miércoles, 13 de marzo de 2019

La insondable amargura de la tristeza



Anna María vuelve a apoyar sus codos sobre el alfeizar de la misma ventana de su casa familiar como en esa tarde del verano de 1925 que estaba admirando la bahía de Cadaqués. Lo que observa sigue exactamente igual que entonces cuando, con el arrobo de sus diecisiete años, pasaba las horas emocionada mientras la brisa agitaba con suavidad las vaporosas cortinas azules y rizaba con levedad ese mar donde un barco velero se mece en la lejanía. Su pensamiento vuela perezoso y sensual sobre la ensenada y el horizonte bajo que la cierra, en un instante sobre ese Mediterráneo que navegaron los cretenses y los griegos, que los romanos hicieron suyo, y del que pudimos aprender todo lo que sabemos que está escrito sobre la Humanidad.

Anna María quiere volver a ser esa muchacha vestida de blanco, allí apoyada en el vano de la ventana, que juega con la punta de su pie derecho de forma inconsciente con el suelo, y dejar vagar su mente, relajada, en indescifrables ensoñaciones sobre ese paisaje que siempre ha sido su mundo.

Todo parece lo mismo, pero ya nada es igual. Todo se parece, pero casi todo ha cambiado. La habitación de Es Llané es la misma y parece que sus paredes han captado la esencia inmutable de las cosas por encima de cualquier sacudida del inexorable paso del tiempo. La misma ventana con sus cinco cuarterones de madera que ni el sol ha podido difuminar su radiante color azul parece mimetizarse con el añil de ese mar tranquilo; las mismas cortinas de idéntico color que se envuelven con la luminosa claridad de la tarde y que son mecidas por la suave brisa de Cadaqués. Incluso, parece que ese pañuelo blanco, con el que Anna María se cubría al atardecer los hombros, sigue reposando, después de dejarlo al desgaire, sobre el lado izquierdo del dintel.

Ahora ya, ni ella ni Cadaqués son como entonces. Allí pasó los veranos de su infancia y su juventud. Un Cadaqués de casitas blancas y aislado, donde toda su familia pasaba idílicos estíos rodeados de sus calas cristalinas. Ella tampoco es ya la de entonces. No es esa muchacha de diecisiete años que se asomaba a esa ventana. Ahora es una anciana de setenta y seis, delgada y consumida, carcomida por los remordimientos, que ya no exige como entonces una rotundidad voluptuosa en sus caderas y en sus nalgas.

Anna María desea volverse como lo hacía entonces, pero le entristece porque si lo hace hoy, ya no estará allí su hermano Salvador pintándola. Salvador que es cuatro años mayor que ella y que pintó su retrato esa tarde de tan lejano verano y que, tantos años después, añora que no pueda volver a suceder, aunque está sinceramente convencida de que merece ese golpe de óleo azul derramándose en su espalda y no ese profundo dolor de sentirse ignorada por aquel con el que compartió desde la infancia su universo, al que entendía sus gestos y excentricidades y aguantaba sus bromas y juegos. Salvador, que dijo el día en que su hermana nació, un seis de enero, que era el mejor regalo de Reyes que recibiría nunca, el que fue su compañero ideal, por su inteligencia aguda y penetrante, y su carácter alegre y divertido. Ese Salvador que le hizo posar en interminables sesiones como modelo incontables veces, para plasmar meros bocetos y estudios de los bucles de sus cabellos y de un hombro siempre descubierto, con paciencia infatigable porque a ella no le cansaba posar para él ya que nunca le aburrió permanecer quieta y silenciosa pues no se cansaba de observar ese paisaje que ya, para siempre, entró a formar parte de ella misma y en el que sus ojos oscuros tenían el tiempo suficiente para entretenerse en los detalles más pequeños.

La luz de la costa mediterránea, la comodidad de quien mira y de quien se sabe observado, el equilibrio y el orden de ese increíble mundo placentero y radiante en que los dos estaban tan unidos, hoy sólo apoyado en los recuerdos, donde Salvador retrataba el cuerpo inconscientemente voluptuoso de Anna María en un sobrevuelo sereno y sensual sobre la bahía, con una lenta contemplación de la escena que va a plasmar en el lienzo con la meticulosidad de un Vermeer, el equilibrio de un Rafael, pulida y acabada como la de un Tintoretto, atmosférica y etérea como un cielo velazqueño, que le van a conceder al artista, lejos de la mirada de nadie, ser él mismo, ese hombre frágil y sensible, asombrosamente dotado para el arte, elegante y exquisito en la técnica , delicado en la presencia y la representación, ya ha dejado de existir.

Como ya tampoco existe Federico, al que conoció Anna María esa primavera de 1925 cuando les visitó en Cadaqués y surgió entre ella y él una camaradería indestructible al tiempo que insólita, que duró el breve tiempo que le quedaba por vivir a ese muchacho granadino sensible, apoyada tan sólo en una correspondencia intimista que suplía las muy pocas ocasiones que pudieron verse en Cadaqués y en Granada. Ese Federico que le escribía “Querida Ana María, llevo varios días en Granada y a cada momento tengo necesidad de hacer un retrato tuyo para mis hermanas”, “Dichosa tú, Ana María, sirena y pastora al mismo tiempo, morena de aceitunas y blanca de espuma fría. ¡Hijita de los olivos y sobrina del mar!, en unas cartas de extraordinaria hermosura poética, de admirables imágenes, donde abunda la elegante sensibilidad y el tierno gracejo de Federico del que nunca se podrá olvidar Anna María en su casa de Es Llané, donde él se aferraba a la mano de ella cuando se bañaban en el mar por miedo a las insignificantes olas y el simple roce de un dedo en su piel hacía saltar enfebrecido el corazón de la muchacha.

Aquel era un tiempo que estaba a punto de disolverse para siempre y de convertirse en una pesadilla interminable e hipócrita, pues el enorme talento de un artista, todavía en formación, se encontraba preso en una mente endeble, inmadura y voluble que hará saltar por los aires ese tiempo perfecto y tan feliz. La bomba que explotó fue lo que Anna María llamó el “surrealismo”, el maldito “surrealismo”, al que Salvador abrazó para cambiar su estilo artístico. Lo que nunca ha confesado Anna María es el verdadero nombre como se llama ese “surrealismo” al que Salvador se entregó y nombró con todos los nombres que su torturada cabeza imaginaba, como eran los de Gala, Galuchka, Gradiva, Oliveta, por el óvalo de su rostro y el color de su piel, Oliueta, Oriueta, Buribeta, Buriueteta, Soliueta, Solibubuleta, Oliburibuleta, Ciueta, Liueta, Lionette, que ruge cuando se enoja, Ardilla, Tapir, Pequeño Negus, Abeja, Noisette Poilue, avellana peluda por es suave vello de sus mejillas, Campana de Piel, Leda Atómica, Galatea de las Esferas, Galarina, Mujer Visible, Madonna de Port Lligat, Diosa de la Victoria…, a la que conoció en el verano de de 1929 cuando le visitó, junto con su marido, Magritte y Buñuel, para conocerlo y al instante se percató que dejaría de ser Madame Eluard para unirse a ese hombre que ya incubaba un bigote único, era virgen y que, como él mismo confesó en repetidas ocasiones, se temía homosexual. Anna María perdió su condición de musa y se ahogó en los celos más intensos.

El “surrealismo” destrozará todo lo que existía hasta entonces y hará que Anna María deje de posar de espaldas en una ventana y que se dé la vuelta, para que Salvador retome sus muecas de niño terrible y despótico y su tono de voz ampuloso y pedante, con su forma de hablar silabeando, que también hará sacar de quicio al padre, el cual, furioso, le expulsará de la casa por una inscripción que Salvador ha escrito en un dibujo y que dice la frase “a veces escupo con placer sobre el retrato de mi madre”, abocando al artista a su método paranoico crítico para convertirse en una caricatura macabra de sí mismo.

Anna María se sintió abandonada e incubó una profunda envidia hacia quien le había arrebatado el amor de su hermano, sufriendo graves problemas psicológicos. Todo se apagó para ella. Todo desapareció. Tenía tanto… y lo perdió todo. La guerra civil le hizo también perder a Federico que fue asesinado por los falangistas, y ese cariño mutuo que se tuvieron desde el primer momento de conocerse se perdió en la triste noche en un barranco. Anna María es detenida por el temible Servicio de Inteligencia Militar y es enviada a Barcelona a una checa donde, acusada de fascista y espía, es cruelmente torturada durante dos semanas, gritando noche y día, que la dejó traumatizada, sufriendo amnesia, y que casi le hace volverse loca y que le costó muchos años para poder recuperarse.

Hay un dicho que sostiene que lo que no mejora, empeora. Y todavía quedaba mucho por empeorar porque la mejora era imposible entre los dos hermanos hasta que finalmente todo termine entre ellos. La familia ha sido borrada: él, Salvador, niño casi candoroso y angelical, se transforma en un ser insincero, agresivo y despótico, que terminará volcando en sus cuadros verdaderas pesadillas, abandonando de esta manera los dulces paisajes de Cadaqués y a la misma Anna María como modelo. Parece como si Salvador hubiese muerto, y todo por culpa de ese maldito “surrealismo” con cuerpo de mujer. No saciado con ese rencor que le corroe, Salvador escribe en 1942 su libro “Vida secreta” en cuyas páginas desprecia e injuria a la familia a la que acusa de vender cuadros suyos sin su permiso. Su hermana le da la respuesta publicando en 1949 sus memorias donde da la visión que tiene de Salvador y que sella, definitivamente, la ruptura entre ambos. La venganza del artista será pintar en 1954 por última vez a su hermana en un cuadro que titula “Joven virgen autosodomizada por los cuernos de su propia castidad”, donde vuelve a aparecer Anna María de espaldas, asomada a una ventana con sus tirabuzones, solamente vestida con unos zapatos, con unas nalgas desnudas rotundas y unos cuernos de rinoceronte de forma fálica que la intentan penetrar por cada una de sus zonas más íntimas sin poder conseguirlo. Una venganza muy cruel la que perpetró contra Anna María, al definir con el lienzo su personalidad de anacoreta, amargada y deseosa de perder su virginidad aún patente, ya que nunca se casó ni tuvo hijos ni está claro que estuviese nunca con ningún hombre, excepto con Federico en esas vacaciones del 25 en Cadaqués y en la visita que le devolvió en Granada. Salvador jura no volver a dirigir la palabra a Anna María, que tampoco parece importarle nada. Los dos seguirán viviendo donde lo hacen desde que nacieron. Se cruzarán por la calle y ni se mirarán, como si fuesen dos extraños.

Todo parece lo mismo, pero ya nada es igual. El “surrealismo” ha muerto y está bajo tierra. Salvador no pude con la pena y se ha abandonado. Ha sufrido un accidente y está ingresado en un hospital. Tiene quemaduras graves y pesa tan sólo cuarenta kilos. Llevan también cuarenta años sin hablarse. Anna María entra en la habitación donde yace su hermano y al poco rato sale de ella incapaz de reprimir las lágrimas que mojan las manos con las que se cubre el rostro. Vuelve a su casa y se asoma a la ventana como esa tarde en que, vestida de blanco, con el arrobo de sus diecisiete años trucados por la congoja de los setenta y seis que tiene ahora; la brisa agita suavemente las cortinas de gasa azul y riza con levedad ese mar donde un barquito de vela se mece en la lejanía; y recuerda que una vez hubo un artista, que fue su hermano más querido, que antes de sumergirse en su propia paranoia, disolviéndose en el proceso que le convertiría en un fantoche, fue capaz de captar la esencia inmutable de las cosas por encima de cualquier vaivén, interior o exterior, con una mirada sagaz, exquisita y penetrante. Anna María se arroba en el paisaje invariable como entonces, mientras por su mejilla, marcada con un arañazo profundo que será el último desprecio de Salvador hacia ella, se desliza la insondable amargura de una lágrima.

©Juan Pedro Martín Escolar-Noriega

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