su cabeza esa muchacha de pelo dorado y piel tostada por el aire yodado del mar, como el mascarón de proa de una goleta. El vuelo de su melena brillante y áurea esparcía espuma y salitre sobre los rostros que clavaban sus ojos en ella, asperjaba los vasos de pajizo ron y bañaba de melancolía nostálgica mi cansada mirada.
Se encontraba de perfil charlando con sus amigas y no se había percatado de que la observaba con codicia y deseo añorado de mi juventud. Vestía una vaporosa falda que se pegaba a los muslos como la vela se pega al mástil en las noches sin viento y una blusa de listas horizontales azules y blancas que resaltaban la brevedad de sus pechos adolescentes y que, en aquella postura se subía y la cintura de la falda se bajaba, quedando desnuda y abierta una cinta de carne ribereña, la orilla donde irrumpía la curva de sus caderas repletas y tirantes. 
Me parecía entonces que nunca antes de esa cálida tarde de aquel verano tropical hubiera visto el resplandor de una piel morena, la comba de una espalda de mujer ni la elegancia exquisita y sutil de aquella pelusa escapular como de melocotón que la luz esplendorosa que atravesaba el ventanal iluminaba como la brisa ladea el trigo.
De repente ella volvió la vista hacia mi esquina de la barra con una mirada tan intensa y fugitiva como algunas primaveras de La Valeta y yo, perezoso e impaciente, guiñé los ojos como si saliese de la oscuridad de un túnel cegado por la intensa luz de esa mirada tan azul como rutilante que hizo sentirme de pronto separado de mi propia vida como por un golpe de viento de una galerna en medio del mar.
No sé cuánto tiempo pasó. Si fueron horas o segundos. Sólo sé que desde que salí a la calle traspasando la puerta de la taberna que al abrirse lanzó al aire el sonido de unas campanillas, pese a que ha pasado tanto tiempo, nunca he podido olvidar ese sonido que martillea mi cerebro ni esa cabellera dorada que iluminaba la tarde, ni esa falda enredada en sus rotundos muslos, ni esa blusa que acariciaba sus pechos, ni esa franja de piel desnuda que adivinaba unas caderas tan apetecibles, ni ese vello suave de la cintura, ni esa mirada ígnea que se cruzó con la mía condenándome para el resto de mis días a un delirio del que no puedo huir pese a saber que la fuerza de un soplo desvanece las ataduras del agua ese día en que mi corazón se abrió con la inocencia de un lirio.
He tenido una vida plena. Disfruté de una infancia feliz, primero en La Valeta y después en Córdoba. Siempre fui una persona con decisión y cuando esa gitana al leerme la mano y decirme que en la palma no aparecía la línea de la fortuna, no dudé ni in segundo en grabármela con la navaja. He conocido a grandes personajes. He viajado por todo el mundo. Algún amigo leal he tenido y, supongo, varios enemigos también. He amado y me han amado mujeres excepcionales. He intentado ser benévolo y justo, y no resisto los bancos de madera encerrados entre cuatro paredes porque prefiero los horizontes lejanos y las hamacas al aire libre. El océano no es tierno compañero pues hace que las ausencias sean más definitivas, destruye la complacencia del lamento y da a la lucidez su auténtica dimensión. He puesto gran interés en seguir los caminos que me llevarían a las islas de la fortuna y he dejado escapar entre mis dedos el oro y la plata o se lo he dado a aquellos o aquellas que creí pertinente. Muchas veces he perdido todo por una idea o por un presentimiento, a veces por una mujer, otras por simple aburrimiento o por un placer un poco perverso. Siempre soñé con ser la culminación de muchas reencarnaciones, desde los magos de Babilonia, los sabios de Alejandría o los caballeros del Santo Grial, y con el paso de los siglos, mis motivaciones se han ido reduciendo a mi corta vida pues he olvidado mi motivación de eternidad. He presumido de solitario, de mentiroso, de fabulador y de incurable romántico. A base de no tomarme nada trágicamente, a veces acabo tomándome en serio. Me considero valiente y buen hombre, en algunas ocasiones débil, pero puedo ser también malo y cínico. En algún momento tengo la actitud de un aristócrata de alta alcurnia; en otros, aire de marinero pícaro vagabundo. Busco la compañía de las mujeres y al mismo tiempo las evito. Añoro la tranquilidad y el silencio y me aturden el ruido y la furia. Tengo una mirada brumosa y la sonrisa irónica. Me muevo con un aire de indiferencia por los caminos que he recorrido con mi aire de marinero desgarbado. Siempre creí en el destino pero sólo en la medida que éste sea algo que yo pueda tallar a mi antojo y odio a quien me pueda descubrir el futuro, por lo que he pasado mi vida tomando nuevos rumbos aunque siempre intento hacer escala en los puertos en los que me espera gente a la que quiero.
Siempre existirá esa ensenada donde atracar el barco que pilota un solitario y una isla que acoja a un anacoreta ermitaño como yo. Siempre seré mercenario de mis sueños más que esclavo de mis vicios y mis sueños. Siempre me quedará la esperanza que me hace seguir mi camino.

miércoles, 13 de marzo de 2019

La insondable amargura de la tristeza



Anna María vuelve a apoyar sus codos sobre el alfeizar de la misma ventana de su casa familiar como en esa tarde del verano de 1925 que estaba admirando la bahía de Cadaqués. Lo que observa sigue exactamente igual que entonces cuando, con el arrobo de sus diecisiete años, pasaba las horas emocionada mientras la brisa agitaba con suavidad las vaporosas cortinas azules y rizaba con levedad ese mar donde un barco velero se mece en la lejanía. Su pensamiento vuela perezoso y sensual sobre la ensenada y el horizonte bajo que la cierra, en un instante sobre ese Mediterráneo que navegaron los cretenses y los griegos, que los romanos hicieron suyo, y del que pudimos aprender todo lo que sabemos que está escrito sobre la Humanidad.

Anna María quiere volver a ser esa muchacha vestida de blanco, allí apoyada en el vano de la ventana, que juega con la punta de su pie derecho de forma inconsciente con el suelo, y dejar vagar su mente, relajada, en indescifrables ensoñaciones sobre ese paisaje que siempre ha sido su mundo.

Todo parece lo mismo, pero ya nada es igual. Todo se parece, pero casi todo ha cambiado. La habitación de Es Llané es la misma y parece que sus paredes han captado la esencia inmutable de las cosas por encima de cualquier sacudida del inexorable paso del tiempo. La misma ventana con sus cinco cuarterones de madera que ni el sol ha podido difuminar su radiante color azul parece mimetizarse con el añil de ese mar tranquilo; las mismas cortinas de idéntico color que se envuelven con la luminosa claridad de la tarde y que son mecidas por la suave brisa de Cadaqués. Incluso, parece que ese pañuelo blanco, con el que Anna María se cubría al atardecer los hombros, sigue reposando, después de dejarlo al desgaire, sobre el lado izquierdo del dintel.

Ahora ya, ni ella ni Cadaqués son como entonces. Allí pasó los veranos de su infancia y su juventud. Un Cadaqués de casitas blancas y aislado, donde toda su familia pasaba idílicos estíos rodeados de sus calas cristalinas. Ella tampoco es ya la de entonces. No es esa muchacha de diecisiete años que se asomaba a esa ventana. Ahora es una anciana de setenta y seis, delgada y consumida, carcomida por los remordimientos, que ya no exige como entonces una rotundidad voluptuosa en sus caderas y en sus nalgas.

Anna María desea volverse como lo hacía entonces, pero le entristece porque si lo hace hoy, ya no estará allí su hermano Salvador pintándola. Salvador que es cuatro años mayor que ella y que pintó su retrato esa tarde de tan lejano verano y que, tantos años después, añora que no pueda volver a suceder, aunque está sinceramente convencida de que merece ese golpe de óleo azul derramándose en su espalda y no ese profundo dolor de sentirse ignorada por aquel con el que compartió desde la infancia su universo, al que entendía sus gestos y excentricidades y aguantaba sus bromas y juegos. Salvador, que dijo el día en que su hermana nació, un seis de enero, que era el mejor regalo de Reyes que recibiría nunca, el que fue su compañero ideal, por su inteligencia aguda y penetrante, y su carácter alegre y divertido. Ese Salvador que le hizo posar en interminables sesiones como modelo incontables veces, para plasmar meros bocetos y estudios de los bucles de sus cabellos y de un hombro siempre descubierto, con paciencia infatigable porque a ella no le cansaba posar para él ya que nunca le aburrió permanecer quieta y silenciosa pues no se cansaba de observar ese paisaje que ya, para siempre, entró a formar parte de ella misma y en el que sus ojos oscuros tenían el tiempo suficiente para entretenerse en los detalles más pequeños.

La luz de la costa mediterránea, la comodidad de quien mira y de quien se sabe observado, el equilibrio y el orden de ese increíble mundo placentero y radiante en que los dos estaban tan unidos, hoy sólo apoyado en los recuerdos, donde Salvador retrataba el cuerpo inconscientemente voluptuoso de Anna María en un sobrevuelo sereno y sensual sobre la bahía, con una lenta contemplación de la escena que va a plasmar en el lienzo con la meticulosidad de un Vermeer, el equilibrio de un Rafael, pulida y acabada como la de un Tintoretto, atmosférica y etérea como un cielo velazqueño, que le van a conceder al artista, lejos de la mirada de nadie, ser él mismo, ese hombre frágil y sensible, asombrosamente dotado para el arte, elegante y exquisito en la técnica , delicado en la presencia y la representación, ya ha dejado de existir.

Como ya tampoco existe Federico, al que conoció Anna María esa primavera de 1925 cuando les visitó en Cadaqués y surgió entre ella y él una camaradería indestructible al tiempo que insólita, que duró el breve tiempo que le quedaba por vivir a ese muchacho granadino sensible, apoyada tan sólo en una correspondencia intimista que suplía las muy pocas ocasiones que pudieron verse en Cadaqués y en Granada. Ese Federico que le escribía “Querida Ana María, llevo varios días en Granada y a cada momento tengo necesidad de hacer un retrato tuyo para mis hermanas”, “Dichosa tú, Ana María, sirena y pastora al mismo tiempo, morena de aceitunas y blanca de espuma fría. ¡Hijita de los olivos y sobrina del mar!, en unas cartas de extraordinaria hermosura poética, de admirables imágenes, donde abunda la elegante sensibilidad y el tierno gracejo de Federico del que nunca se podrá olvidar Anna María en su casa de Es Llané, donde él se aferraba a la mano de ella cuando se bañaban en el mar por miedo a las insignificantes olas y el simple roce de un dedo en su piel hacía saltar enfebrecido el corazón de la muchacha.

Aquel era un tiempo que estaba a punto de disolverse para siempre y de convertirse en una pesadilla interminable e hipócrita, pues el enorme talento de un artista, todavía en formación, se encontraba preso en una mente endeble, inmadura y voluble que hará saltar por los aires ese tiempo perfecto y tan feliz. La bomba que explotó fue lo que Anna María llamó el “surrealismo”, el maldito “surrealismo”, al que Salvador abrazó para cambiar su estilo artístico. Lo que nunca ha confesado Anna María es el verdadero nombre como se llama ese “surrealismo” al que Salvador se entregó y nombró con todos los nombres que su torturada cabeza imaginaba, como eran los de Gala, Galuchka, Gradiva, Oliveta, por el óvalo de su rostro y el color de su piel, Oliueta, Oriueta, Buribeta, Buriueteta, Soliueta, Solibubuleta, Oliburibuleta, Ciueta, Liueta, Lionette, que ruge cuando se enoja, Ardilla, Tapir, Pequeño Negus, Abeja, Noisette Poilue, avellana peluda por es suave vello de sus mejillas, Campana de Piel, Leda Atómica, Galatea de las Esferas, Galarina, Mujer Visible, Madonna de Port Lligat, Diosa de la Victoria…, a la que conoció en el verano de de 1929 cuando le visitó, junto con su marido, Magritte y Buñuel, para conocerlo y al instante se percató que dejaría de ser Madame Eluard para unirse a ese hombre que ya incubaba un bigote único, era virgen y que, como él mismo confesó en repetidas ocasiones, se temía homosexual. Anna María perdió su condición de musa y se ahogó en los celos más intensos.

El “surrealismo” destrozará todo lo que existía hasta entonces y hará que Anna María deje de posar de espaldas en una ventana y que se dé la vuelta, para que Salvador retome sus muecas de niño terrible y despótico y su tono de voz ampuloso y pedante, con su forma de hablar silabeando, que también hará sacar de quicio al padre, el cual, furioso, le expulsará de la casa por una inscripción que Salvador ha escrito en un dibujo y que dice la frase “a veces escupo con placer sobre el retrato de mi madre”, abocando al artista a su método paranoico crítico para convertirse en una caricatura macabra de sí mismo.

Anna María se sintió abandonada e incubó una profunda envidia hacia quien le había arrebatado el amor de su hermano, sufriendo graves problemas psicológicos. Todo se apagó para ella. Todo desapareció. Tenía tanto… y lo perdió todo. La guerra civil le hizo también perder a Federico que fue asesinado por los falangistas, y ese cariño mutuo que se tuvieron desde el primer momento de conocerse se perdió en la triste noche en un barranco. Anna María es detenida por el temible Servicio de Inteligencia Militar y es enviada a Barcelona a una checa donde, acusada de fascista y espía, es cruelmente torturada durante dos semanas, gritando noche y día, que la dejó traumatizada, sufriendo amnesia, y que casi le hace volverse loca y que le costó muchos años para poder recuperarse.

Hay un dicho que sostiene que lo que no mejora, empeora. Y todavía quedaba mucho por empeorar porque la mejora era imposible entre los dos hermanos hasta que finalmente todo termine entre ellos. La familia ha sido borrada: él, Salvador, niño casi candoroso y angelical, se transforma en un ser insincero, agresivo y despótico, que terminará volcando en sus cuadros verdaderas pesadillas, abandonando de esta manera los dulces paisajes de Cadaqués y a la misma Anna María como modelo. Parece como si Salvador hubiese muerto, y todo por culpa de ese maldito “surrealismo” con cuerpo de mujer. No saciado con ese rencor que le corroe, Salvador escribe en 1942 su libro “Vida secreta” en cuyas páginas desprecia e injuria a la familia a la que acusa de vender cuadros suyos sin su permiso. Su hermana le da la respuesta publicando en 1949 sus memorias donde da la visión que tiene de Salvador y que sella, definitivamente, la ruptura entre ambos. La venganza del artista será pintar en 1954 por última vez a su hermana en un cuadro que titula “Joven virgen autosodomizada por los cuernos de su propia castidad”, donde vuelve a aparecer Anna María de espaldas, asomada a una ventana con sus tirabuzones, solamente vestida con unos zapatos, con unas nalgas desnudas rotundas y unos cuernos de rinoceronte de forma fálica que la intentan penetrar por cada una de sus zonas más íntimas sin poder conseguirlo. Una venganza muy cruel la que perpetró contra Anna María, al definir con el lienzo su personalidad de anacoreta, amargada y deseosa de perder su virginidad aún patente, ya que nunca se casó ni tuvo hijos ni está claro que estuviese nunca con ningún hombre, excepto con Federico en esas vacaciones del 25 en Cadaqués y en la visita que le devolvió en Granada. Salvador jura no volver a dirigir la palabra a Anna María, que tampoco parece importarle nada. Los dos seguirán viviendo donde lo hacen desde que nacieron. Se cruzarán por la calle y ni se mirarán, como si fuesen dos extraños.

Todo parece lo mismo, pero ya nada es igual. El “surrealismo” ha muerto y está bajo tierra. Salvador no pude con la pena y se ha abandonado. Ha sufrido un accidente y está ingresado en un hospital. Tiene quemaduras graves y pesa tan sólo cuarenta kilos. Llevan también cuarenta años sin hablarse. Anna María entra en la habitación donde yace su hermano y al poco rato sale de ella incapaz de reprimir las lágrimas que mojan las manos con las que se cubre el rostro. Vuelve a su casa y se asoma a la ventana como esa tarde en que, vestida de blanco, con el arrobo de sus diecisiete años trucados por la congoja de los setenta y seis que tiene ahora; la brisa agita suavemente las cortinas de gasa azul y riza con levedad ese mar donde un barquito de vela se mece en la lejanía; y recuerda que una vez hubo un artista, que fue su hermano más querido, que antes de sumergirse en su propia paranoia, disolviéndose en el proceso que le convertiría en un fantoche, fue capaz de captar la esencia inmutable de las cosas por encima de cualquier vaivén, interior o exterior, con una mirada sagaz, exquisita y penetrante. Anna María se arroba en el paisaje invariable como entonces, mientras por su mejilla, marcada con un arañazo profundo que será el último desprecio de Salvador hacia ella, se desliza la insondable amargura de una lágrima.

©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega

lunes, 11 de marzo de 2019

La vida en trece minutos




Esta noche he tenido un sueño muy extraño. Me habían nacido dos alas blancas en la espalda y volaba sobre las cúpulas de las mezquitas de Bagdad. O, quizás, no sea un sueño tan extraño, después de un año escuchando el lema de “No a la guerra” en las bocas de la gente que se manifestaba por las calles desde la Cumbre de las Azores, cuando Bush, Blair, Durao Barroso y Aznar dieron un ultimátum de veinticuatro horas al régimen de Saddam Hussein para que destruyera unas supuestas armas de destrucción masiva que decían que tenían en su poder, aunque nunca han aparecido, bajo la amenaza de declararle la guerra que comenzó cuatro días después.

Parecía que los días de este marzo de 2004 eran eternos y que no iba a llegar nunca este jueves 11, pero ya está aquí. Es un día muy especial en mi vida porque va a ser el último que voy a tener que ir a trabajar ya que me jubilo, y aquí estoy, como todas las mañanas desde hace un porrón de años, a las 7 y 24 minutos de la mañana, esperando en el concurrido andén de la estación de Coslada el tren que dentro de un minuto, puntual y fiel como siempre a la cita, llegará para llevarme hasta la estación de Atocha camino del trabajo del que hoy me despido.

Ahí llega el tren, mamá, –oigo a mi lado la voz de un niño que se aferra a la mano de una chica joven vestida con una bata azul, bajo un abrigo pardo bastante ajado por el uso y el tiempo, que lleva bordado el nombre de una empresa de limpieza en el bolsillo superior- en Atocha ¿me comprarás un bollo para comerlo luego en el recreo?

Y es que este tren, rebosante de pasajeros en las primeras horas de la mañana, nos lleva a muchos desde los barrios obreros del corredor del Henares en el extrarradio de Madrid hasta donde nos ganamos el pan de nuestras familias con el sudor de nuestra frente como parece que fuimos condenados los que poca cosa tenemos.

El tren ya viene casi lleno, pero he tenido la suerte de encontrar un asiento justo al lado de la puerta por donde he accedido a su interior. Abro el periódico que he comprado en el quiosco de Matías. Parecen que son siempre las mismas noticias en los últimos meses: la guerra de Irak, el hundimiento del petrolero Prestige frente a la costa de Galicia, las elecciones generales del domingo… Me voy a la sección de deportes para ver a qué hora jugará mi Atleti el domingo contra la Real Sociedad en San Sebastián, aunque me parece que este año tampoco nos toca ganar la Liga, y más después de haber empatado a uno el otro día en el Manzanares, gracias a una nueva pifia del Mono Burgos, contra el Murcia que es el farolillo rojo. Pero qué más da si hoy por fin me jubilo y a partir de mañana empezaré una nueva vida.

Nací muy pocos días antes de que las radios se llenaran con la voz engolada y triunfal de ese locutor que clamaba eso de: “En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”. Sí, la guerra había terminado, pero para nosotros no empezaba la paz, sino que íbamos a sufrir amargamente la victoria.

A mi padre, trabajador en una imprenta en la que entró como aprendiz nada más proclamarse la República y en donde se imprimió la cartelería propagandística del Madrid sitiado, se lo llevaron de casa, según tantas veces me contó mi pobre madre, una noche del mes de mayo de 1939 por cinco individuos de camisa azul acusado de rojo y ugetista, como si eso fuese un crimen, y a la mañana siguiente apareció con un tiro en la nuca, despatarrado junto a las tapias de la Almudena. Tenía tan sólo veinticuatro años y su pecado había sido ser sindicalista y socialista de los de Largo Caballero.

Con catorce años, entré a trabajar en un bar de Carabanchel como camarero hasta que un cliente asiduo me dijo en el verano de 1963 que iba a poner un taller de forja y cerrajería en el barrio de Usera y que me ofrecía trabajo. Como el sueldo, aunque pequeño, era mejor que el que me daban en el bar, no lo dudé ni un minuto y empecé al mes siguiente en mi nuevo puesto de trabajo como forjador.

En la calle de Amparo Usera, muy cerca del taller, está el Mercado municipal del barrio, y una tarde, en que mi madre me encargó que comprara un poco de fruta para la cena de la noche, conocí a Toñi que era dependienta de una de las fruterías que allí se ubicaban, seguramente más caras que otras, pero su sonrisa, su pelo moreno recogido con gracia en una cola de caballo y sus profundos ojos marrones me abocaron a comprar en esa bancada de la que ya no era la tarde, al terminar el trabajo, que no visitara. Dos años después, en el mes de mayo de 1967, Toñi y yo nos casamos y ya nunca hemos dejado de estar juntos, siempre muy felices, y nadie podrá separarnos hasta que uno de los dos muera. Con el trabajo de ambos pudimos ahorrar algún dinerillo que dimos de entrada para comprar un piso pequeño en Coslada y nos fuimos a vivir en él después de las navidades de 1972. Desde hace dos años ya es completamente nuestro pues terminamos de pagar la hipoteca al banco.

Mi jefe, en el otoño de 1989 sufrió un infarto y cerró el taller, pero tuve la gran suerte de que me cogieran con cincuenta años ya cumplidos en el hotel Nacional del Paseo del Prado con la plaza de Atocha, hacia donde, como todos los días, me dirijo en este tren atestado de trabajadores como yo y de estudiantes, pasando a engrosar la plantilla de su equipo de mantenimiento.

Hoy, ya lo he dicho antes, es un día muy especial. Ya mañana no tendré que hacer este viaje después de tantos años. Esta tarde me despediré de mis jefes y de todos mis compañeros y llegaré al anochecer a mi casa como un hombre jubilado después de cincuenta y un años sin parar de trabajar. El sábado invitaremos a comer en casa a mis dos hijos, mi nuera y mis tres nietos, dos niñas y un niño a los que adoro, para celebrarlo. El domingo por la mañana iremos a votar con la esperanza de que gane este joven llamado José Luis Rodríguez Zapatero, y por la tarde me bajaré al bar de la esquina a ver qué hace el Atleti contra los donostiarras. Y el lunes, la gran sorpresa para mi Toñi, porque he reservado quince días en Benidorm para disfrutar por fin unas vacaciones en la playa que nunca hemos tenido.

El tren se ha detenido. El reloj marca las 7,38. Estación de El Pozo. Entra más gente al tren de dos pisos y se van colocando como pueden porque no cabe ni una aguja ya. Desde que entré hace trece minutos, al lado de donde estoy sentado, pegada a la pared me he percatado de que hay una mochila negra que alguien se ha debido dejar olvidada y que parece como que nadie le hace caso porque no se han fijado en ella. La voy a recoger y en Atocha la entregaré a algún revisor para que la lleve a objetos perdidos por si alguien la reclama.

Suena el pitido. Se cierran las puertas. El tren comienza de nuevo a andar. Hoy es mi último día de trabajo. Hoy me jubilo. En nada comienza para mí una nueva vida.

©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega



jueves, 7 de marzo de 2019

¡Ya está bien!



Camino hacia mis habitaciones cuando escucho un murmullo en las de doña Inés que hablaba para sí muy afligida por lo que entiendo sobre mi persona. Imaginen sus señorías que, aunque crean escuchar mi voz, es la de esa por la que me salvé de los infiernos que así se dolía:
Pasa y pasa el tiempo y aquí estoy desde hace ya casi cuatrocientos setenta y cinco años, y lo que me queda, que para eso lo llaman eternidad al sitio donde habito, es decir, la duración que no tiene ni principio ni fin, el tiempo que perdura siempre.

Para que vuestras mercedes estén informadas, e ir poniendo los cimientos de lo que les quiero desvelar, diré que mi nombre es doña Inés de Ulloa. Nací en Sevilla allá por el año 1525 cuando nos gobernaba nuestro Señor, el buen rey don Carlos, que será muy bueno pero que por aquí, en las Españas, se le ha visto poco por estar siempre dando mandobles a diestro y siniestro por toda la faz de la Tierra, y que a la postre llegará a ser coronado como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Ahí, precisamente ahí, es donde empiezan todas mis desgracias que no me han abandonado nunca, salvo unos simples instantes de felicidad en un cortijo al lado del Guadalquivir, una noche del año del Señor de 1545, con tanta monserga de moral cristiana, amor divino ensalzado frente al amor humano, sufrimiento identificado con la pasión de Cristo, adorar a la amada como una virgen mientras todas las demás no paran de divertirse y de gozar, conventos, misas, madres superioras, salvación eterna y demás zarandajas, pamplinas, chuminadas y tonterías que, al menos a mí, me han dejado a dos velas en esto de los placeres carnales.

Y vamos a ver si se me entiende con claridad lo que a vuestras mercedes les quiero explicar y lo disciernen e interpretan en su justo término, que ni por asomo es echar por tierra el precioso y excelente drama, escrito por un autor romántico que nos dio a conocer al mundo entero no sólo a mi humilde persona, sino también a todos los que me rodearon en mi afligida existencia.

Era mi padre el muy cristiano y católico don Gonzalo de Ulloa, Comendador de la muy religiosa y militar Orden de Calatrava, por lo que pertenecí a una familia de rango muy elevado. Huérfana de madre, fui recluida por mi progenitor y criada en un convento del barrio de Santa Cruz donde me sentí ahogada como si se tratase de una cárcel. En el noviciado me encontraba cuando mi criada Brígida me empezó a musitar al oído palabras que me turbaron sobre un tal don Juan Tenorio, burlador, calavera, canalla y mujeriego, para después hacerme leer sus cartas que me dejaron trastornada, por lo que yo, una muchacha joven, bella, inocente, virginal, que no conocía la malicia, el falso fingimiento, ni la hipocresía, comencé a llenar mi cabeza de deseo carnal, antes para mí inconcebible, hasta explotar cuando le tuve frente a mis ojos y de mi boca salió del mismo alma:

-Tu presencia me enajena, tus palabras me alucinan, y tus ojos me fascinan, y tu aliento me envenena. ¡Don Juan!, ¡don Juan! Yo te imploro de tu hidalga compasión: o arráncame el corazón, o ámame porque te adoro.

¡Oh, Dios mío! Allí en ese sofá en el que se me saltaban los pulsos; en ese diván en el que quería yacer con ese hombre y deleitarme por fin con voluptuosidad lujuriosa del sexo siempre vedado para mi persona.

Pero no pudo ser. Tuvo que aparecer por la casa, antes de la consumación, mi señor padre para mandar todo a tomar vientos. ¿Por qué tuvo que presentarse? ¿Por qué no escuchó a mi amado cómo le pedía perdón arrepentido postrado de rodillas ante él? ¿Por qué no lo creyó? ¿Por qué lo despreció, lo provocó y se batió a muerte con él? Don Juan tuvo que huir de España y yo morí de pena y tristeza por motivo de su ausencia, no sin antes ofrecer mi alma al mismo Dios, a cambio de la de él, que en su infinita sabiduría y misericordia aplazó su sentencia si se arrepentía de sus pecados, lo cual sucedió cinco años después cuando, momentos antes de morir, lanzó a los cuatro vientos estas palabras:

-Suéltala, que si es verdad que un punto de contrición da a un alma la salvación de toda una eternidad, yo, Santo Dios, creo en Ti: si es mi maldad inaudita, tu piedad es infinita… ¡Señor, ten piedad de mí!

¡Albricias! Parecieron unas palabras mágicas. Dios no sólo salvó a don Juan de la condenación eterna, sino que también me salvó a mí. ¡Toda una eternidad iba a pasar junto a este hombre al que amé con locura!

Pero la perpetuación infinita ya me está saliendo por las orejas. El llamado Tenorio, que una vez llamó al Cielo y no le oyó cerrándole sus puertas, a la segunda intentona lo consiguió. Ahora se pasa las horas platicando con San Pedro en la puerta, le da la paliza a Jesús con denuedo, pide consejos sin descanso al Espíritu Santo para ser más virtuoso, y hasta el mismo Dios Padre huye despavorido cuando le ve aparecer. A mí, su doña Inés, ni me mira porque se ha hecho un beato y un santurrón.

Desesperada, no hago más que preguntarme qué fue de ese sinvergüenza que tardaba un día en enamorar a una mujer, otro para acostarse con ella, el siguiente para abandonarla, dos para buscarse a otra y una hora para olvidarla. Y aquí sigo aburrida, añorando aquella noche en un sofá donde mi respiración se agitaba porque, por fin, iba a abandonar mi casta pureza y catar la fruición carnal lasciva y lúbrica. ¡Naranjas de la China!. Aquí continúo, tantos siglos después, aún casta y virginal. ¡Ya está bien, hombre! Pero, ¿qué he hecho yo para merecer esto? ¿Tan mal me he portado en mi vida terrenal de la que nunca salí de un convento? Maldito sea mil veces mi padre, don Gonzalo, por meterse donde no le llamaban y maldita sea la beatería y la religión que ha vuelto gilipollas a don Juan, que por mi amor ha salido ganando con su salvación, y a mí, doña Inés de Ulloa, la del eterno hábito blanco con la cruz roja de Calatrava en el pecho, me ha destrozado y me encuentro dando alaridos como una gata en celo por poder algún día saborear las delicias de la carne.

-¡Hay que joderse!”.

©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega